viernes, 20 de diciembre de 2019

CAPITULO 11 (TERCERA HISTORIA)




En ese instante, Mauro se reunió con ellos.


—¿Conoces a Ramiro Anderson? —le dijo Pedro al recién llegado.


—¿Ramiro Anderson, el hijo de Hector Anderson? —respondió Mauro, sentándose en una de las sillas, estirando las piernas y cruzándolas en los tobillos.


—¿Sabes quién es?


—Claro —se encogió de hombros—. Ramiro Anderson es abogado. De mi edad, creo. Ha asistido a las galas que ha organizado la asociación de mamá, además de que nunca se ha perdido una fiesta de alto copete. No ha dejado de relacionarse con la alta sociedad, a pesar del fraude que cometió su padre hace unos años. Dicen que no es como Hector, pero... —chasqueó la lengua—. Yo creo que es un interesado, porque solo se relaciona con los de su profesión, y cuanto más poder tengan, mejor. El escándalo de su padre arruinó a la familia Anderson. A la madre de Ramiro no se la ha vuelto a ver. El banco les quitó todo: la casa —enumeró con los dedos—, el negocio de Hector, el dinero, sus numerosas propiedades, los dos barcos que tenían... Se quedaron en la calle, sin un centavo en los bolsillos, pero, aun así, Ramiro Anderson no se escondió de la alta sociedad de Boston. ¿Por qué me preguntáis por él?


—Es el prometido de Paula —anunció Pedro.


Mauro observó a Bruno, boquiabierto.


—¿Paula, tu Paula?


—Paula Chaves, no mi Paula —lo corrigió él, notando sus pómulos arder por la vergüenza.


—¡Joder! —exclamó Mauro, incorporándose—. ¡Chaves! ¡Claro! ¿El padre de Paula es abogado?


—No tengo ni idea. ¿Por qué?


—A lo mejor, es sobrina... —murmuró como si se tratase de un pensamiento en voz alta, mientras traqueteaba los dedos en la mesa.


—¿Qué pasa? —se asustó Pedro.


—¿Es que soy el único que presta atención en las fiestas de mamá? —se molestó Mauro, mirándolos a los dos con evidente enfado—. Bufete Chaves, ¿no os suena?


Tanto Manuel como Pedro negaron con la cabeza.


—Hector Anderson contrató los servicios del Bufete Chaves para que no ir a la cárcel —les explicó Mauro—, pero el propietario, Chaves, no recuerdo ahora el nombre... —meneó la mano y prosiguió—. El caso es que Chaves es uno de los mayores tiburones en los tribunales de Massachusetts. Tiene una reputación impresionante. Jamás ha perdido un juicio. Es uno de los mejores. Pues se negó a defender a Anderson por principios morales —sonrió con malicia—. Pero resulta que, tras ser Anderson condenado, Chaves fue el único que contrató a Ramiro en su bufete. Nadie quiso darle trabajo por ser el hijo de Hector Anderson, ninguno se fiaba de él. Chaves sí le dio una oportunidad.


—¿No será por casualidad... —le tembló la voz a Pedro—, Elias Chaves?


—¡Sí! ¡Elias! —lo señaló con el dedo—. Ese es su nombre.


—Es el padre de Paula... —se derrumbó en la silla de piel.


—A mí no me suena Elias Chaves de nada —comentó Pedro, levantándose —. Si es tan importante, se relacionará con la alta sociedad, ¿no?


—No —contestó Mauro, serio—. Las noticias que hay sobre él en la prensa son solo de su trabajo. Papá y mamá lo conocen por su reputación en los tribunales, nada más. Y con Ramiro, hemos coincidido en todas las galas y subastas de mamá, pero pasa desapercibido para todos menos para su círculo de abogados, fiscales, etcétera.


—¿Creéis que Ramiro se casa con ella por interés? —se atrevió a preguntar Pedro.


Silencio.


Mauro lo miró con una expresión demasiado grave y le dijo:
—Tendrás que averiguarlo, Pedro. Pero si antes Paula te ha dicho eso, y añade lo que nos acaba de contar Mauro, me huelo algo raro...


—Joder, yo, también... —se revolvió los cabellos, frustrado.


