sábado, 8 de febrero de 2020
CAPITULO 153 (TERCERA HISTORIA)
Un rato después, desnudos, con las piernas enredadas y arrullándose mutuamente en la cama, distraídos, charlaban sobre la que sería su nueva vida.
—¿Hacemos las maletas hoy? —preguntó Paula.
—Sí. Y nos vamos mañana. ¿Quieres que siga de vacaciones? Todavía tengo dos meses y medio. No volveré al hospital hasta que terminemos tu mudanza, ¿vale?
Paula sonrió.
—Bonita... —murmuró Pedro, encandilado—. Me encanta tu sonrisa cuando estás relajada.
—¿Solo cuando estoy relajada? —fingió enfadarse, frunciendo el ceño.
—No, pero esa es mi favorita —pellizcó su nariz.
Ella se rio.
—Pues hacemos la mudanza pasado mañana —concluyó Paula, posando una mano en el corazón de Pedro—. Me gustaría acercarme a mi casa mañana, ¿te importa? Así hablo con Adela y le cuento los nuevos planes. Es mi casera.
—¿Y con tus padres? —pronunció él con delicadeza.
—Mañana no —su expresión se tornó grave—. Quiero hablar primero con Ramiro.
—¡¿Qué?! —se incorporó de un salto—. Ni se te ocurra.
—Tengo que hacerlo, Pedro —se levantó—. Entiende que la culpa de todo esto es suya. Tengo que frenarlo. Y enfrentarlo.
—¿Y cómo piensas hacerlo? La última vez que estuvisteis a solas, casi te... —se mordió la lengua—. Iré contigo.
—No.
—Entonces, me esconderé para que no me vea. Hablarás con él en el loft, pero yo estaré allí sin que Ramiro lo sepa. O lo haces a mi modo o no lo harás. Lo siento, pero no me voy a arriesgar a que te haga daño otra vez.
Paula lo abrazó y lo besó en la mejilla.
—Siempre juntos, doctor Pedro.
Pedro no lo aprobaba. Quería a Anderson lejos, ¡muy lejos!, de ella. Sin embargo, Paula estaba en lo cierto. Había que desenmascarar a Ramiro, pero, si ella no estaba dispuesta a contarles a sus padres la clase de persona que era él, ¿cómo destapaban al verdadero Anderson?
CAPITULO 152 (TERCERA HISTORIA)
A la mañana siguiente, se despertó solo en la cama.
Escuchó la ducha. Se metió en el baño y se desnudó. Al traspasar el tabique, sintió un pinchazo en el pecho al descubrirla sentada debajo de la cascada, rodeándose las piernas flexionadas y con la cabeza recostada en las rodillas.
—Hola —le dijo Pedro al oído, acomodándose detrás de ella y abrazándola con el cuerpo.
El agua salía fría. Sus labios estaban pálidos. Él apagó el grifo y tiró de la toalla que colgaba de la mampara. La tapó, la colocó en su regazo y la frotó con cuidado y cariño para secarla.
—Hola, doctor Pedro.
—Creo que deberíamos volver a Boston —le sugirió Pedro, besándole la mejilla—. Y, si quieres, podemos empezar a organizar tu escuela de yoga.
Paula lo miró y rozó sus labios con las yemas de los dedos.
—Juntos —le aclaró ella—. Siempre juntos.
—El uno para el otro.
Se besaron despacio. Se estremecieron.
—Perdóname por haberte rechazado, por favor... Fui una tonta... Nunca más. Te lo prometo. Te amo con toda mi alma...
Él la tomó por la nuca y la besó de nuevo, más hambriento, más exigente.
—Necesito que me lo demuestres... ahora mismo.
Ella gimió, se quitó la toalla y se sentó a horcajadas.
Al notar la suavidad de su piel contra la suya, Pedro se mareó un par de segundos. Se levantó con esfuerzo y se dirigió a la cama. Se sentó con Paula encima, que lo envolvió con las piernas y con los brazos, temblando e inhalando aire de manera entrecortada por el anhelo que compartían. Se besaron sin prisas. Él consumió su boca, sujetándola por las nalgas, aplastándolas en cada embestida de su lengua. La enredó con la suya. Gruñó. Pegó su latente intimidad a su palpitante erección.
—Pedro... Ay, Dios... —jadeó ella, entre besos impúdicos.
