miércoles, 4 de diciembre de 2019
CAPITULO 115 (SEGUNDA HISTORIA)
A los pocos minutos, su marido surgió ante ella, silencioso y distante. Ni siquiera la miró. Se cruzó de brazos y se apoyó en una de las columnas, fuera de la vista de los asistentes a la subasta.
—Pedro, yo... —se tiró de la oreja izquierda y paseó sin rumbo por un corto espacio—. Siento mucho que nos hayas visto así, yo...
—¿Perdona? —la cortó él, incorporándose y arqueando las cejas—. ¿Sientes que te he pillado abrazada a otro hombre, pero no sientes el abrazo en sí? ¡No es un hombre cualquiera, joder!
—Baja la voz, por favor —le rogó, con la voz quebrada.
Entendía su enfado. Se sentiría igual en su situación. Sin embargo, no pensaba ser el centro de un cotilleo, por lo que lo agarró de la muñeca y tiró para encerrarse en el servicio. Le obligó a entrar en uno de los escusados por si entraba alguien, le costó gran esfuerzo moverlo. Ella se sentó en la taza del váter.
—Te seré sincera, Pedro —juntó las manos en el regazo—. Me despedí obligada de Ariel el día de la boda de Zaira y Mauro, cuando acepté casarme contigo por Gaston—hablaba en un tono bajo—. Llamé a Ariel durante dos días. No me respondió, ni me cogió el teléfono ni me devolvió las llamadas. Nada. Nunca —recalcó con énfasis—. Un día, en Los Hamptons, Zai y yo hablamos sobre Europa, sobre lo difícil que había sido para mí estar sin ti en el embarazo y en el parto —las lágrimas amenazaban—. Ese día me di cuenta de que me había olvidado de él.
—¿De quién? —quiso saber Pedro, con la voz áspera y contenida.
—De Ariel —lo miró—. Fue un gran amigo, Pedro. Cuando me enteré de que estaba embarazada, ya había salido a cenar con él un par de veces — gesticuló con las manos—. Le conté que estaba embarazada y que tú eras el padre de mi bebé. Y también le conté lo que sucedió: que me abandonaste en el ascensor, que me ignoraste después, que tenía miedo de decirte lo del embarazo y que... —inhaló aire y lo expulsó, temblorosa—. Y que estaba enamorada de ti.
No le gustaba recordar aquello, pero era necesario.
—Entonces —prosiguió ella—, Ariel me propuso alejarme de Boston una temporada, un año quizás, o el tiempo que yo necesitase. Dudé. Por mucho que tú me rechazaras, ni siquiera me mirabas... Antes de que tú y yo nos
acostáramos, me hablabas mal, pero me hablabas, igual que yo a ti. Y dudé si aceptar o no porque no soportaba la idea de no verte, Pedro —se puso en pie y se apoyó en una de las paredes—. Era tan estúpida que necesitaba verte cada día aunque fuera en los brazos de otra mujer, aunque sonrieras a otra mujer, aunque te acostaras con otras... —clavó los ojos en un punto perdido en el suelo—. Pero acepté porque, tarde o temprano, se me notaría la tripa. No quería que nadie lo supiera, me acobardé —se encogió de hombros—. Tampoco quería obligarte a relacionarte conmigo por el bebé. Si tú no me mirabas, eso solo significaba que lo nuestro para ti había sido un error... —
tragó con dificultad—. Me dio la sensación de estar reviviendo el pasado, lo de Diego... Yo... —se detuvo, no pudo continuar, las lágrimas bañaban ya sus mejillas sin control.
De repente, se encontró aplastada por el poderoso cuerpo de su marido.
—Si no dejas de llorar, me deshago la pajarita, tú decides.
—Pedro... —se aferró a él, temblando.