—¿De qué habláis? —quiso saber Mauro.


Pedro le relató la conversación tan extraña que había mantenido con Paula.


—Seamos sinceros, Pedro —señaló Mauro con las cejas arqueadas—, ¿te interesa Paula como mujer?


—Entre Paula y yo no puede haber nada —se giró y observó el exterior a través de la ventana—. Hay muchas razones.


—¿Cuáles son esas razones?


—En primer lugar, es la hermana de Lucia. ¿Qué clase de médico se interesa por la hermana de un paciente fallecido? Es de locos... —escupió con desagrado—. Además —se giró de nuevo y los miró con seriedad—, está prometida, ¿recordáis? —ironizó.


—¿Te sigues culpando por la muerte de Lucia? —se preocupó Pedroavanzando un paso.


—No —respondió sin dudar—. Pero es su hermana. Eso siempre supondrá un problema.


—¡Qué problema, Pedro! —se ofuscó Mauro, frunciendo el ceño—. A lo mejor, el supuesto problema te lo has montado tú solito en la cabeza. Y que yo sepa estamos en junio, no en septiembre, es decir, no se ha casado todavía. ¿Te interesa Paula, sí o no?


Él suspiró, tirándose del pelo.


—No lo sé... —agachó la cabeza—. Lo único que sé es que soy un gilipollas cuando estoy con ella. ¡Y tampoco sé por qué, joder! —alzó los brazos y los dejó caer, derrotado.


Sus dos hermanos se observaron entre ellos, sonrientes.


—¿Y no te gustaría averiguarlo? —insistió Mauro con suavidad.


Le gustaría averiguar muchas cosas de Paula, pero meterse en su compromiso era un suicidio... ¿Estaba preparado para todo lo que eso conllevaba?




CAPITULO 10 (TERCERA HISTORIA)






—¡Paula! —exclamó Manuel, sorprendido—. Me alegro de verte —la besó en la mejilla.


—Hola, Manuel—Paula le devolvió el gesto—. ¿Qué tal Rocio y Gaston?


—Muy bien. ¿Y tú?


—Bien —levantó el documento en alto—. Estoy perfecta —sonrió—. He terminado mis sesiones en el fisio y tengo que volver en diciembre para una revisión con Pedro.


Su hermano lo observó con su característico análisis escrutador.


—Rocio está en la cafetería —le dijo Manuel a ella—. Estará encantada de volver a verte.


—Claro —accedió, asintiendo—. Iré a saludarla. Espero que nos veamos pronto, Pedro.


—Yo, también, Paula —la besó como despedida.


Paula le dedicó a Pedro una sonrisa preciosa, tímida, pero preciosa... Y se fue.


Manuel se cruzó de brazos. Pedro gruñó y se sentó en su silla de piel.


—¿He interrumpido algo, Pedro? —lo pinchó adrede, apoyando las manos en el escritorio—. Te ha llamado Pedro, no doctor Pedro. ¿Qué ha cambiado?


—Se casa a finales de septiembre, así que olvida lo que estás pensando — abrió una ventana de internet y, sin darse cuenta, escribió en Google el nombre de ella—. Joder... —pronunció, atónito, al ver la cantidad de resultados que salieron de Paula Chaves.


Su hermano se colocó a su lado y observó la pantalla.


—¡Joder! —convino Manuel, tan anonadado como Pedro—. ¡Paula es famosa!


Cierto. Era famosa por ser la futura esposa de Ramiro Anderson, hijo del magnate inmobiliario Hector Anderson, un despiadado empresario que cumplía condena en prisión por fraude fiscal desde hacía cinco años.


—¿Paula está relacionada con un tío así? —bufó su hermano, robándole las palabras de la boca—, ¿la modosita de Paula?


—Retira lo que acabas de decir —lo amenazó Pedro, golpeándole el hombro.


—Perdona, joder —farfulló, frotándose la piel—. Lo he dicho sin maldad.


—No es ninguna modosita —gruñó—. Me ha puesto antes en mi lugar. Fui un grosero y me lo dijo.


Pedro soltó una carcajada.


—¿Desde cuándo grosero está en tu diccionario, Pedro? —se sentó sobre el escritorio—. Hablas igual de mal que yo.