Sí, impúdicos, porque esa muñeca se desató.
Se meció, restregándose sin pudor, columpiándose. Y lo besaba con desazón, buscando más y más placer.
Adoró cómo bailaba sobre él... Y cómo lo besaba... de forma incansable... cómo lo sostenía por el cuello para impedirle escapar... Jamás lo habían besado así. Y jamás había experimentado tal viveza en un beso, tal lujuria y tal frustración a la par.
Pedro subió las manos por su espalda, le recogió el pelo en dos puños y tiró. Paula gritó, abriendo más la boca y curvándose, por completo perdida en la pasión. Y descendió sus manos hacia su erección...
—¡Joder! —exclamó él, sobresaltado.
Ella sonrió, provocadora, lo empujó para que se tumbara y comenzó a besarlo en el cuello. Mordisqueó su oreja.
—Quiero... aprender... más... doctor... Pedro... —arrastró las palabras a medida que le inundaba de besos por la clavícula.
—Pau...
Paula bajó por sus pectorales, que lamió y chupó con veneración. Y continuó por las ondulaciones de su abdomen.
Esto es la gloria... No existe nadie como ella...
—Eres perfecto... —gimió su muñeca, mimándolo con los dedos, besando cada relieve—. Me encanta tu cuerpo, doctor Pedro... Es... impresionante... como tú...
Pedro se apoyaba en los codos porque quería verla. Casi no respiraba.
Observaba a aquella increíble mujer, desnuda frente a él, moviendo el trasero y contoneando las caderas, estimulándolo todavía más sin darse cuenta, el ritmo al que se deslizaba por su anatomía para besarlo, para succionar su piel, para perturbarlo de infinito placer...
Paula siguió hacia la cadera, balanceando sus deliciosos senos en su ingle contraria, luego en su entrepierna... Pedro gimió con agonía.
—Voy a devolverte todos los besos que te he negado, todos... —le susurró ella en un tono eróticamente suave—. Pero... —se ruborizó, poniéndose, de pronto, muy nerviosa—. Tendrás que enseñarme.
A él lo inundó la ternura. Se sentó y la besó en la cara, dulce y amoroso. La besó en el flequillo. La besó en los párpados. La besó en la nariz. La besó en las comisuras de los labios. La besó en las mejillas sonrosadas. La besó en la mandíbula. La besó en la boca... Y ella, al fin, se olvidó de la vergüenza que la asaltaba y se rindió a lo inevitable.
—Doctor Pedro... —sollozó, empujándolo de nuevo—. Enséñame a ser tu mujer...
Pedro sufrió una parada irreversible en el corazón.
—No tengo que enseñarte, Pau —le acarició el rostro con ambas manos —. Ya eres mi mujer. Ven aquí —la cogió por las axilas y la atrajo hacia su boca.
Pero Paula huyó de sus labios para posar los propios en su cuello y retomar el ardiente sendero hacia abajo. Y no se detuvo hasta apresar lo que tanto querían los dos...
—Joder... —siseó él cuando ella depositó un casto beso en su erección.
La cabeza de Pedro aterrizó en el colchón, de golpe, al igual que sus brazos, laxos. Sin embargo, no se relajó, sino que se asfixió, porque Paula, curiosa, comenzó a rozarlo con los dedos mientras lo besaba cada segundo con mayor confianza.
—Paula... Tú sí que eres... perfecta...
Poco a poco, despacio al principio, ella lo besó solo con los labios.
Después, los entreabrió y recorrió su erección entera con ellos. Y, al tocarlo con la punta de la lengua... él aulló, estremecido. Le pareció escuchar una risita, pero sus sentidos no respondían, así que cerró los ojos y se dejó torturar. Era una sensación inigualable...
Y su leona blanca lo internó en su escandalosa boca, jugando con la lengua, emitiendo ruiditos agudos que demostraban que no solo le gustaba a Pedro...
Y aquel descubrimiento lo llenó de satisfacción.
Y cuando le rozó con los dientes...
—¡Basta! —rugió él, un segundo antes de alzarla por los brazos.
La tumbó en la cama, se colocó de rodillas, la sujetó por el trasero y la atrajo hacia él de un impulso para enterrarse en ella de manera brutal. No podía ni quería ir despacio. Tampoco suave. En ese momento, necesitaba transmitirle cuánto la deseaba y de qué forma... Grosero y borde. Un completo animal.
