miércoles, 4 de diciembre de 2019

CAPITULO 112 (SEGUNDA HISTORIA)




Minutos después, se metían juntos en la bañera, cubiertos de espuma hasta las orejas, porque a Paula se le había caído el bote del gel, se había roto la tapa y se había volcado todo el jabón en la bañera. Las carcajadas inundaron el espacio y el bebé lloró. Ella salió, tapándose con una toalla, a punto de caerse de bruces. Pedro se rió todavía más.


—¡Ya vale, imbécil! —se quejó ella, enfadada, desde el dormitorio.


Pero él no refrenó las carcajadas. Se secó y vació la bañera. Estaba contento, radiante, pletórico. Se arregló en el vestidor, mientras su mujer le daba el biberón al niño en la cama.


El timbre sonó cuando Pedro se estaba colocando la camisa por dentro de los pantalones del esmoquin. La niñera iba a cuidar de Caro y Gaston para que los cuatro padres pudieran asistir a la gala en el hotel Liberty. Se encaminó con el niño al salón. Saludó a Alexis y le entregó a su hijo. Sacó el cuco de la habitación y se encerró con su mujer para terminar de vestirse.


—El chófer de mi madre pasará a recogernos —le indicó a Paula, apoyado en el marco de la puerta del vestidor, observándola peinarse.


Los dos sonrieron, la escena se repetía.


—Te falta la pajarita.


—Quiero que me la pongas tú, pero cuando acabes. No hay prisa —se humedeció los labios—. Estoy muy a gusto ahora mismo mirándote.


Ella se acaloró, dedicándole una sonrisa tímida que alteró su respiración.


—Tengo tres sorpresas para ti —pronunció él en tono ronco—, pero no me preguntes.


El lunes se había escapado del hospital para comprarle unos pendientes de diamantes y zafiros que, rezaba, pudiera llevar esa noche para la gala. No había visto su traje, no sabía el color tampoco, solo esperaba que conjuntase con las joyas. Paula le había prohibido abrir la funda del vestido, de Stela
Michel. La segunda sorpresa la descubriría en el hotel.


—Oye, ¿y Bruno? —se preocupó ella.


—Todavía está en el hospital.


Paula se hizo una trenza gruesa y de raíz, que luego recogió en la nuca, introduciéndosela por dentro del pelo, exponiendo su sugerente nuca desnuda.


Él se quedó atónito por su maña, rapidez y soltura. A continuación, se maquilló, ahumando los párpados con sombra azul oscuro, acentuando la belleza de sus ojos exóticos, y los labios, con brillo natural.


¡Bingo! Vas de azul, rubia.


—La pajarita —le pidió ella, levantándose del taburete y acercándose, con la bata de seda marfil abierta en el pecho.


Pedro gruñó, tiró del cinturón y descubrió el conjunto interior más sexy que jamás había visto: braguitas brasileñas de encaje blanco con liguero a juego.


Se paralizó, boquiabierto y babeando. ¿Y el sujetador?


—Joder... —siseó.


—La pajarita —le propinó un manotazo y se cubrió.


Él carraspeó y le entregó la pajarita que tenía en la mano. En tenso silencio, Paula se la anudó. 


Después, Pedro huyó con la chaqueta en el brazo, hacia el salón, donde ya esperaba Mauro.


Los dos hermanos Alfonso se tomaron una cerveza en los taburetes de la cocina, que giraron hacia el sofá para prestar atención a la televisión.


Zai apareció vestida de satén gris perla, estilo sirena, con mangas estrechas hasta los antebrazos, escote discreto en pico y una pequeña cola. El tono tan claro resaltaba el turquesa de sus ojos y el llamativo pelirrojo de sus largos cabellos ondulados, sujetos por una diadema de fina plata vieja. Se había pintado los labios de carmín. Los zapatos eran gris oscuro, de tacón, acordes al pequeño bolso de mano.


—Joder... —articuló Mau en un ataque de tos por haberse atragantado con la bebida.


Pedro le palmeó el hombro, orgulloso de su cuñada. Su aspecto menudo, su semblante siempre alegre y su personalidad optimista la convertían en una mujer encantadora, una amiga leal y una hermana irremplazable.


—Estás muy guapa, peque —la obsequió Pedro, acercándose para besarle la mejilla.


Su cuñada lo abrazó como respuesta.


Unos suaves tacones, seguros y confiados, resonaron a su espalda cada vez más próximos. 


Él se giró y se le desencajó la mandíbula.


—Joder...


En ese momento, fue su hermano quien le palmeó el hombro para que se espabilara...


Su mujer se presentaba ante él como una heroína de singular belleza fría, serena y solemne. Sus mejillas acaloradas otorgaban el toque humano a su divina perfección. Tenía el mentón alzado y la espalda, erguida con majestuosidad. El vestido era blanco, y, en ella, el significado del color — pureza— adquiría justo el término contrario: pecado. Oh... y Pedro estaba más que dispuesto a probar la manzana prohibida... A comérsela de un solo bocado.


