domingo, 6 de octubre de 2019
CAPITULO 90 (PRIMERA HISTORIA)
Paula admiraba su increíble autocontrol, incluso lo envidiaba. Ella era incapaz... Se sujetaba a los brazos de la silla con tanta fuerza que sus nudillos se habían vuelto blancos.
—Pedro... —sollozó, moviéndose contra su entrepierna.
Los ojos grises de su doctor Alfonso resplandecieron.
—No trabajes este fin de semana —le rogó él, retirando la mano para estirarle el vestido—. Vente a mi casa. Mis hermanos tienen guardia hasta el lunes —posó las manos en sus muslos y las deslizó arriba y abajo, arrugándole la ropa adrede—. Estaremos solos.
Aquellas caricias eran sensuales, pero también suaves, la deseaba y la respetaba al mismo tiempo.
—Hablaré con Stela después de la conferencia —le respondió Pau, asintiendo.
Se observaron un eterno momento sin pestañear.
—Deberíamos irnos ya —siseó Pedro, acortando la escasa distancia.
—Sí... —emitió en un suspiro irregular. Su corazón se ralentizó.
El tiempo se congeló.
Y se devoraron...
Paula se giró rápidamente para poder acceder mejor a sus labios, colgando las piernas en uno de los brazos del asiento. Él la atrapó por las nalgas, estrujándoselas con violencia. Se enloquecieron. Se besaron con angustia, emitiendo ruiditos de frustración. La fiebre de la pasión volvió a poseerlos, haciéndoles mecerse sin rumbo. Eso no era un beso, era más, muchísimo más... Se embistieron con la lengua como si no tuvieran suficiente, porque, en realidad, jamás se saciarían...
Pero la enfermera Moore golpeó la puerta, rompiendo el hechizo.
Se detuvieron de golpe. Cada uno sujetaba la cabeza del otro e inhalaban aire como dos salvajes.
—¿Doctor Alfonso? —dijo Rocio, detrás de la madera—. Ya están todos.
Pedro parpadeó y se aclaró la voz:
—Enseguida vamos.
La enfermera se fue, oyeron sus pasos alejarse.
Paula se incorporó, despacio porque estaba mareada. Él la imitó, se ajustó el nudo de la corbata y se colocó la chaqueta, que sacó de una de las tres taquillas. Ella se enroscó la bufanda, con doble vuelta, y dio un tirón, sin querer, al verlo tan sumamente guapo en su traje gris oscuro de tres piezas.
—¿Tienes frío? —preguntó el muy tunante, ocultando una sonrisa.
Paula alzó la ceja, fingiendo indiferencia, cogió el bolso, el abrigo y el gorro y salieron al pasillo.
Su travieso doctor Alfonso le pellizcó el trasero
antes de entrar en la sala.
—¡Ay! —se quejó, frotándose la nalga afectada.
Pedro, al pasar por su lado, le acarició la zona dolorida con las yemas de los dedos. Las mejillas de ella ardieron.
Y la conferencia empezó.
Y resultó un suplicio...
En las anteriores, el doctor Alfonso se había mantenido bien alejado de Paula, pero esa vez, no; permaneció pegado a ella como si se tratase de una lapa. Y le tocó el trasero con disimulo en infinidad de ocasiones. Paula se levantaba de un salto cuando aquello ocurría, su voz se tornaba más aguda y perdía el hilo de sus pensamientos, lo que provocaba que los presentes se rieran.
Vaya ridículo...
Los aplausos y los vítores llenaron el espacio al finalizar el seminario.
Todos se acercaron a la pareja para felicitarlos por las conferencias, incluso les solicitaron que organizaran más.
Los hermanos Alfonso se les unieron cuando Pedro y Paula estaban recogiendo los apuntes. La sala comenzaba a vaciarse.
—Llevo dos horas asado de calor solo de verte con esa bufanda —le dijo Manuel, cogiéndole un extremo de la lana.
—¡No! —exclamó Pau, asustada—. Suéltala, Manuel —frunció el ceño.
Su amigo ladeó la cabeza, divertido, pero no obedeció.
—Manuel... —se impacientó ella, sujetando el otro extremo.
—¿Tienes algo que esconder? —le dio un leve tirón.
—¡No! —palideció.
Los tres mosqueteros se echaron a reír.
—Parece mentira que no me conozcas, peque —Manuel avanzó—, un no, para mí, es un sí —y en un instante se la quitó por la cabeza—. ¡Joder! ¡Menudo chupetón!
Paula le golpeó el brazo, furiosa, y le arrebató la bufanda. Su rostro estaba sufriendo el más atroz de los incendios. Observó a los otros dos, que procuraban contener las carcajadas, y su rabia creció. Se aproximó a Pedro, quien intentaba adoptar una postura seria, sin éxito.
