domingo, 6 de octubre de 2019

CAPITULO 91 (PRIMERA HISTORIA)




Cenó con Sara en el salón.


—¿Qué tal anoche? —se interesó su abuela.


—Bien —se ruborizó—. Cenamos y vimos una película.


—¿Cuál? Yo también vi una.


La mejor película de mi vida...


—Pues... —Paula tragó saliva—. No sé, una que echaban en la tele —se encogió de hombros y bebió agua.


—Ya —contestó su abuela, seca—. Es la primera vez que has dormido fuera de casa. Ese chico tiene que ser especial.


—¿Qué? —exclamó ella, horrorizada, escupiendo el agua.


—Y el pañuelo que llevas en el cuello es porque tienes frío —hablaba con total tranquilidad—. Por eso, tus pijamas son camisones de tirantes y seda. Paula —la miró con las celas alzadas—, que tengo setenta y cuatro años, soy vieja, pero no tonta.


—Abuela...


—Tráelo un día a cenar —le hincó el diente al pescado—. Me refiero a tu novio, no a Manuel.


—Pero... Dormí en casa de Manuel, no te he mentido en eso.


—Lo sé, dormiste en su casa, pero no con él, ¿me equivoco? —su prominente nariz se frunció.


Paula desorbitó los ojos.


—Ay, cariño... —suspiró su abuela, que se recostó en el sofá y la rodeó por los hombros—. Llevas enamorada del doctor Alfonso desde que empezaste a trabajar los jueves en el General.


Paula también suspiró.


—Tus lágrimas eran de amor —le confirmó Sara, acariciándole los cabellos con ternura—. No es que me alegre por verte llorar, pero la última vez que lloraste fue hace mucho tiempo, pero mucho. En realidad, hace demasiado tiempo —enfatizó— que no te veía, cielo. Has estado, hasta hace ocho meses, escondida —la apretó entre sus brazos—. Ya era hora de verte, tesoro —la acunó como si fuera una niña—, te he echado de menos...


—Abuela... —sollozó, temblando por los recuerdos.


—Ya, cariño, ya... —le besó la cabeza—. Aunque seguirás siendo siempre mi niña pequeña, entiendo perfectamente que tengas tu propia vida. Debes salir y divertirte. Eso sí —añadió, seria—, con cuidado y tomando precauciones.


—¡Abuela! —se levantó de un salto, avergonzada—. ¿Cómo se te ocurre decirme algo así? Además, ya sabes que tomo la píldora... —se acaloró en exceso, tanto, que se quitó el pañuelo de un tirón.


—La píldora no es cien por cien segura. ¿Ya has hablado de eso con el doctor Alfonso? —frunció el ceño—. Por cierto, se llama Pedro, ¿no?


—¿Cómo lo sabes? Alfonso nunca ha hablado de él contigo.


—Pero tú, sí —señaló su abuela, sonriendo—. ¿No sabías que hablas en sueños? —preguntó, retórica, antes de recoger las dos bandejas y dirigirse a la cocina—. Invítalo a cenar, quiero conocerlo y regañarlo —fingió enojo—, por tanto como te ha hecho llorar.


Paula meneó la cabeza, incrédula por la actitud tan abierta y alocada de Sara.


—Abuela... —titubeó, acercándose a la barra—. ¿Te molestaría si te dejo sola el fin de semana?


Sara se giró, mientras fregaba en la pila, y amplió su sonrisa.


—Por supuesto que no, cariño, pero —levantó una mano enjabonada en el aire—, quiero una partida de Monopoly esta noche, para compensarme.


—Pero —arrugó la frente, pensativa— si no jugamos al Monopoly desde hace...


—Ocho meses, tesoro, ocho meses...


Paula sonrió, mordiéndose el labio inferior.


Esa noche, después de jugar al Monopoly y comer palomitas de colores bien dulces, después de que Sara la desplumara con una habilidad increíble, Paula se tumbó en la cama, a oscuras, solo iluminada por las luces nocturnas de la ciudad que se filtraban a través de la cortina de la ventana. Tenía un mensaje de Pedro en el móvil de hacía cinco minutos.


Pedro: Mi cama no es la misma sin ti.


Paula: Yo también echo de menos tu cama... Dale un beso de mi parte.


Pedro: ¿Solo a mi cama? Qué cruel eres...


Paula: ¿Tú quieres un beso?


Pedro: Sí. Dámelo.


Paula: Mañana...


Pedro: ¿Por qué no ahora? Durmiendo no estás, aunque tengas la luz apagada.


Se asomó por un lateral de la cortina para no descubrirse. Y lo vio. Pedro estaba escondido entre los árboles de la acera de enfrente. Ahogó un gritito de júbilo.


Paula: ¡Estás aquí!


Pedro: He salido a correr porque cierta bruja no dejaba tranquilos mis pensamientos.


Paula: ¿Sales a correr a la una de la madrugada? No me extraña que tengas el cuerpo que tienes...


Pedro: ¿Te gustaría morderlo? Me presento voluntario...


Ella soltó una carcajada, entre afectada y divertida. Se bajó de la cama y sacó del armario una rebeca gruesa, larga y de lana, que se anudó con el cinturón de la misma. Se colocó unas botas planas, viejas y forradas de borrego. 


Salió con sigilo de la habitación. Su abuela ya dormía, a juzgar por los suaves ronquidos que oía desde el pasillo. Cerró su cuarto con cuidado de no despertarla y después, la puerta principal. 


Con las llaves colgando en una mano y el móvil en la otra, saltó los peldaños de las escaleras. 


Estuvo a punto de caerse de bruces por los nervios. Su corazón estaba galopando, pero, en cuanto pisó la acera, comenzó a ralentizarse. 


Cruzó la calle corriendo.


Pedro acudió a su encuentro y la alzó por la cintura. La llevó a los árboles, quedando ocultos de miradas curiosas. La apoyó en un tronco y la besó. Paula gimió, abrazándolo con fuerza por el cuello, correspondiéndolo hambrienta. Él jadeó y la levantó por el trasero, apretándoselo sin piedad. Ella lo ciñó con las piernas, resoplando por notarlo tan excitado. ¡Estaban locos!


Pedro... estamos... en plena... calle... —le dijo con dificultad, mientras su doctor Alfonso la mordía en el cuello.


Desde esa posición, la gente solo veía una silueta negra que se movía hacia delante y hacia atrás, era más que obvio lo que sucedía...


—Joder... —profirió él, de pronto, bajándola al suelo. Le desanudó el cinturón e introdujo una mano temblorosa—. ¿Qué llevas puesto, por el amor de Dios? —contempló, con deseo, el camisón—. Ay, Paula... —aulló, atrayéndola hacia su temblorosa anatomía—. Vas a matarme un día, lo sé.


Paula se rio, pero solo un segundo, al siguiente, Pedro se apoderó de su boca y de su cuerpo... Ella lo agarró por la sudadera y le devolvió el beso entre agudos e irregulares gemidos. Descendió a su prieto trasero y se arqueó, buscando lo que nadie, excepto él, podía darle...


—Basta —se separó él, de golpe—. Necesito unos minutos —le ató el cinturón y se frotó la cara para espabilarse—. Me voy, como siga aquí... ¡Joder! —la agarró del brazo y la metió en el portal—. En cuanto te despiertes, me avisas y vengo a buscarte —le ordenó su, adorablemente gruñón, doctor Alfonso—. No voy a poder esperar un segundo más —la atrajo hacia su cuerpo con fuerza y la besó, rápido y cruel.


Y se fue.





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