—Desde que fui un grosero con ella —frunció el ceño.


—¡Pero si las mujeres te adoran! —suspiró de manera teatral—. ¿Qué tendrá Paula que te convierte en un... grosero? —se rio bien a gusto.


—Cállate —se levantó, furioso, apretando los puños.


—¡Vale, vale! —huyó hacia el sofá, donde se repantigó—. Ahora, dime, ¿por qué estás tan alterado?


—No sé, pero —se tocó el mentón, pensativo— creo que no se casa porque quiera casarse. Me ha hecho una pregunta muy rara, joder...


—¿Qué pregunta? —arrugó la frente.


—Me ha preguntado si alguna vez he sentido que mi vida no es mi vida, sino escenas que tengo que vivir para no defraudar a los que quiero.





CAPITULO 9 (TERCERA HISTORIA)




Hacía ya un mes de la última vez que Pedro había visto a Paula Chaves, un insoportable mes... Los peores treinta días de su vida, y no exageraba. Decían que uno debía temer más a los vivos que a los muertos. Era cierto, completamente cierto. La preocupación que había sentido cuando ella había estado en coma en nada se comparaba con lo que su interior gritaba desde que la había llevado a su casa la noche de su cumpleaños... ¡en nada!


Postrada en la cama, esos ojos verdes de leona blanca estaban cerrados, esa voz delicada y suave como un pétalo no se pronunciaba y el contacto de su lechosa piel no existía. Pero, tras despedirse de ella en Garden St, su mano aún hormigueaba, esos luceros aún lo deslumbraban y esa voz aún lo perseguía hasta en sueños.


Saber que, a diario, Paula acudía al hospital, bien a rehabilitación o bien a la consulta del psicólogo, lo incapacitaba en el trabajo, se compraba una chocolatina con almendras cada hora, su remedio para el estrés... bueno, su manía secreta, aunque no tan secreta porque Rocio se las llevaba cuando él estaba de mal humor. La pícara de su cuñada lo conocía mejor que nadie.


Si Paula Chaves no se hubiera presentado en la mansión de sus padres, Pedro no estaría en ese estado de perpetuo nerviosismo.


—¿Podemos hablar, Pedro? —le preguntó el doctor Walter, en el pasillo de su planta.


—Dime, Hernan.


Hernan Walter era un neurocirujano de reputada experiencia, de cuarenta años y divorciado. Era rubio, de ojos azules, alto y de complexión atlética.


Contaba con la fama de ser un hombre de intachable educación, responsabilidad y caballerosidad. Pedro estaba muy contento con Walter, era el mejor después de él, por eso, le había cedido el caso de Paula. No se llevaba
bien con Manuel porque a Hernan le gustaba Rocio y tonteaba con ella siempre que podía, aunque era un juego inocente porque Walter respetaba a las mujeres casadas, a pesar de los celos de su hermano.


Le entregó una carpeta marrón.


—Son los resultados de las últimas pruebas de Paula. Firmo el alta completa ahora, pero pensé que querrías verlos antes.


Pedro repasó los documentos, la analítica y las ecografías.


—¿Dónde está? —quiso saber Pedro, ansioso.


—En mi consulta. ¿Quieres darle el alta tú?


—Si no te importa, me gustaría verla.


—Claro, jefe —sonrió, palmeándole el hombro.


—Dile que venga a mi despacho.


Regresó a su despacho. Se revolvió los cabellos. Y esperó de pie, observando el exterior a través de la ventana.


Un golpe suave lo sobresaltó.


—Adelante.


La puerta se abrió y apareció su leona blanca. Pedro exhaló ese último suspiro y renació, la misma reacción de siempre...


—¿Quería verme, doctor Pedro? —se interesó Paula, en ese tono tan suave y femenino que le arrancó un tirón a su erección.


—Siéntese, por favor, señorita Chaves —le indicó una de las dos sillas que flanqueaban la mesa, frente a él. Se acomodó en la suya de piel después de ella—. ¿Cómo se encuentra? —se recostó en el respaldo y enlazó las manos en el regazo, ocultando así el bulto tan inoportuno de su entrepierna.