—Rubia, yo... —chasqueó la lengua. La tomó por la nuca. No sonreía. Su semblante se había cruzado por la desesperación—. Fui un imbécil, lo sé. No hay un solo día en el que no me arrepienta, porque si te abandoné fue porque me di cuenta de que estaba loco por ti y no supe cómo manejarlo —la besó en la frente—. Lo siento, Paula... De verdad que lo siento... —la abrazó con fuerza—. No puedo evitar sentir celos de Howard.
—Ariel fue un gran amigo —apuntó Paula, rozándole el rostro con los dedos—. No te voy a negar que me gustaría seguir viéndolo, que se convierta en el tío de Gaston. Pero no tienes que sentir celos, Pedro. Lo quiero mucho,
pero no lo amo. Yo te amo a ti, a nadie más. Jamás he amado a nadie hasta que te conocí —sonrió, ruborizada—. Y si tú no quieres que lo vea, no lo haré.
—No puedo negarte nada... —musitó, perdido en sus pensamientos, embobado en ella—. Qué me has hecho...
Paula se sobrecogió ante sus palabras. Se alzó de puntillas y lo besó con todo el amor que sentía por él.
—Te amo... —le susurró él—. Hueles tan bien... —le succionó el cuello—. Necesito tocarte... —le subió el vestido con premura y se arrodilló. Le bajó el encaje y la instó a separar las piernas.
—Aquí no, por favor... —se quejó, sin convicción, permitiendo que le quitara la ropa interior.
—Aquí sí.
Y besó su intimidad...
—¡Pedro! —gritó Paula, sosteniéndose a la pared para evitar caerse.
—Sujétate la falda —la observó con una intensidad alucinante—. Quiero que me mires, quiero que no te pierdas un solo segundo de mis besos.
Y Pedro, apresándole las nalgas, la consumió entera...
¡Oh, Dios mío!
Ella se sujetó la falda y la arrugó por el indescriptible placer que experimentó. Su marido la reclamó con los labios y la lengua, emitiendo
graves resuellos, con los ojos cerrados, sin descanso, disfrutando... Ardiente, bárbaro, peligroso, insaciable, caprichoso, egoísta...
Demasiado bueno...
Demasiado abrumador... Demasiado...
Y Paula comenzó a desintegrarse... Se obligó a mantener los párpados alzados. Se mordió la boca para silenciar sus jadeos. Sus pulsaciones eran tan frenéticas que expiraría en cualquier momento.
Y lo hizo.
Sucumbió... Voló... Y chilló sin remedio.
Pedro continuó mimando su intimidad hasta que ella se relajó. Después, besó sus muslos con dulzura y le colocó las braguitas, arrastrando los dedos por su piel, que se erizó todavía más de lo que ya estaba. Le alisó el vestido y se incorporó. Se humedeció los labios y la besó.
Paula gimió, tiró de las solapas de su chaqueta y se pegó a su anatomía. Él la aplastó contra la pared.
Su inmensa erección se clavó en el vientre de ella, quien levantó una pierna hacia su cadera de manera inconsciente. Pedro se la apresó y le hundió los dedos por encima de la falda.
Pero unas voces femeninas los interrumpieron de golpe. Paula se alarmó, bajó la pierna al suelo y ahogó una exclamación. Él le cubrió la boca con la mano.
—¿La habéis visto hoy? —comentó una de las tres mujeres que entraron—. Esa se equivoca de día.
Escucharon risitas. La pareja frunció el ceño, presintiendo lo mismo.
—¿Qué os podéis esperar? —apuntó una segunda—. No pertenece a nuestro círculo. ¡Está a años luz! Normal que se confunda de colores, de día, ¡de todo!
—A lo mejor, es daltónica con el rojo y el blanco.
Más carcajadas desdeñosas.
—Pues, ¿sabéis de qué me enteré el otro día? —añadió la tercera mujer —. Es hija de ese cirujano plástico tan famoso de Nueva York, Antonio Chaves.
—Creía que ese médico trabajaba con su hija en la clínica.
—Tiene tres hijos, un chico y dos chicas, y una de ellas trabaja con él. Melisa, se llama.
