viernes, 14 de febrero de 2020

CAPITULO 173 (TERCERA HISTORIA)





Le escribió un mensaje a su novia para avisarla de que ya había salido del hospital. Ella le respondió que estaba en el loft. Le extrañó, pero no indagó, sino que fue a buscarla. La necesitaba más que nunca. Prácticamente, corrió, y el trayecto duró apenas tres minutos. 


Tenía una copia de las llaves, por lo que entró sin llamar.


—¿Pau?


Caminó hacia el dormitorio. Traspasó los flecos y se paró al descubrirla tumbada en la cama hecha un ovillo, indefensa. No lloraba, pero su expresión era ausente.


—¡Pedro! —exclamó al darse cuenta de su presencia. Gateó hasta el borde y extendió los brazos, agitando las manos para que se acercara—. Te he echado mucho de menos... —y añadió con la voz quebrada—: Te necesito... Su corazón frenó en seco. El pánico a perderla le nubló la razón. Acortó la distancia, la sujetó por las mejillas y la besó, trémulo, aterrado.


Paula, de rodillas en el colchón, le enroscó los brazos en la nuca y lo correspondió de la misma forma: temblorosa, agitada. Le abrió la boca en clara invitación. Enseguida, las lenguas se enlazaron. Y gimieron, expulsando el pavor que compartían.


Pedro la estrujó entre sus brazos sin piedad y supo, en ese instante, cuánto se necesitaban el uno al otro, cuánto se amaban, cuánto requerían su contacto.


Vibraban por la intensa emoción que estaban transmitiendo por igual. Todavía no habían intercambiado palabra, pero sus gestos hablaban por sí solos.


Decidieron, entonces, comunicarse del único modo en el que nada podía separarlos, en el que nada se interponía, en el que nada importaba, excepto sentirse, experimentar esa conexión, exhalar ese último suspiro y renacer, su pecado...


Él se quitó la chaqueta en dos rápidos movimientos mientras ella le aflojaba la corbata con prisas, que salió volando dos segundos después. Le encantaba el vestido que llevaba, blanco con flores amarillas, pero la prefería desnuda, siempre. Sus manos hormigueaban, suplicando recorrer su suave y blanca piel, que erizaba la suya propia. Agarró el borde del vestido y se lo sacó por la cabeza, deshaciéndole a su paso la cinta que recogía sus sedosos cabellos.


Paula, impaciente, entre besos osados, fieros y jugosos, le arrancó los botones de la camisa en un arrebato increíblemente erótico. Pedro resopló como un semental a punto de abalanzarse sobre su yegua. Se excitó tanto que la rodeó por las caderas, la cogió en vilo y la empotró contra la pared. Permitió salir al animal, posesivo y autoritario que escondía dentro, porque iba a marcarla.


—Quiero así —gruñó él—. Necesito así.


Ella asintió de forma frenética, ciñéndole la cintura con sus gloriosas piernas. Pedro la besó con ímpetu, desbocado, descendiendo las manos hacia sus braguitas. Las rompió con dos tirones. Paula se encargó de su cinturón, de sus pantalones y de sus calzoncillos, que aterrizaron en sus tobillos. La urgencia que los asaltaba carecía de límites. Se convirtieron en dos salvajes.


Él la sostuvo por el trasero con una mano y con la otra apresó las de ella por encima de su cabeza, pegándolas a la pared.


Y la penetró, con rudeza. Paula chilló en su boca, pero le clavó los talones en las nalgas, prohibiéndole escapar, lo que enloqueció a Pedro. La embistió a una velocidad alarmante.


Precipitado. Furioso. Rudo. Incuestionable. Dominante.


—Mía... —le dijo, mirándola a los ojos—. Eres mía...


Ella se arqueó, doblando el cuello hacia atrás, separando los labios y cerrando los párpados, rendida por completo a él, y se entregó al violento éxtasis que los arrastró a ambos hacia la ansiada liberación.


—¡Pau!


—¡Pedro!


Gritaron al unísono, no podía ser de otra manera. A él se le doblaron las rodillas y se cayó al suelo. Sudorosos y respirando ruidosamente, se abrazaron, aún experimentando los espasmos de su bendito infierno.


