domingo, 6 de octubre de 2019
CAPITULO 92 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro recogió a Paula a las diez de la mañana, después de recibir su mensaje de buenos días. No utilizó la moto, el trayecto era corto y le apetecía caminar con ella. Hacía mucho frío, las aceras estaban cubiertas de nieve, pero el sol asomaba entre las pocas nubes que poblaban el cielo. Era sábado, quedaban menos de dos semanas para Navidad y las calles estaban atestabas de familias y niños que disfrutaban de las inminentes fiestas.
—¡Hola! —lo saludó ella con una sonrisa radiante al salir del portal.
El estómago de Pedro se revolucionó, y el resto de su cuerpo. Estaba preciosa con vaqueros pitillo, sus características Converse turquesa y un jersey de cuello vuelto en color crema, ajustado hasta las caderas. Llevaba una boina de delicada lana, a juego con el suéter y la bufanda, caída hacia la izquierda, permitiendo así que se entrevieran algunos mechones pelirrojos en la frente, y una chaqueta de estilo roquero, azul oscuro y forrada en el interior.
No iba maquillada, excepto por un sutil brillo en sus deliciosos labios; a él le encantó, así, las pecas estaban visibles para su propio placer, y tampoco le hacía falta más, su rostro era tan bonito que cualquier pintura lo ensombrecería.
—Hola, nena —respondió, ronco.
Le quitó el bolso de piel marrón que contenía su equipaje de dos días y entrelazó una mano con la suya. No pudo evitarlo, necesitaba tocarla, aunque fuera a través de los guantes.
Su novia se ruborizó, agachando la cabeza. Él le dio un ligero apretón.
—¿Te apetece hacer algo especial? —quiso saber Pedro.
—En realidad, todavía no tengo los regalos de Navidad.
—¿Quieres ir de compras? —la observó, cautivado—. Conozco el lugar perfecto.
Ella se detuvo, seria.
—Yo no tengo tu poder adquisitivo —se soltó y frunció el ceño—, así que no quiero ir a las tiendas caras a las que estás acostumbrado. Mejor elijo yo el sitio.
Me la comería ahora mismo...
—Tienes cierta tendencia a juzgarme siempre de primeras, ¿lo sabías? —se inclinó él, ocultando una risita—. ¿Cómo estás tan segura de que voy a llevarte a tiendas caras? Solo te he dicho que conozco el lugar perfecto.
—¿Ah, no? —ladeó la cabeza, mordiéndose el labio inferior.
Eres adorable...
Se contuvo con un esfuerzo sobrehumano para no cargarla sobre el hombro y correr hacia su casa, de donde no la permitiría salir, al menos, durante dos días.
—No —sonrió Pedro—. Dejamos esto en mi casa —levantó el equipaje— y te llevo al sitio que he pensado, ¿de acuerdo? —añadió con fingida arrogancia.
Paula se echó a reír y asintió, así que dejaron la maleta en el apartamento de los tres mosqueteros y se marcharon a disfrutar de un día de compras navideñas.
Pedro estaba convencido de que ella se enamoraría del sitio adonde iban, como le había sucedido a él unos meses atrás, cuando había descubierto un callejón muy bonito en su barrio, invisible para los que no lo conocieran. La entrada estaba al final de una calle estrecha.
Parecía una vivienda, se accedía al lugar a través de una puerta de madera vieja, que, a su vez, conducía a un coqueto jardín.
—Se llama La fábrica de sueños —le susurró Pedro.
Anduvieron despacio por un sendero de gravilla blanca, admirando las flores de distintos colores plantadas a ambos lados, que separaban el césped verde intenso de las piedrecitas blancas. Alcanzaron una verja baja, también de madera. Él abrió la portezuela y giraron a la derecha.
—¡Oh! —exclamó ella, cubriéndose la boca con las manos.
Pedro ocultó el regocijo que le produjo el gesto, aunque, en su interior, respiró aliviado.
Ese callejón era un mundo mágico. La madreselva poblaba las fachadas de los establecimientos, todos ellos con toldos, cada uno de un color: amarillo, rojo, verde, azul, blanco, naranja, rosa... Las tiendas eran pequeñas, de madera oscura y decoradas con motivos navideños; entre las puertas y los escaparates habían colocado abetos de tamaño mediano con diminutas luces blancas.
