miércoles, 4 de diciembre de 2019

CAPITULO 111 (SEGUNDA HISTORIA)






Los cinco días que siguieron al mágico fin de semana fueron horribles. Le tocó guardia de cuarenta y ocho horas del jueves al sábado. Y las tres jornadas anteriores apenas había coincidido con Paula, a quien todavía atacaba la maldita jaqueca. En el hospital, no se vieron porque, como ella estaba en periodo de prueba, no deseaba distracción, quería entregarse al máximo para Bruno y Jorge, aún avergonzada por la pelea con Emma. Y por las noches, Paula se metía en la cama en cuanto entraban en el apartamento por la intensa migraña que padecía. Le aseguró que era normal por la menstruación, que alguna vez le había pasado, pero Pedro estaba inquieto, no soportaba que enfermara. Era la segunda ocasión en que estaba indispuesta y a él, de repente,
se le olvidaban sus conocimientos en Medicina y se agobiaba.


Y cuando ella le había dicho que estaba con la regla, el pesar lo invadió, aunque no se lo demostró. Pedro tenía una espinita clavada... Le hacía ilusión tener otro bebé, sentía la necesidad de cuidarla embarazada, de consentirla y de mimarla, ya que la primera vez lo había hecho otro hombre, no él.


—Paula cambió la guardia que tenía hoy y mañana entrará de noche —le contó Bruno, en su despacho.


Pedro se quitó la bata blanca para ajustarse la americana. No tenía ganas de hablar. Eran casi las siete de la mañana, el fin de su interminable guardia. Su hermano había ido a saludarlo antes de que se marchara a casa.


—Me he enterado de que ha fallecido uno de tus pacientes —comentó Bruno, con gravedad.


—Sí —asintió y suspiró con desgana—. Necesito a mi mujer, a mi hijo, una ducha y una cama.


—¿En ese orden? —sonrió y le palmeó la espalda.


Pedro sonrió, fingiendo alegría. Estaba agotado física y psicológicamente.


Se despidió de su hermano y condujo hacia el apartamento.


Su mujer y su hijo dormían, cada uno en su lugar. Se desnudó y se duchó, procurando ser lo más silencioso posible. Pensó en el anciano que había pasado a mejor vida. Era inevitable derrumbarse. Por cada pérdida, Pedro se culpaba, se enfurecía consigo mismo y se encerraba en un estado de frustración que le duraba varios días, en los que no hablaba con nadie, excepto para responder con monosílabos. Su familia lo sabía y lo respetaba.


Se colocó el pantalón del pijama y se reunió con Paula, que, somnolienta, sonrió con dulzura y recostó la cabeza en su pecho.


—Te he echado de menos, soldado.


Aquella declaración lo relajó por completo. Se olvidó de todo y cerró los ojos, abrazándola.


Cuando se despertó, ella estaba sentada con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, la espalda apoyada en el cabecero y el móvil encendido en las manos. Sonreía. El crepúsculo bañaba la estancia de una acogedora luz. Él
extendió una mano y le rozó el muslo con las yemas de los dedos. Paula lo miró, se deslizó hacia abajo y dejó el iPhone en la mesita de noche. Le acarició el rostro.


—Hola, soldado —susurró.


—Hola —no sonrió. Su interior pesaba muchísimo...


—Me lo ha contado Mauro —subió una pierna en las de Pedro, que se encontraba boca abajo y con la cara en su dirección—. ¿Estás bien?


Él no contestó, bajó los párpados y giró la cabeza hacia la puerta. Ella, entonces, se acomodó encima, estirándose sobre su cuerpo.


—Tenemos que arreglarnos para la gala —lo besó en la mejilla con infinito cariño—. Voy a prepararte un baño con mucha espuma, verás qué bien te va a venir.


Cuando Paula se incorporó, Pedro gruñó, la agarró de la muñeca y tiró. Se acomodó entre sus hermosas piernas desnudas y enterró la nariz en sus cabellos. Ella se rio, envolviéndolo con ternura. El largo camisón se le arremolinó en las caderas.


—Perdóname —se disculpó él en un susurro—. Nunca es fácil... Es que eso ya ha sido la gota que ha colmado el vaso esta semana...


—¿Por qué lo dices? —le preguntó con suavidad, pasándole las manos por el pelo, inundándolo de paz.


—Porque no te he visto, porque has estado enferma y... —suspiró sonoro y enfurruñado—. No soporto que estés mala... Te necesito bien, siempre bien, para poder hacerte el amor cada día...


Ella se rio.


—Te necesito ahora... —continuó Pedro, abrazándola con más fuerza, apreciando sus curvas, su calidez, enardeciéndose por lo receptiva que era, porque comenzó a estirarse y a encogerse, ronroneando.


Se le nubló el raciocinio. Introdujo una mano por dentro de la seda y le acarició un seno, mientras resoplaba en su cuello...


Pedro... —gimió su adorable mujer—. Pedro...


—Joder... Te necesito... —jadeó— ahora...


Descendió la mano hacia el interior de sus braguitas, decidido, desesperado... Rozó su intimidad. Ella se arqueó, conteniendo el aliento. Él cerró los ojos, mareado de deseo. La aplastó con su peso, pero no se quejó.


Paula temblaba y se retorcía, emitiendo agudos ruiditos ininteligibles.


—Ahora...


Pedro detuvo las caricias para bajarse los pantalones con premura. Le retiró las braguitas hacia un lado y la penetró, lento y profundo, disfrutando y saboreando el indescriptible alivio que experimentaba al hacerle el amor. 


Se mordió la lengua para no despertar a Gaston. 


Paula lo apretaba con los brazos
en la espalda, le clavaba los talones en el trasero y los dientes en el hombro, nombrándolo una y mil veces entre sollozos del más intenso placer. Las embestidas fueron... desgarradoras.


—Paula... —le susurró al oído, inhalando la gloriosa mandarina—. Te amo...


Y el extraordinario éxtasis los arrastró al edén.


Ella, llorando, lo sujetó por la cabeza para obligarlo a mirarla.


—Yo también te amo... —tragó, emocionada—. Mi guardián...


La emoción le impidó hablar. Le picaron los ojos. Paula se percató y sonrió, incorporándose para besarlo. Pedro se arrodilló y se la llevó consigo.


—¿Qué tal anda tu cabeza? —se interesó él, besándola en el pelo.


—Hoy, mejor. Solo noto una molestia. Bruno me dio unas pastillas milagrosas.


—Me alegro —suspiró—. Ahora, a preparar el baño, rubia —sonrió con picardía y le azotó la nalga, antes de dirigirse al servicio con ella en brazos, donde la bajó al suelo.


—Alexis vendrá en menos de una hora —abrió el grifo del agua caliente.



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