Paula gritó. Se agarró al borde del lecho, por encima de su cabeza. Las salvajes embestidas le arrancaban alaridos de placer. Sus senos chocando entre ellos por los impetuosos vaivenes... su rostro crispado por la necesidad de liberación... su entrega apasionada... sus luceros suplicando más... y más...
Pedro no resistió un instante más, se inclinó, entrelazando las manos con las suyas.
—El uno... —empezó él.
—Para el otro... —finalizó ella.
Y la besó.
Y su infierno particular los recibió con los brazos abiertos para que pudieran consumirse, al fin, por el fuego eterno...
¿Cielo? Casi nunca. ¿Infierno? Casi siempre.
CAPITULO 151 (TERCERA HISTORIA)
Pedro observó a su familia, que contemplaban a Paula con gravedad, enfado e indignación. Su abuela le indicó que se la llevara. Él la cogió en vilo y caminó deprisa hacia la mansión. No se detuvo hasta entrar en el pabellón.
La tumbó en la cama. Ella se giró, de espaldas a él, y cerró los ojos.
—Quédate conmigo... —le susurró Pedro, sentándose y acariciando su cadera—. No huyas de mí, por favor...
—Amaba a mi hermana como a nadie —su tono de voz estaba roto por el dolor—. Me marché por Lucia, porque sentía que debía realizar su sueño, un sueño que la vida le robó siendo demasiado pequeña... —ahogó un sollozo—. La mañana que nos vinimos a Los Hamptons, cuando discutí con mi madre por teléfono en la cocina de tu apartamento, me lo dijo... que los abandoné cuando más me necesitaban... Me dijo que Ramiro sí estuvo a su lado, no yo... Por eso no podía mirarte ese día, Pedro... Por eso le dije a Daniela al llegar que éramos amigos... Me avergüenzo de mí misma... —tiritó—. Mi madre tiene razón... Soy una egoísta, una cobarde, incluso una mala novia que te niega un beso por miedo... Soy una mala persona...
—¡No! —la levantó y la zarandeó—. No vuelvas a decir algo así. Jamás.
—¡Es cierto!
—No, Paula. No abandonaste a nadie. Y tú me contaste que fue tu padre quien te dio la idea de viajar. No voy a consentir que te culpes, incluso que tu madre te culpe, por algo que no has hecho —le acarició el rostro, limpiándole las lágrimas. Sonrió con ternura—. Eres todo bondad, Pau, todo bondad... — la envolvió con fuerza entre sus brazos, en un vano intento por desvanecer su sufrimiento.
Paula lloró, histérica. Descargó la amargura que había regresado a su vida, esa amargura y esa desgracia que experimentó al fallecer Lucia.
¿Qué madre era capaz de provocar tal situación? ¿Qué madre era capaz de recurrir al maltrato psicológico para recuperar a su hija?
No. No la estaba recuperando.
Y no podían continuar así. Pedro tenía que actuar, aunque fuera a escondidas de Paula. Debía hablar con Karen.
—¿Por qué no me lo has contado? —quiso saber Pedro—. ¿Por qué no te has apoyado en mí? ¿Por qué nunca me has dicho lo que te gritaba tu madre, Pau?
—Porque no hubieras podido hacer nada... Mi madre tiene razón. No tenía que haberme ido. Perdieron a Lucia y yo salí corriendo en dirección contraria.
—Tú también perdiste a Lucia. Cada persona se enfrenta a la pérdida de forma diferente, y no por ello somos cobardes, egoístas o débiles —suspiró y la besó en la cabeza—. Tienes que hablar con tus padres y contarles todo: tu viaje a China, lo mal que lo pasaste en Shangái, tu ataque de ansiedad en el aeropuerto de Nepal, la anciana que te cuidó... Tus padres se merecen saberlo. Y lo que intentó Anderson.
—Lo de Ramiro, no —se asustó.
—¿Por qué no? —arrugó la frente—. Tu madre tiene que saber qué clase de hombre es Anderson, y más si está tan manipulada por él como acabo de ver.
Ella sufrió un escalofrío.
—No me creerá...
—Inténtalo, Pau. Confía en ellos. Al menos, piénsatelo —la besó de nuevo.
Paula se durmió entre lágrimas.
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