El callejón era largo, estrecho en el inicio, pero se iba ampliando hacia el final, y habían dispuesto una alfombra roja a modo de camino.
Varios niños jugaban en torno a un tiovivo que existía al fondo, justo al lado de un alto árbol de Navidad, donde un Papá Noel sentado en un trono, escuchaba a los pequeños pedirle regalos. Además, unos altavoces colgados emitían villancicos alegres y algunos niños brincaban al ritmo, dichosos y felices.
—Aquí se puede comprar de todo: ropa, comida, juguetes, complementos, zapatos, disfraces... Hay dos sitios para comer, uno de ellos es de dulces. Y el diez por ciento de cada compra que se hace está destinado a caridad —le explicó él.
—Es increíble... —se acercó a uno de los establecimientos—. ¡Mira qué bola tan bonita! —apoyó las manos en el cristal y contempló una bola de nieve con movimiento.
—¿Te gustan las bolas de nieve? —se interesó, sonriendo.
—Mi padre las coleccionaba. Llegó a tener cuarenta y dos. Viajaba mucho por trabajo: impartía seminarios de pediatría por todo el país. Siempre se compraba una bola de nieve en cada sitio que visitaba.
A Pedro le costó muchísimo permanecer mudo...
¿Impartía seminarios? Eso hacía Samuel Alfonso por ser el director del Boston Children’s Hospital. El padre de Paula no era un pediatra más.
¿Quién eres, Paula?
Pero no quería estropear el fin de semana y, si comenzaba el interrogatorio, ella se asustaría y huiría en dirección contraria.
—Ya ves —le dijo él, pegándose a su espalda— que no te he traído a tiendas caras.
Su novia se giró y quedó atrapada entre el escaparate y su cuerpo. Pedro empujó sutilmente sus caderas hacia las de ella, y no resultó complicado el movimiento porque había mucha gente.
—Estamos en plena calle —le susurró Paula, mirándolo con los labios entreabiertos, las mejillas y la nariz coloradas, no solo por el frío...
—Lo sé —se inclinó despacio hacia su oído—. No voy a besarte, porque nuestros besos son...
—Solo tú y yo.
—Exacto —la miró, embrujado—, pero no puedo evitar tocarte, aunque sea a través de la ropa.
—¿Ni siquiera me abrazarás? ¿Eso también es solo entre tú y yo? — inquirió ella en tono triste, incluso sus gemas turquesas se abatieron en las terminaciones.
Él frunció el ceño. Siempre había odiado las demostraciones cariñosas en público, pero, últimamente, en concreto desde que se habían besado por primera vez, se estaba descubriendo a sí mismo. La había cogido de la mano en más de una ocasión, eso sin contar con la cariñosa actitud que habían mantenido en el bar del hotel Four Seasons el mes pasado, o el apasionado beso que habían protagonizado en los muelles la semana anterior. No obstante, Pedro se contenía siempre que estaba con Paula para no acariciarla.
—¿Quieres que te abrace? —quiso saber Pedro, con el pecho cerrado en un puño.
—No importa... —lo rodeó y se dirigió a una nueva tienda.
—Sí importa —la agarró del brazo y la detuvo antes de entrar—. ¿Qué te pasa?
—Nada —desvió los ojos—. Es solo que... Déjalo —hizo ademán de separarse.
Él no se lo permitió, sino que la arrastró lejos de la alfombra roja.
—Dímelo —la soltó y la miró expectante.
—Siempre quiero abrazarte, o besarte... —murmuró, apoyándose en la pared y retorciendo los dedos en el regazo—, o hacerte alguna broma —clavó la mirada en el suelo—, no sé... —se encogió de hombros—. Me gustaría tener
la libertad de darte un beso o acariciarte, sin pensar que te vaya a sentar mal o que te vayas a enfadar. Yo nunca he estado con nadie, de hecho, no sé qué somos, o qué esperas de esto, o cómo tengo que actuar... Ayer dijiste que éramos novios, pero... —suspiró, entrecortada—. Lo único que sé es que, si pudiera —alzó la barbilla y lo observó, más ruborizada que antes—, estaría siempre colgada de tu cuello porque... —se mordió el labio un instante—, porque cada día me gusta más estar contigo... —giró el rostro, avergonzada—. Cada día me gustas más, Pedro...