Las mangas y el escote eran transparentes con pedrería, desde las muñecas estrechas hasta cubrir el cuello entero; a partir de los senos, trazados en forma de corazón, su figura se realzaba gracias a que la seda se ajustaba a cada curva, hasta el corte en las caderas; la falda caía suelta y poseía un fruncido justo en el centro de su vientre, una tira ancha que se deslizaba hacia el suelo junto con el resto de la seda. No portaba bolso y apreció un atisbo de las sandalias azul eléctrico, como sus uñas. Una diosa...


Él rodó el dedo índice en alto para que diera una vuelta. Paula, ocultando una sonrisa, giró lentamente. Su preciosa espalda le arrancó otro jadeo a Pedro.


La transparencia con pedrería continuaba hasta la mitad de los omoplatos, donde comenzaba el óvalo que exponía su piel... hasta el trasero. 


Desorbitó los ojos, carraspeó y se aflojó la pajarita, asfixiándose de tanto calor. Si en
Miami le faltó poco para asesinar con la mirada a los que miraban a Paula, esa noche seguro que acababa en la cárcel.


De blanco... No era normal. Nada en ella era normal. Apostaría el Aston Martin a que solo ella vestiría de blanco. Y tal pensamiento le provocó una sonrisa. Pedro Alfonso no podía estar con alguien corriente o convencional, estaba destinado a su rubia.


—¿Nos vamos? —sugirió su hermano.


—Ahora bajamos nosotros —le indicó él, acortando la distancia con su mujer. Entrelazó una mano con la suya y la condujo a la habitación—. Espera aquí —sacó la caja de terciopelo que escondía debajo de las corbatas y se reunió con ella, que se encontraba frente a la cristalera, contemplando las vistas del Boston Common—. La primera sorpresa —se la entregó con las palmas sudorosas.


—¡Oh, Dios mío! —chilló al abrir la tapa.


Los pendientes eran dos zafiros enmarcados en estrellas de diamantes de diez puntas, de tamaño mediano, largos y brillantes, llamativos; se disponían en vertical, seguido uno de otro.


—¿Te gustan? —le quitó la caja para colocárselos—. Creía que el vestido era azul —sonrió, divertido—. Menos mal que te has pintado de azul.


Pedro, es... —suspiró de forma discontinua—. Son demasiado... No... — tragó—. No puedo aceptarlos...


Pedro frunció el ceño y avanzó, acorralándola en el rincón. La tomó de la barbilla.


—¿Te gustan?, ¿sí o no? —le exigió con rudeza—. No son rubíes.


—Ni tampoco son serpientes —inhaló una gran bocanada de aire y la expulsó despacio—. Me encantan, Pedro, pero... —agachó la cabeza—. ¿Por qué lo has hecho? La primera y última vez que me regalaste joyas fue por nuestro compromiso.


—Y te di el collar a solas, no lo olvides —sonrió con ternura—. Sé que te gustan los rubíes, pero mi color preferido es el azul y quise comprarte zafiros desde que mi madre nos habló de la gala —adoptó una actitud seria. Su corazón se disparó con el característico cohete a propulsión—. En otra gala, nuestra primera gala —aclaró, adrede—, en el Liberty, igual que hoy, concebimos a Gaston. No fue muy romántico que digamos... —se rieron los dos. Respiró hondo, haciendo una breve pausa. La contempló sin pestañear y añadió, con la voz rasgada—: Esa noche, me di cuenta de que estaba enamorado de ti. Y, para mí, estos pendientes simbolizan que... —tragó—. Quiero enmendar mi error. Te abandoné porque me entró pánico. Acéptalos, por favor...


Paula se limpió una lágrima que se le había escapado y sonrió, con los labios temblorosos. 


Le arrojó los brazos al cuello y lo abrazó.


—Te amo...


—Yo también te amo, Paula—la envolvió con fuerza—. Mi rubia...


Ella estalló en carcajadas irregulares por la emoción. Pedro aspiró su aroma a mandarina con los párpados bajados y le colocó los pendientes, que se balancearon brillando.


—¡Me encantan! —exclamó Paula, besándolo en la mejilla infinidad de veces.


Él le guiñó un ojo, la tomó de la mano y le besó los nudillos.


—Estás impresionante, rubia —la giró en una vuelta de baile sobre sí misma—. Impresionante... —se la comió con los ojos, mordiéndose la lengua para reprimir un gemido.


Se despidieron de Alexis y de Gaston, que ya dormía, y se reunieron con Zai y Mauro. El chofer de Catalina los llevó al hotel. Había cola. 


Estaban invitadas seiscientas personas. Era una subasta benéfica para recaudar fondos para la investigación contra el cáncer.




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