—¿Te parece gracioso? —inquirió ella, posando los puños en la cintura—. A lo mejor, la siguiente vez soy yo quien te lo hace a ti, si es que hay una siguiente vez.
—¿Qué quieres decir? —la agarró de la muñeca, frenándola en seco—. Por supuesto que va a haber una siguiente vez —añadió, orgulloso y enfadado a partes iguales.
Las sonrisas se desvanecieron. Manuel y Bruno los contemplaron del mismo modo que la noche anterior, paralizados por la inminente discusión que se avecinaba.
—Eso será si yo quiero —retrocedió Paula, con brusquedad, y alzó el mentón, desafiante—. Me has hecho esto sin preguntarme siquiera —siseó.
—Pues bien que te gustaba cuando te estaba mordiendo —entrecerró la mirada, sonriendo con satisfacción.
—¡Oh! —se quedó boquiabierta un segundo, al igual que los hermanos Alfonso—. ¿Sabes qué? Quizá, estaba fingiendo —gesticuló con las manos— porque es evidente que tienes un problema con los dientes.
Él palideció.
—Creo que deberíamos irnos, Manuel—propuso Bruno, incómodo, sin saber dónde meterse.
—De eso nada —se negó el mediano—, yo me quedo. Esto se está poniendo interesante...
Ninguno se marchó.
—¿Qué significa eso? —le exigió Pedro, cruzado de brazos—. Y jamás te haría daño.
—No me haces daño, pero me muerdes... ¡por todas partes! —levantó las manos, descontrolada.
—Si no te gusta —acortó la distancia—, haberlo dicho, ¿o acaso no tienes boca para hablar? Porque bien que la utilizas para gritar de placer por mis mordiscos, bruja.
—¡No me llames bruja! —gritó, roja de cólera.
—¡Te llamaré como quiera! ¡Bruja! —contestó de igual modo.
—¡Que no me llames así, puñetas!
—Esa boca, Paula...
—¡Puñetas! —repitió, apretando los puños.
—Necesitas que te limpie la boca —se acercó aún más, intimidándola adrede—. ¿Lo hago a mordiscos? ¡Ah, no! Los mordiscos resulta que no te gustan, eso dices, pero gimes por ellos —ironizó y emitió una carcajada carente de humor.
Paula quiso empujarlo, pero la hierbabuena se lo impidió... El maldito aroma se filtró por sus fosas nasales. Aún así, no se calló.
—No... soy... ninguna... bruja... —pronunció con la voz contenida—. ¡Puñetas!
—Paula... Me estás agotando la paciencia —se pellizcó el puente de la nariz.
— Siempre le agoto la paciencia, doctor Alfonso.
Aquello remató a Pedro...
—¡No me llames así, joder, no soporto que te dirijas a mí como doctor Alfonso! —se revolvió el pelo.
—¡Tú a mí tampoco me llames bruja, puñetas!
—¡Es que eres mi novia, te llamaré como quiera! —la cogió por los codos.
—¡Y tú eres mi novio, así que estamos en paz! —se agarró a las solapas de su chaqueta.
Silencio.
—Pedro... —sollozó Pau, de pronto, al percatarse de lo estúpida que era la discusión—. Lo siento... —se disculpó—. Siento haberte gritado... —se le formó un nudo en la garganta.
Él expulsó aire con fuerza y la estrechó entre sus brazos.
—Yo también lo siento, nena —le susurró él, acariciándole los cabellos con infinita ternura—. ¿De verdad que no te gusta que te muerda? Siempre lo hago con mucho cuidado, te lo prometo —su voz transmitió pavor.
—Me encanta que lo hagas... —confesó ella, embobada en la belleza de ese hombre, extasiada en esos ojos grises tan penetrantes.
—Y a mí me encanta hacerlo —la tomó por la nuca y se inclinó—. Cena conmigo esta noche.
Pau se puso de puntillas, sujetándose a sus poderosos brazos.
—No puedo. Ayer no vi a mi abuela y hoy he estado con ella cinco minutos.
—Pídele a Stela dos días libres —le rozó los labios—. Y habla con tu abuela. Te quedas el fin de semana conmigo.
—Vale... —bajó los párpados.
Pedro, al fin, la besó. Fue dulce y breve, pero maravilloso... y suficiente como para abrasarla. No obstante, cuando se apartaron, ella se petrificó porque Manuel y Bruno los observaban patidifusos.
—Vosotros estáis locos —afirmó el mediano, meneando la cabeza.
Salieron los cuatro juntos. Los tres mosqueteros la acompañaron a su casa.
No hubo más arrumacos entre ella y su novio —ya oficial—, pero sí una sonrisa seductora por parte de él que la derritió.
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