—He terminado hoy las sesiones con el doctor Collins —estaba erguida, aunque con naturalidad, la postura perfecta—. Me ha dicho que puedo retomar ya mis clases de yoga —no varió la seriedad de su rostro, tampoco esa condena, tristeza o amargura que transmitían sus impresionantes ojos verdes.


—¿Y el doctor Fitz? —se interesó, frunciendo el ceño.


—Seguiré con el psicólogo —agachó la cabeza un segundo y volvió a mirarlo—. Lo veré una hora cada quince días.


—¿Por qué? ¿Le ocurre algo? —aquello lo sorprendió en demasía. Se inclinó y apoyó los codos en el escritorio.


Ella se ruborizó y desvió los ojos al suelo. No respondió.


—Señorita Chaves, por favor, conteste —Pedro se controló lo indecible para no levantarse y arrodillarse a sus pies. En ese preciso instante, regresó la amargura que la hacía parecer frágil.


—Es solo que hay cosas que no comprendo y el doctor Fitz me está ayudando a aceptarlas —declaró en un hilo de voz, todavía sin alzar la barbilla.


Pedro se incorporó y le ofreció una mano. Paula aceptó el gesto. La condujo al sofá, a la izquierda. Sintió esa imperiosa necesidad de abrazarla.


—¿Qué tipo de cosas? —quiso saber Pedro, cuyas piernas rozaban las de ella, desnudas por el vestido de algodón rosa pálido que alcanzaba sus rodillas, a juego con la cinta que recogía sus cabellos en una coleta lateral, y con sus Converse.


Joder, Paula, eres preciosa... Qué suerte tiene tu novio... Qué suerte...


—El coma es... —comenzó ella, arrugando la frente—. Es raro. De vez en cuando, me vienen a la mente frases de voces que conozco, pero no imágenes, como si lo hubiera soñado —gesticuló mientras hablaba, perdida en sus pensamientos—, y no sé si es real o no. Es complicado. No puedo evitar sentirme desorientada y más si... —se detuvo de golpe—. Quiero decir que necesito más sesiones con el doctor Fitz. Debería irme, doctor Pedro —se
levantó.


Pedro parpadeó confuso ante su brusco cambio.
Algo escondes...


—Siéntese, señorita Chaves —le pidió él, a punto de enfadarse porque se marchaba y Pedro no quería que se marchara, necesitaba más tiempo—, no hemos acabado.


—Lo siento, doctor Pedro, pero...


Él se puso en pie de un salto y acortó la distancia, deteniéndose demasiado cerca de esa cara tan bonita, incapaz de no hacerlo.


—Siéntese, por favor —repitió más calmado, pero sin evitar rechinar los dientes.


Ella entornó la mirada un segundo y se sentó en el sofá. Pedro se acomodó casi pegado a su pequeño cuerpo.


—Disculpe mi franqueza, pero es usted un grosero —le soltó Paula, huyendo hacia el extremo y pasándose las manos por el vestido.


Pedro desorbitó los ojos. ¿Grosero? ¡Grosero!


—Jamás me habían llamado así —musitó él, estupefacto.


De hecho, ninguna mujer lo había insultado... 


¡Todas lo adoraban!


—Porque solo será grosero conmigo —añadió ella—. La gente habla muy bien de usted, doctor Pedro. No estoy de acuerdo. Y le pediría por favor que firme el alta para poder irme a casa, si no es mucha molestia.


Pedro la contempló, asimilando sus palabras. No había perdido la educación.


Lo había reprendido de una forma letal, y muy cortés.


Y tenía razón. Con Paula, no se reconocía. Pedro Alfonso había sido siempre un experto en mantener una postura tranquila y comedida en cualquier ocasión, en especial en situaciones problemáticas, pero con ella se convertía en un... grosero.


Quizás, sí había una leona en su interior...


Escondió una sonrisa y carraspeó.


—Perdóneme, señorita Chaves—Pedro se incorporó e introdujo la mano en el bolsillo de la bata blanca para coger su pluma estilográfica negra. Abrió la carpeta y firmó el documento correspondiente—. Tendrá que venir a una revisión dentro de seis meses. Yo mismo me encargaré de su cita —se giró y le ofreció el papel.


Paula se levantó con el ceño fruncido, estirándose la ropa en las piernas.