—¡Ah, sí, Melisa Chaves! Es preciosa esa chica, muy simpática, dicen, y sale siempre divina en la prensa, nada que ver con su hermana —bufó—. ¿Estás segura de que son hermanas? Una tan guapa y simpática y la otra tan poca cosa y tan fría... No me extraña que no hable de su familia, ahora lo entiendo.
—¿Y sabéis por qué se vino a Boston? —volvió a decir la tercera—. Parece ser que se quedó embarazada del novio de la hermana —soltó una risa maliciosa.
—¿Y qué fue del bebé?
—Lo perdió. A saber...
Paula comenzó a verlo todo rojo... Se quedó rígida. ¡Cómo se atrevían!
—¿Y tú cómo lo sabes? —inquirió la segunda mujer—. Siempre te enteras la primera de todo, te envidio.
—Tengo mis fuentes, querida, y son muy fiables.
—Pobre, Pedro... —suspiró la primera—. No entiendo qué ha visto en ella, si odia a las rubias. ¡Todo el mundo lo sabe!
—Sí, pero ya sabemos que los hombres solo piensan con la entrepierna, queridas. Y ella no es ninguna inocente. ¿De rojo en su boda y de blanco en una gala? No. Esa sabe mucho.
—Estamos rodeadas de guarras, porque eso es lo que es. He visto cómo lo besa delante de cualquiera. No tiene decoro ni vergüenza.
—Y lo va a desplumar —añadió la tercera—. El padre la desheredó y ha estado mendigando todos estos años hasta que se acostó con Pedro. Dicen que llevaba planeándolo desde que empezó a trabajar con Mauro en el
hospital. Tengo entendido que se insinuó a Mauro y a Bruno y, como la rechazaron, fue a por todas con Pedro, aunque tardó más de la cuenta.
—¡Qué horror! —exclamó la primera.
—Qué vergüenza de mujer... —convino la segunda, chasqueando la lengua.
—Lo acorraló en un ascensor de este hotel —les contó la tercera.
—¡En un ascensor! ¡Madre mía!
—¿Os imagináis que hoy hace lo mismo? He visto a Pedro celoso perdido cuando se ha cruzado con Ariel Howard hace un rato.
—De verdad que pobrecito Pedro...
—A lo mejor, la rubita se vuelve a abrir de piernas en cualquier lugar de este hotel con tal de dejarlo tranquilo. Si no es tonta... Howard no tiene tanto dinero como los Alfonso, pero poco le falta.
—¿Y si es su amante?
—No me extrañaría...
Pedro observó a Paula, mostrando la misma rabia que ella sentía. Le retiró la mano y le indicó que permaneciera en silencio. Entonces, comenzó a dar golpes secos contra la pared, al principio, despacio, pero aceleró el ritmo, al tiempo que gruñía cada vez más alto, fingiendo gemir. Paula entornó los ojos, sonrió y lo imitó, soltando jadeos para dar más énfasis a lo que, supuestamente, estaban haciendo.
Cuando terminaron el teatro, ambos emitieron un largo y falso gemido, mirándose con esa complicidad que les unía. Ella se emocionó y lo besó en los labios, agradeciéndole su defensa. Él le guiñó un ojo.
—Se te ha corrido la pintura —le dijo, pasándole los dedos por debajo de los ojos.
Paula le colocó la pajarita antes de que retirara el pestillo. Pedro salió primero, carraspeó y le ofreció una mano, que ella aceptó de inmediato, sin perder la satisfacción que la invadía. Tiró de Paula ante la helada presencia de las mujeres, que habían enmudecido y palidecido, y abrió la puerta, sujetándola para que lo precediera; al pasar ella, recibió un sonoro azote en el trasero por su parte, brincó, pero no se quejó, sino que se rio.
—Vamos, soldado —se colgó de su brazo, todavía bajo la horrorizada mirada de las arpías—, ya he cumplido en esta gala contigo, ¿no?
Su marido soltó una carcajada y la azotó de nuevo. La puerta se cerró.