—Lo siento... —se disculpó Pedro, envolviéndola entre sus brazos, asustado, regresando poco a poco a la realidad—. He sido un... Lo siento... ¿Te he hecho... daño?


—No... Estoy... muy bien... —le dijo entre suspiros discontinuos—. Te amo...


—Joder, y yo a ti... —la besó en el pelo.




CAPITULO 172 (TERCERA HISTORIA)






Nada más leer el mensaje de Paula, supo que algo no andaba bien. Sin embargo, no le dio tiempo a contestarle porque Manuel irrumpió en su despacho, acompañado de Mauro. El mayor de los Alfonso le entregó el periódico.


—¿En serio? —exclamó Pedro, al leer la portada y ver la foto de Elias.


Se levantó de la silla y se quitó la bata blanca. 


Se colocó la chaqueta del traje. No tenía nada más que hacer en el hospital, excepto terminar unos informes, pero no corrían prisa. Era viernes y hasta el lunes no trabajaba.


Estaba deseando estar con su novia y no pensaba malgastar un solo segundo.


—Espera —le dijo Mauro, serio—. Hay rumores de que la caída del bufete de Chaves es debido a que Paula rompió con Anderson.


Aquello lo paralizó.


—¿Qué quieres decir?


—Tengo una teoría —anunció el mediano—. Y es mejor que escuches mi teoría antes de que te expliquemos lo que dice la prensa sobre el bufete, porque, de hecho —alzó una mano—, no es porque soy listo, que lo soy — sonrió con suficiencia—, pero cuando escuches mi teoría no te hará falta lo demás.


—Pues venga —lo instó Pedro, cruzándose de brazos.


—Anderson se está vengando porque Paula rompió con él por ti — declaró Manuel, introduciendo las manos en los bolsillos del pantalón—. Primero, manipuló a su madre, pero no consiguió nada. Ahora que está contigo, es más que evidente por qué, de repente, tras el anuncio de la ruptura de su compromiso con Anderson, el bufete empieza a perder juicios.


—Pero es donde Anderson trabaja —les recordó él—. Sería un gilipollas si atacase su propio medio de vida. Si no es por Elias y por el bufete, Anderson no es nadie, ni nada.


—Exacto —apuntó el mayor, asintiendo—. Anderson puede haber crecido desde que adquirió un puesto importante en el bufete. Intentó forzar a Paula. Ese tío es capaz de cualquier cosa. Y tendrá mano para sobornar a gente. ¿Y si es él quien ha filtrado la noticia a la prensa? ¿Crees que Chaves sería capaz de hacer algo así, de sacar a la luz que su propio negocio está decayendo?


—Claro que no —respondió Pedro, pensativo.


—La prensa lo ha insultado desde la fiesta del Club de Campo —comentó el mediano—. La prensa os adora a Paula y a ti, Pedro, pero a Anderson lo desprecian. Y Anderson es un tipo que valora enormemente su reputación. Ten cuidado. Paula y tú estuvisteis al principio en secreto porque ella no se atrevía a terminar con Anderson por miedo a defraudar a sus padres. Ahora, el bufete va fatal y es noticia de portada.


—¿Qué quieres decir? —le exigió Pedro, furioso—. Pau no me abandonará por esto. ¡No!


—Tranquilo, Pedro —lo previno Mauro, palmeándole la espalda—. Pero lo que dice Manuel no es muy descabellado. Y la madre de Paula debe estar que trina... —silbó—. ¿Has hablado con Paula hoy?


—Me acaba de mandar un mensaje —gruñó hacia Manuel—. Me necesita, imbécil.


—Tengo otra teoría, pero mejor me la guardo —sonrió con tristeza.


—Sí —convino él, abriendo la puerta—. Guárdate tu jodida teoría de mierda, Manuel. Paula no va a dejarme. No lo hará.


—Eso espero... —musitó el mediano de los Alfonso antes de que Pedro se marchara.


Yo también lo espero, pensó Pedro, muerto de miedo ante tal posibilidad, aunque jamás se lo admitiría a nadie.




CAPITULO 171 (TERCERA HISTORIA)





Se reunió con su madre en un restaurante que había cerca del loft.