—¿Un pastelito de arándanos? —los interrumpió una dependienta que llevaba una bandeja con dulces.
—Gracias —dijo Paula, que tomó uno y escapó de allí.
CAPITULO 91 (PRIMERA HISTORIA)
Cenó con Sara en el salón.
—¿Qué tal anoche? —se interesó su abuela.
—Bien —se ruborizó—. Cenamos y vimos una película.
—¿Cuál? Yo también vi una.
La mejor película de mi vida...
—Pues... —Paula tragó saliva—. No sé, una que echaban en la tele —se encogió de hombros y bebió agua.
—Ya —contestó su abuela, seca—. Es la primera vez que has dormido fuera de casa. Ese chico tiene que ser especial.
—¿Qué? —exclamó ella, horrorizada, escupiendo el agua.
—Y el pañuelo que llevas en el cuello es porque tienes frío —hablaba con total tranquilidad—. Por eso, tus pijamas son camisones de tirantes y seda. Paula —la miró con las celas alzadas—, que tengo setenta y cuatro años, soy vieja, pero no tonta.
—Abuela...
—Tráelo un día a cenar —le hincó el diente al pescado—. Me refiero a tu novio, no a Manuel.
—Pero... Dormí en casa de Manuel, no te he mentido en eso.
—Lo sé, dormiste en su casa, pero no con él, ¿me equivoco? —su prominente nariz se frunció.
Paula desorbitó los ojos.
—Ay, cariño... —suspiró su abuela, que se recostó en el sofá y la rodeó por los hombros—. Llevas enamorada del doctor Alfonso desde que empezaste a trabajar los jueves en el General.
Paula también suspiró.
—Tus lágrimas eran de amor —le confirmó Sara, acariciándole los cabellos con ternura—. No es que me alegre por verte llorar, pero la última vez que lloraste fue hace mucho tiempo, pero mucho. En realidad, hace demasiado tiempo —enfatizó— que no te veía, cielo. Has estado, hasta hace ocho meses, escondida —la apretó entre sus brazos—. Ya era hora de verte, tesoro —la acunó como si fuera una niña—, te he echado de menos...
—Abuela... —sollozó, temblando por los recuerdos.
—Ya, cariño, ya... —le besó la cabeza—. Aunque seguirás siendo siempre mi niña pequeña, entiendo perfectamente que tengas tu propia vida. Debes salir y divertirte. Eso sí —añadió, seria—, con cuidado y tomando precauciones.
—¡Abuela! —se levantó de un salto, avergonzada—. ¿Cómo se te ocurre decirme algo así? Además, ya sabes que tomo la píldora... —se acaloró en exceso, tanto, que se quitó el pañuelo de un tirón.
—La píldora no es cien por cien segura. ¿Ya has hablado de eso con el doctor Alfonso? —frunció el ceño—. Por cierto, se llama Pedro, ¿no?
—¿Cómo lo sabes? Alfonso nunca ha hablado de él contigo.
—Pero tú, sí —señaló su abuela, sonriendo—. ¿No sabías que hablas en sueños? —preguntó, retórica, antes de recoger las dos bandejas y dirigirse a la cocina—. Invítalo a cenar, quiero conocerlo y regañarlo —fingió enojo—, por tanto como te ha hecho llorar.
Paula meneó la cabeza, incrédula por la actitud tan abierta y alocada de Sara.
—Abuela... —titubeó, acercándose a la barra—. ¿Te molestaría si te dejo sola el fin de semana?
Sara se giró, mientras fregaba en la pila, y amplió su sonrisa.
—Por supuesto que no, cariño, pero —levantó una mano enjabonada en el aire—, quiero una partida de Monopoly esta noche, para compensarme.
—Pero —arrugó la frente, pensativa— si no jugamos al Monopoly desde hace...
—Ocho meses, tesoro, ocho meses...
Paula sonrió, mordiéndose el labio inferior.
Esa noche, después de jugar al Monopoly y comer palomitas de colores bien dulces, después de que Sara la desplumara con una habilidad increíble, Paula se tumbó en la cama, a oscuras, solo iluminada por las luces nocturnas de la ciudad que se filtraban a través de la cortina de la ventana. Tenía un mensaje de Pedro en el móvil de hacía cinco minutos.
Pedro: Mi cama no es la misma sin ti.
