miércoles, 4 de diciembre de 2019
CAPITULO 114 (SEGUNDA HISTORIA)
—¡Mamá! ¡Ale! —gritó, corriendo para abrazar a su madre y a su hermano pequeño.
Juana y Alejandro la correspondieron entre lágrimas. Los tres se echaron a llorar y a reír, felices por verse de nuevo.
—¡Mi princesita! —la analizó de los pies a la cabeza con adoración—. Estás preciosa.
—Estás muy guapa, Pau —la obsequió su hermano, rodeándola por los hombros.
—¿Y Melisa y papá? —se atrevió a preguntar ella, temerosa por la respuesta.
Madre e hijo se dirigieron una mirada enigmática.
—¿Qué ocurre? —se impacientó.
—Hola, Juana —la saludó Pedro, besándola en la mejilla—. Alejandro —le revolvió los cabellos desaliñados al chico.
—Hemos llegado hace un par de horas —le explicó Juana—. Nos alojamos en casa de tus suegros —sonrió y le acarició el mentón—. Tenemos que buscar un apartamento cuanto antes.
—Pero...
—¡Nos mudamos a Boston, Pau! —exclamó Alejandro, alzando los brazos.
—Pero... —repitió—. ¿Todos? —el pánico recorrió su cuerpo a modo de escalofríos.
—No —le respondió su madre, colgándose de su brazo y encaminándose hacia el salón—. Alejandro y yo nos mudamos aquí —aclaró—. Hablaremos mañana, ¿de acuerdo?
—¿Y papá? —frunció el ceño, preocupada.
—Nos fuimos esta mañana, Eli —continuó Juana, seria—. Le envié los papeles del divorcio a la clínica. No me fío de Laura, ya lo sabes. Si los hubiera dejado en casa... —suspiró—. Prefiero no pensarlo.
—¿Di...? ¿Divorcio? —balbuceó—. Pero... ¡mamá! —la abrazó con fuerza —. ¡No te imaginas cuánto me alegro!
—Buscaré un trabajo y tu hermano necesita un instituto.
—Yo os ayudaré, mamá. No estás sola. Nunca lo has estado.
—Lo sé. Y si no llega a ser por Ale, estos nueve años... —agachó la cabeza.
—Mañana hablaremos y pensaremos bien qué hacer y, ahora, a divertirnos —la animó Paula—. Un momento... —se quedó pensativa unos segundos—. ¿Y tu móvil? Te localizará papá.
—Los tiramos a un contenedor antes de salir de Nueva York —le contó su hermano, sacando pecho.
Se acercó a Pedro y lo besó en la mejilla con ternura, de manera prolongada y sin previo aviso.
—Te amo, mi guardián.
Su marido sonrió, se inclinó y le rozó la nariz con la suya, cerrando los ojos. Ella se alzó de puntillas y lo besó en los labios. Él gimió en su boca, la ciñó por la cintura y la devoró. Hubo carraspeos, hubo silbidos...
Ralentizaron el beso hasta separarse poco a poco. Ambos tenían los labios hinchados y enrojecidos y una expresión de sopor. No sonrieron.
Se sentaron junto a Mauro, Zaira, Carlos, Jorge, Catalina, Samuel, Juana y Alejandro, en una misma mesa circular. Llevaron a cabo las presentaciones.
—¿Juana Chaves? —pronunció el padre de Zai, estrechando su mano, con el ceño fruncido—. ¿No será usted, por casualidad, familiar de Antonio Chaves, un cirujano plástico de Nueva York?
A Paula no le pasó por alto la significativa mirada que se dedicaron Mau, Pedro y West.
—Sí, yo... —Juana carraspeó, incómoda por el escrutinio del padre de Zaira—. Soy su mujer.
—Exmujer —la corrigió la joven, abrazándola por los hombros—. Mis padres están separados.
Su madre se ruborizó. Jorge se acercó y le sonrió.