Caminó en su dirección sin mirarlo, aunque con el mentón bien alzado, orgullosa.


—Discúlpeme usted a mí, pero ahora mismo no puedo perdonarlo. Sería ir en contra de mis principios —se indignó.


Pedro tuvo que obligarse a no estallar en carcajadas. Sí, una leona, discreta, sincera y preciosa.


Cuando ella estiró la mano, él retiró el documento. Paula le clavó los ojos en los suyos, al fin.


—Me gustan mucho sus Converse, señorita Chaves —susurró, ronco.


—Gracias —contestó enseguida, ruborizándose—. Sus zapatos son muy bonitos, doctor Pedro.


Pedro permaneció un segundo boquiabierto hasta que rompió a reír. Ella sonrió con timidez.


—¿Siempre es tan políticamente correcta? —le entregó el papel—. No creo que mis zapatos sean de su agrado, pero le agradezco el cumplido.


—Me encantan sus zapatos —dijo de inmediato, posando las manos en los brazos cruzados de él—. De verdad que son muy bonitos —agregó,
preocupada por si no la creía.


Esos inverosímiles luceros verdes, resplandecientes, sin transmitir ninguna tristeza ahora, y el contacto a través de la ropa, fulminaron a Pedro.


—Llámame Pedro. Oficialmente, no eres mi paciente, Paula.


Ella desorbitó los ojos y retrocedió.


—Disculpe por el tuteo y por mi falta de formalidad —se excusó Pedro de inmediato ante su reacción—. No volverá a suceder, señorita Chaves.


—No, yo... —se humedeció los labios—. Será mejor que me vaya —se dirigió a la puerta—. Gracias por todo —se giró y lo miró—, Pedro.


Pedro respiró hondo al escuchar su nombre de su boca. Levantó una mano para que no saliera. Cogió una de sus tarjetas de visita; en una de ellas, escribió su móvil personal con la pluma y se la dio.


—Llámame o escríbeme para cualquier cosa. Siempre estoy disponible. Yo no he estado en coma, pero he oído muchos testimonios de mis pacientes. Todos se sienten desorientados y algunos han requerido mucho tiempo para habituarse a sus vidas. Sabré aconsejarte desde el punto de vista teórico y se me da muy bien escuchar —sonrió—. Prometo no volver a ser grosero contigo.


Paula le devolvió el gesto, aunque sin una pizca de alegría. Esa pesada imposición retornó a sus ojos, apagándolos a una velocidad espantosa. 


¿Qué demonios le sucedía?, se inquietó Pedro.


—¿Ya hay fecha de boda? —se atrevió él a preguntar, molesto porque quería una negativa como respuesta, pero sospechaba que sería lo contrario.


—Sí —asintió, seria, rodando el anillo en su dedo, le estaba grande—. Dentro de tres meses, a finales de septiembre.


—Enhorabuena —declaró con sequedad, incapaz de disimular su desagrado y su impotencia.


¡Debería darme igual si se casa o no, joder! ¡No la conozco de nada!


¡Olvídate de ella! ¡Pero ya!


—Gracias.


Pero ella no parecía una novia feliz ni ilusionada. ¿Sería esa la carga que sus ojos transmitían la mayor parte del tiempo?, ¿estaría así por la boda y no por Lucia?


—Tu prometido es un hombre con suerte —le dedicó Pedro, sonriendo, fingiendo alegría.


—¿Alguna vez...? —lo miró, entornando los ojos—. ¿Alguna vez has sentido que tu vida no es tu vida, sino una sucesión de escenas que debes vivir sin importar si quieres vivirlas o no, pero las vives por miedo a defraudar a los que te quieren?


La historia de mi vida...


Pedro frunció el ceño. ¿Era eso lo que la ocurría? ¿Acaso había aceptado el compromiso por obligación? ¿Había esperanza?


¡Pero qué esperanza! ¡Haz el favor de centrarte! ¡Deja de pecar!


—Olvida lo que he dicho —le pidió ella, sonrojada—. Menuda tontería... Ya no sé ni lo que digo... —hizo un ademán para restar importancia.


No... Aquí pasa algo...


En ese momento, alguien golpeó la puerta y entró sin esperar el permiso.


Solo podía ser una persona...