Paula: Yo también echo de menos tu cama... Dale un beso de mi parte.
Pedro: ¿Solo a mi cama? Qué cruel eres...
Paula: ¿Tú quieres un beso?
Pedro: Sí. Dámelo.
Paula: Mañana...
Pedro: ¿Por qué no ahora? Durmiendo no estás, aunque tengas la luz apagada.
Se asomó por un lateral de la cortina para no descubrirse. Y lo vio. Pedro estaba escondido entre los árboles de la acera de enfrente. Ahogó un gritito de júbilo.
Paula: ¡Estás aquí!
Pedro: He salido a correr porque cierta bruja no dejaba tranquilos mis pensamientos.
Paula: ¿Sales a correr a la una de la madrugada? No me extraña que tengas el cuerpo que tienes...
Pedro: ¿Te gustaría morderlo? Me presento voluntario...
Ella soltó una carcajada, entre afectada y divertida. Se bajó de la cama y sacó del armario una rebeca gruesa, larga y de lana, que se anudó con el cinturón de la misma. Se colocó unas botas planas, viejas y forradas de borrego.
Salió con sigilo de la habitación. Su abuela ya dormía, a juzgar por los suaves ronquidos que oía desde el pasillo. Cerró su cuarto con cuidado de no despertarla y después, la puerta principal.
Con las llaves colgando en una mano y el móvil en la otra, saltó los peldaños de las escaleras.
Estuvo a punto de caerse de bruces por los nervios. Su corazón estaba galopando, pero, en cuanto pisó la acera, comenzó a ralentizarse.
Cruzó la calle corriendo.
Pedro acudió a su encuentro y la alzó por la cintura. La llevó a los árboles, quedando ocultos de miradas curiosas. La apoyó en un tronco y la besó. Paula gimió, abrazándolo con fuerza por el cuello, correspondiéndolo hambrienta. Él jadeó y la levantó por el trasero, apretándoselo sin piedad. Ella lo ciñó con las piernas, resoplando por notarlo tan excitado. ¡Estaban locos!
—Pedro... estamos... en plena... calle... —le dijo con dificultad, mientras su doctor Alfonso la mordía en el cuello.
Desde esa posición, la gente solo veía una silueta negra que se movía hacia delante y hacia atrás, era más que obvio lo que sucedía...
—Joder... —profirió él, de pronto, bajándola al suelo. Le desanudó el cinturón e introdujo una mano temblorosa—. ¿Qué llevas puesto, por el amor de Dios? —contempló, con deseo, el camisón—. Ay, Paula... —aulló, atrayéndola hacia su temblorosa anatomía—. Vas a matarme un día, lo sé.
Paula se rio, pero solo un segundo, al siguiente, Pedro se apoderó de su boca y de su cuerpo... Ella lo agarró por la sudadera y le devolvió el beso entre agudos e irregulares gemidos. Descendió a su prieto trasero y se arqueó, buscando lo que nadie, excepto él, podía darle...
—Basta —se separó él, de golpe—. Necesito unos minutos —le ató el cinturón y se frotó la cara para espabilarse—. Me voy, como siga aquí... ¡Joder! —la agarró del brazo y la metió en el portal—. En cuanto te despiertes, me avisas y vengo a buscarte —le ordenó su, adorablemente gruñón, doctor Alfonso—. No voy a poder esperar un segundo más —la atrajo hacia su cuerpo con fuerza y la besó, rápido y cruel.
Y se fue.
CAPITULO 90 (PRIMERA HISTORIA)
Paula admiraba su increíble autocontrol, incluso lo envidiaba. Ella era incapaz... Se sujetaba a los brazos de la silla con tanta fuerza que sus nudillos se habían vuelto blancos.
—Pedro... —sollozó, moviéndose contra su entrepierna.
Los ojos grises de su doctor Alfonso resplandecieron.
—No trabajes este fin de semana —le rogó él, retirando la mano para estirarle el vestido—. Vente a mi casa. Mis hermanos tienen guardia hasta el lunes —posó las manos en sus muslos y las deslizó arriba y abajo, arrugándole la ropa adrede—. Estaremos solos.
Aquellas caricias eran sensuales, pero también suaves, la deseaba y la respetaba al mismo tiempo.
—Hablaré con Stela después de la conferencia —le respondió Pau, asintiendo.