—Hola, mamá —la besó en la mejilla.


—Hola, Paula —le devolvió el gesto.


Paula. Sí, nada de tesoro o cariño.


Habían charlado por teléfono desde que se confesó a sus padres, dos días atrás, pero Karen había estado distante. La relación entre madre e hija era frágil y Paula no supo definir si se debía a lo que les había contado de China,
de su vida sin Lucia, o porque todavía no aceptaba a su novio como tal.


—¿Has estado en el bufete? —se interesó su madre, ojeando la carta para decidir qué comer.


—Papá me ha contado lo de... —tragó, nerviosa—. Me ha contado lo del bufete. No sabía nada.


—Claro que no sabías nada, Paula —frunció el ceño—. No quiero discutir, pero has estado en tu burbuja particular desde que empezaste a ver al... a Pedro en secreto —carraspeó, incómoda—. Pero no te preocupes, que Ramiro y papá llegarán al fondo del problema y lo solucionarán.


Ramiro, siempre Ramiro... Y Pedro y ella continuaban siendo inadaptados para Karen. Ya no le hacía falta pensar más.


Un camarero les tomó nota. Pidieron una ensalada cada una. Y les sirvieron agua. A Paula le apetecía una copa de vino, pero prefirió no añadir otra causa de posible reproche.


—¿Os gustaría cenar un día en casa? —le sugirió ella, antes de beber un sorbo.


—No estaría mal —convino su madre, más relajada—. Ni siquiera sé dónde vives.


Otra pulla...


—En Beacon Hill también, enfrente del Boston Common. Es un ático precioso —sonrió—. Y enorme. Vivimos las tres muy bien.


—¿Las tres? —se extrañó Karen—. ¿Qué tres?


—Las tres parejas: Mauro y Zaira, Manuel y Rocio y Pedro y yo.


Su madre se quedó boquiabierta.


—¿Vives con tu novio, sus hermanos, sus cuñadas y sus sobrinos?


—Y Mau Alfonso.


—¿Quién es Mau Alfonso? —se horrorizó—. Suena a...


—Es el perro de Mauro.


—¡Perro! —se llevó las manos a la cabeza—. ¿Tú —la señaló con el dedo —, la que necesitaba independencia, te trasladas a un piso con cinco adultos más, dos niños, un bebé en camino y un perro? ¡Y se trata de su familia, por el amor de Dios, no de la tuya!


Bueno, creo que definitivamente no van a venir a cenar...


Paula agachó la cabeza y hundió los hombros, no pudo evitarlo.


—Estará su madre todo el día allí —bufó Karen, sonrojada—. Tú no haces nada con tu vida y tú y yo no nos vemos desde antes de irte a Los Hamptons.Parece que Ramiro tiene razón.


¿Que no hago nada con mi vida? ¿Que Ramiro tiene razón? ¡Otra vez!


—¿Qué te ha dicho Ramiro ahora, mamá? —pronunció en un tono afilado, apretando los puños encima de la mesa—. ¿Otra vez te ha llenado la cabeza de mentiras?


Su madre se irguió en el asiento y, sin esconder el enfado, dijo:
—Creía que el doctor Fitz te ayudaba, pero mírate... ¿Ahora también te preparas para un ataque?, ¿conmigo? —señaló sus puños con una mano.


—¿Qué te ha dicho Ramiro? —abrió las manos enseguida y se mordió la lengua por la rabia que sintió cuando su madre lo nombró.


—Te vio el otro día comer con la madre, la abuela y la cuñada del... de Pedro.


—Es la segunda vez que te corriges a la hora de llamar a Pedro por su nombre. No soy tonta, mamá. Nunca lo vas a aceptar, ¿verdad? —se cruzó de brazos. En esa ocasión, no hubo lágrimas ni un nudo en la garganta. Ya no más —. ¿Por qué me has invitado a comer? ¿Sirvió de algo lo que os dije la otra noche? Dímelo, para saber a qué atenerme a partir de ahora.