—Eres muy mala, señora Alfonso —la mordió en el cuello con cuidado de la pedrería.
—Hacemos muy buena pareja, señor Alfonso.
—La mejor, rubia, nunca lo dudes.
CAPITULO 114 (SEGUNDA HISTORIA)
—¡Mamá! ¡Ale! —gritó, corriendo para abrazar a su madre y a su hermano pequeño.
Juana y Alejandro la correspondieron entre lágrimas. Los tres se echaron a llorar y a reír, felices por verse de nuevo.
—¡Mi princesita! —la analizó de los pies a la cabeza con adoración—. Estás preciosa.
—Estás muy guapa, Pau —la obsequió su hermano, rodeándola por los hombros.
—¿Y Melisa y papá? —se atrevió a preguntar ella, temerosa por la respuesta.
Madre e hijo se dirigieron una mirada enigmática.
—¿Qué ocurre? —se impacientó.
—Hola, Juana —la saludó Pedro, besándola en la mejilla—. Alejandro —le revolvió los cabellos desaliñados al chico.
—Hemos llegado hace un par de horas —le explicó Juana—. Nos alojamos en casa de tus suegros —sonrió y le acarició el mentón—. Tenemos que buscar un apartamento cuanto antes.
—Pero...
—¡Nos mudamos a Boston, Pau! —exclamó Alejandro, alzando los brazos.
—Pero... —repitió—. ¿Todos? —el pánico recorrió su cuerpo a modo de escalofríos.
—No —le respondió su madre, colgándose de su brazo y encaminándose hacia el salón—. Alejandro y yo nos mudamos aquí —aclaró—. Hablaremos mañana, ¿de acuerdo?
—¿Y papá? —frunció el ceño, preocupada.
—Nos fuimos esta mañana, Eli —continuó Juana, seria—. Le envié los papeles del divorcio a la clínica. No me fío de Laura, ya lo sabes. Si los hubiera dejado en casa... —suspiró—. Prefiero no pensarlo.
—¿Di...? ¿Divorcio? —balbuceó—. Pero... ¡mamá! —la abrazó con fuerza —. ¡No te imaginas cuánto me alegro!
—Buscaré un trabajo y tu hermano necesita un instituto.
—Yo os ayudaré, mamá. No estás sola. Nunca lo has estado.
—Lo sé. Y si no llega a ser por Ale, estos nueve años... —agachó la cabeza.
—Mañana hablaremos y pensaremos bien qué hacer y, ahora, a divertirnos —la animó Paula—. Un momento... —se quedó pensativa unos segundos—. ¿Y tu móvil? Te localizará papá.
—Los tiramos a un contenedor antes de salir de Nueva York —le contó su hermano, sacando pecho.
Se acercó a Pedro y lo besó en la mejilla con ternura, de manera prolongada y sin previo aviso.
—Te amo, mi guardián.
Su marido sonrió, se inclinó y le rozó la nariz con la suya, cerrando los ojos. Ella se alzó de puntillas y lo besó en los labios. Él gimió en su boca, la ciñó por la cintura y la devoró. Hubo carraspeos, hubo silbidos...
Ralentizaron el beso hasta separarse poco a poco. Ambos tenían los labios hinchados y enrojecidos y una expresión de sopor. No sonrieron.
Se sentaron junto a Mauro, Zaira, Carlos, Jorge, Catalina, Samuel, Juana y Alejandro, en una misma mesa circular. Llevaron a cabo las presentaciones.
—¿Juana Chaves? —pronunció el padre de Zai, estrechando su mano, con el ceño fruncido—. ¿No será usted, por casualidad, familiar de Antonio Chaves, un cirujano plástico de Nueva York?
A Paula no le pasó por alto la significativa mirada que se dedicaron Mau, Pedro y West.
—Sí, yo... —Juana carraspeó, incómoda por el escrutinio del padre de Zaira—. Soy su mujer.
—Exmujer —la corrigió la joven, abrazándola por los hombros—. Mis padres están separados.