Se observaron un eterno momento sin pestañear.
—Deberíamos irnos ya —siseó Pedro, acortando la escasa distancia.
—Sí... —emitió en un suspiro irregular. Su corazón se ralentizó.
El tiempo se congeló.
Y se devoraron...
Paula se giró rápidamente para poder acceder mejor a sus labios, colgando las piernas en uno de los brazos del asiento. Él la atrapó por las nalgas, estrujándoselas con violencia. Se enloquecieron. Se besaron con angustia, emitiendo ruiditos de frustración. La fiebre de la pasión volvió a poseerlos, haciéndoles mecerse sin rumbo. Eso no era un beso, era más, muchísimo más... Se embistieron con la lengua como si no tuvieran suficiente, porque, en realidad, jamás se saciarían...
Pero la enfermera Moore golpeó la puerta, rompiendo el hechizo.
Se detuvieron de golpe. Cada uno sujetaba la cabeza del otro e inhalaban aire como dos salvajes.
—¿Doctor Alfonso? —dijo Rocio, detrás de la madera—. Ya están todos.
Pedro parpadeó y se aclaró la voz:
—Enseguida vamos.
La enfermera se fue, oyeron sus pasos alejarse.
Paula se incorporó, despacio porque estaba mareada. Él la imitó, se ajustó el nudo de la corbata y se colocó la chaqueta, que sacó de una de las tres taquillas. Ella se enroscó la bufanda, con doble vuelta, y dio un tirón, sin querer, al verlo tan sumamente guapo en su traje gris oscuro de tres piezas.
—¿Tienes frío? —preguntó el muy tunante, ocultando una sonrisa.
Paula alzó la ceja, fingiendo indiferencia, cogió el bolso, el abrigo y el gorro y salieron al pasillo.
Su travieso doctor Alfonso le pellizcó el trasero
antes de entrar en la sala.
—¡Ay! —se quejó, frotándose la nalga afectada.
Pedro, al pasar por su lado, le acarició la zona dolorida con las yemas de los dedos. Las mejillas de ella ardieron.
Y la conferencia empezó.
Y resultó un suplicio...
En las anteriores, el doctor Alfonso se había mantenido bien alejado de Paula, pero esa vez, no; permaneció pegado a ella como si se tratase de una lapa. Y le tocó el trasero con disimulo en infinidad de ocasiones. Paula se levantaba de un salto cuando aquello ocurría, su voz se tornaba más aguda y perdía el hilo de sus pensamientos, lo que provocaba que los presentes se rieran.
Vaya ridículo...
Los aplausos y los vítores llenaron el espacio al finalizar el seminario.
Todos se acercaron a la pareja para felicitarlos por las conferencias, incluso les solicitaron que organizaran más.
Los hermanos Alfonso se les unieron cuando Pedro y Paula estaban recogiendo los apuntes. La sala comenzaba a vaciarse.
—Llevo dos horas asado de calor solo de verte con esa bufanda —le dijo Manuel, cogiéndole un extremo de la lana.
—¡No! —exclamó Pau, asustada—. Suéltala, Manuel —frunció el ceño.
Su amigo ladeó la cabeza, divertido, pero no obedeció.
—Manuel... —se impacientó ella, sujetando el otro extremo.
—¿Tienes algo que esconder? —le dio un leve tirón.
—¡No! —palideció.
Los tres mosqueteros se echaron a reír.
—Parece mentira que no me conozcas, peque —Manuel avanzó—, un no, para mí, es un sí —y en un instante se la quitó por la cabeza—. ¡Joder! ¡Menudo chupetón!
Paula le golpeó el brazo, furiosa, y le arrebató la bufanda. Su rostro estaba sufriendo el más atroz de los incendios. Observó a los otros dos, que procuraban contener las carcajadas, y su rabia creció. Se aproximó a Pedro, quien intentaba adoptar una postura seria, sin éxito.
—¿Te parece gracioso? —inquirió ella, posando los puños en la cintura—. A lo mejor, la siguiente vez soy yo quien te lo hace a ti, si es que hay una siguiente vez.
—¿Qué quieres decir? —la agarró de la muñeca, frenándola en seco—. Por supuesto que va a haber una siguiente vez —añadió, orgulloso y enfadado a partes iguales.