—¿A partir de ahora? ¿Atenerte tú? Esto es increíble... —lanzó la servilleta al mantel—. Hace dos días, de repente —levantó las manos—, te sientas con tu padre y conmigo para decirnos que echas mucho de menos a tu hermana, que sufriste ataques de ansiedad en China y junto a una mujer que no era yo, es decir, que no era tu madre, y a miles de kilómetros de tu casa, de tu padre y de mí, durante dos años. ¡Dos años! —se inclinó—. ¿Acaso se te ha ocurrido pensar lo que significa eso para nosotros, Paula?


—Pues pensé que...


—Ah, pero ¿pensaste? —la interrumpió su madre, que se rio sin humor—. Te diré yo lo que significa lo que nos dijiste, Paula. Verás... —entrelazó los dedos en el regazo—. Resulta que mi hija se marchó nada más morirse su única hermana porque no podía seguir en su casa —recalcó—, donde todo le recordase a ella. Decide que China es la mejor opción. Cuanto más lejos, mejor, ¿cierto? —arqueó las cejas un segundo—. Y no hace más que sufrir ataques de ansiedad, pero, en lugar de regresar a Boston, a su casa, con nosotros, que somos sus padres, lo único que tiene ella y lo único que tenemos nosotros, decide alargar el viaje. Y no solo eso —agitó un dedo en el aire—, porque resulta que en Nepal, su siguiente destino, sigue sufriendo, sigue sin apoyarse en sus padres, en mí —se golpeó el pecho—, que soy tu madre, Paula. Continúas en China. Perfecto. Ahora, ponte en mi situación.
»Tu padre te sugirió el viaje, vale, pero tú aceptaste, nos alejaste de tu vida, de ti. Elegiste Shangái por Lucia, vale. Repito: aceptaste el sueño de tu hermana, pero ¿qué nos hiciste a nosotros? Alejarnos de ti. Y, ¿en dos años una llamada telefónica semanal? —respiró hondo—. ¿Sabes lo que hubiera hecho una hija que de verdad quiere a su familia, una familia que siempre ha dado su vida por ella? Hubiera rechazado el viaje, el sueño de su hermana fallecida. Te fuiste en cuanto Lucia se murió, Paula —se levantó—. Y casi cuatro años más tarde, de repente, sientes que tienes que contarnos lo mal que lo pasaste. Hace casi cuatro años, tu padre y yo perdimos a dos hijas, no solo a una, porque la que estaba viva se marchó lejos de nosotros cuando más la necesitábamos. Luego, a los pocos meses de volver de la condenada China, estuviste un año y medio en coma. Y, cuando despiertas, cuando por fin recupero a la hija que me queda —entornó los ojos—, un maldito niño que se cree un hombre me la arrebata de mi lado y, lo peor de todo, es que mi hija se lo permite. De nuevo, mi hija se aleja de nuestro lado, del mío —se limpió a manotazos las lágrimas que comenzó a derramar.
»Esto no es por Ramiro, ni siquiera por Pedro. Esto es porque me siento traicionada, Paula. Me duele, me duele mucho... —tragó—. Me duele escuchar que quedas con Catalina. Me duele verte tan feliz con otra madre que no soy yo, con otra familia que no somos tu padre y yo. Me duele saber que en quien te has apoyado desde el principio ha sido en Pedro, un hombre a quien conoces desde hace un par de meses, no en tu padre o en mí —inhaló una bocanada de aire—. Ahora soy yo quien necesita tiempo para aceptar, Paula. Tú lo necesitaste cuando murió Lucia y yo lo asumí porque no tenía otra opción. Se invierten los papeles —y se fue.


Paula sacó varios billetes de la cartera para pagar y salió del local. Se dirigió al loft y se tumbó en la cama vacía. Tenía que comprar sábanas, por si acaso alguna noche dormían allí. Su refugio, como el estanque de Los Hamptons...


Los del taller la telefonearon para avisarla de que le devolvían el coche.


Los esperó. Le entregaron la llave y le ofrecieron una hoja para que la firmase.


—Lo pagará Ramiro Anderson —les dijo, seria—. Les daré sus datos para que puedan localizarlo.


Y eso hizo. Solo faltaba que encima tuviera que pagarlo ella...


Regresó al apartamento, al colchón. Se descalzó y cogió el iPhone rosa. Le escribió un mensaje a su niño preferido:
P: Te necesito...