Su madre se ruborizó. Jorge se acercó y le sonrió.
—Es un placer, Juana. Soy...
—Jorge West —lo interrumpió, devolviéndole el gesto—, el director del hospital donde trabajan mi hija y mi yerno.
—Jorge, por favor —le besó los nudillos.
Paula desorbitó los ojos. Ale le dio un codazo.
—Parece que mamá no pierde el tiempo, ¿eh?
Los hermanos Moore compartieron una sonrisa, encantados por la escena.
Su madre se merecía ser feliz al fin.
—¿Nos sentamos?
Y comenzaron a cenar.
Después del tercer plato, Paula se retiró al baño. Se refrescó la nuca, se lavó las manos y salió al pasillo. Inmediatamente, se paralizó.
—Ariel...
Se le formó un grueso nudo en la garganta al ver a su amigo ante ella, de esmoquin, con las manos en los bolsillos del pantalón y esa sonrisa ladeada tan característica en su atractivo semblante. Howard abrió los brazos en clara
invitación.
—¡Ariel! —corrió y se arrojó a él.
—Mi pequeña flor... —la apretó—. Cuánto te he echado de menos, no te lo imaginas...
Ella lloró. Se miraron. Rieron. Su amigo la tomó de las manos.
—Estás guapísima.
—No sabía que estabas aquí —le sonrió y le acarició el rostro con cariño.
Ariel cerró los ojos y le besó la palma de forma prolongada, como hacía antaño. Tal gesto, en otras circunstancias, le hubiera arrancado una carcajada, pero dio un respingo y retrocedió, sintiéndose mal. Howard se percató y adoptó una actitud seria.
—Cuando te vi salir al baño, quise saludarte a solas. Espero que no te importe.
—Claro que no —negó ella con la cabeza, algo nerviosa.
—Eres feliz —afirmó su amigo, sonriendo con tristeza—. Me alegro mucho, Paula. Tú y Pedro... —suspiró—. De verdad que me alegro.
Paula avanzó y lo abrazó de nuevo.
—Nunca dejaré de quererte, Ariel —le dijo sin separarse—, aunque me gustaría que las cosas fueran de otra manera. Quiero que formes parte de la vida de Gaston.
—Yo, también —la estrechó entre sus brazos—, pero no puede ser —la sujetó por la cintura—. Lamento no haber respondido a tus llamadas. No podía. Necesitaba tiempo.
—¿Y si quedamos esta semana para tomarnos un café? Así ves a Gaston. Está muy grande.
—No sé si...
Alguien carraspeó, interrumpiéndolos.
Pedro. Un furioso Pedro. Los observaba desde la doble puerta abierta, demasiado erguido, apretando los puños a ambos lados del cuerpo y descargando chispas venenosas por los ojos.
Paula se apartó, muy nerviosa.
—No la culpes a ella —gruñó Ariel—. He sido yo quien se ha acercado.
Alfonso y Howard se batieron en un peligroso duelo de miradas, hasta que Pedro se giró y entró en el gran salón sin decir una palabra.
—Será mejor que vayas con él —le aconsejó su amigo—. Lo último que quería era buscarte un enfrentamiento. Y no es buena idea que hablemos, por lo menos en la gala. Primero relaja a tu marido. Si sigues queriendo tomar ese café conmigo, búscame en mi hotel, ya sabes dónde —la besó en la mejilla y volvió a la cena.
Ella tenía el corazón muy acelerado y le repiqueteaban las piernas. Justo en ese momento, apareció Zaira.
—¿Qué ha pasado? —se preocupó Zai, aproximándose—. Pedro salió a buscarte porque tardabas, pero entró solo y muy enfadado. Y me acabo de cruzar con Ariel. ¿Estás bien?
—¿Podrías decirle a Pedro que venga, por favor?
Ariel era su amigo, pero Pedro y Gaston eran su mundo. No podía permitir que algo los afectara de nuevo, que los alejase.
Otra vez no...
Zaira asintió y obedeció.
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