Las sonrisas se desvanecieron. Manuel y Bruno los contemplaron del mismo modo que la noche anterior, paralizados por la inminente discusión que se avecinaba.
—Eso será si yo quiero —retrocedió Paula, con brusquedad, y alzó el mentón, desafiante—. Me has hecho esto sin preguntarme siquiera —siseó.
—Pues bien que te gustaba cuando te estaba mordiendo —entrecerró la mirada, sonriendo con satisfacción.
—¡Oh! —se quedó boquiabierta un segundo, al igual que los hermanos Alfonso—. ¿Sabes qué? Quizá, estaba fingiendo —gesticuló con las manos— porque es evidente que tienes un problema con los dientes.
Él palideció.
—Creo que deberíamos irnos, Manuel—propuso Bruno, incómodo, sin saber dónde meterse.
—De eso nada —se negó el mediano—, yo me quedo. Esto se está poniendo interesante...
Ninguno se marchó.
—¿Qué significa eso? —le exigió Pedro, cruzado de brazos—. Y jamás te haría daño.
—No me haces daño, pero me muerdes... ¡por todas partes! —levantó las manos, descontrolada.
—Si no te gusta —acortó la distancia—, haberlo dicho, ¿o acaso no tienes boca para hablar? Porque bien que la utilizas para gritar de placer por mis mordiscos, bruja.
—¡No me llames bruja! —gritó, roja de cólera.
—¡Te llamaré como quiera! ¡Bruja! —contestó de igual modo.
—¡Que no me llames así, puñetas!
—Esa boca, Paula...
—¡Puñetas! —repitió, apretando los puños.
—Necesitas que te limpie la boca —se acercó aún más, intimidándola adrede—. ¿Lo hago a mordiscos? ¡Ah, no! Los mordiscos resulta que no te gustan, eso dices, pero gimes por ellos —ironizó y emitió una carcajada carente de humor.
Paula quiso empujarlo, pero la hierbabuena se lo impidió... El maldito aroma se filtró por sus fosas nasales. Aún así, no se calló.
—No... soy... ninguna... bruja... —pronunció con la voz contenida—. ¡Puñetas!
—Paula... Me estás agotando la paciencia —se pellizcó el puente de la nariz.
— Siempre le agoto la paciencia, doctor Alfonso.
Aquello remató a Pedro...
—¡No me llames así, joder, no soporto que te dirijas a mí como doctor Alfonso! —se revolvió el pelo.
—¡Tú a mí tampoco me llames bruja, puñetas!
—¡Es que eres mi novia, te llamaré como quiera! —la cogió por los codos.
—¡Y tú eres mi novio, así que estamos en paz! —se agarró a las solapas de su chaqueta.
Silencio.
—Pedro... —sollozó Pau, de pronto, al percatarse de lo estúpida que era la discusión—. Lo siento... —se disculpó—. Siento haberte gritado... —se le formó un nudo en la garganta.
Él expulsó aire con fuerza y la estrechó entre sus brazos.
—Yo también lo siento, nena —le susurró él, acariciándole los cabellos con infinita ternura—. ¿De verdad que no te gusta que te muerda? Siempre lo hago con mucho cuidado, te lo prometo —su voz transmitió pavor.
—Me encanta que lo hagas... —confesó ella, embobada en la belleza de ese hombre, extasiada en esos ojos grises tan penetrantes.
—Y a mí me encanta hacerlo —la tomó por la nuca y se inclinó—. Cena conmigo esta noche.
Pau se puso de puntillas, sujetándose a sus poderosos brazos.
—No puedo. Ayer no vi a mi abuela y hoy he estado con ella cinco minutos.
—Pídele a Stela dos días libres —le rozó los labios—. Y habla con tu abuela. Te quedas el fin de semana conmigo.
—Vale... —bajó los párpados.
Pedro, al fin, la besó. Fue dulce y breve, pero maravilloso... y suficiente como para abrasarla. No obstante, cuando se apartaron, ella se petrificó porque Manuel y Bruno los observaban patidifusos.
—Vosotros estáis locos —afirmó el mediano, meneando la cabeza.
Salieron los cuatro juntos. Los tres mosqueteros la acompañaron a su casa.
No hubo más arrumacos entre ella y su novio —ya oficial—, pero sí una sonrisa seductora por parte de él que la derritió.
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