—Es un placer, Juana. Soy...
—Jorge West —lo interrumpió, devolviéndole el gesto—, el director del hospital donde trabajan mi hija y mi yerno.
—Jorge, por favor —le besó los nudillos.
Paula desorbitó los ojos. Ale le dio un codazo.
—Parece que mamá no pierde el tiempo, ¿eh?
Los hermanos Moore compartieron una sonrisa, encantados por la escena.
Su madre se merecía ser feliz al fin.
—¿Nos sentamos?
Y comenzaron a cenar.
Después del tercer plato, Paula se retiró al baño. Se refrescó la nuca, se lavó las manos y salió al pasillo. Inmediatamente, se paralizó.
—Ariel...
Se le formó un grueso nudo en la garganta al ver a su amigo ante ella, de esmoquin, con las manos en los bolsillos del pantalón y esa sonrisa ladeada tan característica en su atractivo semblante. Howard abrió los brazos en clara
invitación.
—¡Ariel! —corrió y se arrojó a él.
—Mi pequeña flor... —la apretó—. Cuánto te he echado de menos, no te lo imaginas...
Ella lloró. Se miraron. Rieron. Su amigo la tomó de las manos.
—Estás guapísima.
—No sabía que estabas aquí —le sonrió y le acarició el rostro con cariño.
Ariel cerró los ojos y le besó la palma de forma prolongada, como hacía antaño. Tal gesto, en otras circunstancias, le hubiera arrancado una carcajada, pero dio un respingo y retrocedió, sintiéndose mal. Howard se percató y adoptó una actitud seria.
—Cuando te vi salir al baño, quise saludarte a solas. Espero que no te importe.
—Claro que no —negó ella con la cabeza, algo nerviosa.
—Eres feliz —afirmó su amigo, sonriendo con tristeza—. Me alegro mucho, Paula. Tú y Pedro... —suspiró—. De verdad que me alegro.
Paula avanzó y lo abrazó de nuevo.
—Nunca dejaré de quererte, Ariel —le dijo sin separarse—, aunque me gustaría que las cosas fueran de otra manera. Quiero que formes parte de la vida de Gaston.
—Yo, también —la estrechó entre sus brazos—, pero no puede ser —la sujetó por la cintura—. Lamento no haber respondido a tus llamadas. No podía. Necesitaba tiempo.
—¿Y si quedamos esta semana para tomarnos un café? Así ves a Gaston. Está muy grande.
—No sé si...
Alguien carraspeó, interrumpiéndolos.
Pedro. Un furioso Pedro. Los observaba desde la doble puerta abierta, demasiado erguido, apretando los puños a ambos lados del cuerpo y descargando chispas venenosas por los ojos.
Paula se apartó, muy nerviosa.
—No la culpes a ella —gruñó Ariel—. He sido yo quien se ha acercado.
Alfonso y Howard se batieron en un peligroso duelo de miradas, hasta que Pedro se giró y entró en el gran salón sin decir una palabra.
—Será mejor que vayas con él —le aconsejó su amigo—. Lo último que quería era buscarte un enfrentamiento. Y no es buena idea que hablemos, por lo menos en la gala. Primero relaja a tu marido. Si sigues queriendo tomar ese café conmigo, búscame en mi hotel, ya sabes dónde —la besó en la mejilla y volvió a la cena.
Ella tenía el corazón muy acelerado y le repiqueteaban las piernas. Justo en ese momento, apareció Zaira.
—¿Qué ha pasado? —se preocupó Zai, aproximándose—. Pedro salió a buscarte porque tardabas, pero entró solo y muy enfadado. Y me acabo de cruzar con Ariel. ¿Estás bien?
—¿Podrías decirle a Pedro que venga, por favor?
Ariel era su amigo, pero Pedro y Gaston eran su mundo. No podía permitir que algo los afectara de nuevo, que los alejase.
Otra vez no...
Zaira asintió y obedeció.
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