jueves, 26 de septiembre de 2019
CAPITULO 60 (PRIMERA HISTORIA)
Se anudó la pajarita negra por enésima vez. Era imposible estar más nervioso que Pedro en ese momento, a diez minutos de que el chófer de su madre pasara a recogerlos para llevarlos al hotel Liberty.
Se sentó en la cama y suspiró sonoramente.
Frotó las sudorosas manos en el edredón. Cogió el móvil de la mesita de noche y escribió un mensaje a Paula.
Pedro: Te esperaré en la entrada del gran salón, pero la próxima vez seré yo quien te recoja, y no admito negociación.
Paula: Eres un mandón.
Sonrió.
Pedro: Solo contigo...
Paula: Me gusta que seas un mandón.
Pedro: Pues no sabes lo mandón que puedo llegar a ser... Tú me inspiras.
Paula: ¿Qué te inspiro ahora?
Pedro: Cosas no aptas para tus inocentes y preciosos ojos...
Paula: Pruébame. No saldré huyendo...
Increíble... Esta mujer va a matarme... pensó, acelerado.
Pedro: ¡Ni de coña!
Paula: Si me lo dices, dejaré que me raptes un ratito durante la fiesta.
Pedro desorbitó los ojos.
Pedro: No sabes lo que estás diciendo...
Paula: Te dije que no era una ingenua.
Inhaló aire y lo expulsó lentamente. Observó el iPhone, calibrando las posibles consecuencias... ¿Poeta o sincero? Difícil decisión...
Pedro: Para empezar, ahora mismo iría a tu casa. Sí, te raptaría, pero para encerrarte en mi habitación, echar la llave y tirarla por la ventana, así ninguno saldría nunca más...
Paula: ¿Y si me deshidrato? Necesito agua y víveres...
Pedro soltó una carcajada.
Pedro: No necesitas víveres, me tienes a mí. Y siempre dices que eres pequeña, ¿no? Resulta que soy pediatra.
Paula: ¡No sabía que eras pediatra! Entonces, ¿serías mi médico privado?
Pedro: Creía que preferías a Bruno.
Paula: Solo te quiero a ti...
Su corazón se detuvo. Releyó la frase una y otra vez...
Pedro: De momento, te raptaré un ratito en la fiesta, me lo has prometido.
Paula: No te he prometido nada...
Pedro: Me da igual. Esta noche eres mía, no lo olvides.
Paula: ¿Solo esta noche?
Pedro: Hasta las doce, porque Cenicienta tiene que volver a casa.
Paula: Entonces, ¿eres mi príncipe?
Pedro: ¿Quieres que lo sea?
Paula: Quiero que seas mucho más...
Pedro se frotó la cara, mordiéndose el labio.
Pedro: Joder, Paula, y yo quiero ser mucho más...
—¿Acabo de escribir esto? —emitió él en voz alta, atónito.
Paula: Esa boca...
Pedro: Esta boca reclama la tuya...
Paula: Mis labios tienen nombre...
Pedro: Dilo, por favor...
Paula: Pedro...
Se incorporó de un salto, feliz.
Bruno irrumpió en ese instante en su cuarto, como de costumbre, sin llamar.
—Ya está el chófer esperándonos —anunció con su característica sonrisa tranquilizadora.
Pedro asintió y le envió un mensaje a Paula:
Pedro: Tengo que irme ya. El coche no tardará en ir a buscaros. Por cierto, estoy deseando ver la cara de mi hermano cuando aparezcas con Moore.
Paula: ¿Cómo sabes que viene Rocio conmigo?
Pedro: Me llamó ayer pidiéndome ayuda. Le dije que te llamara, espero que no te importara.
Paula: Gracias por confiar en mí... Nos vemos luego, príncipe Pedro.
Pedro: Te estaré esperando, Cenicienta.
Se colocó la chaqueta entallada del esmoquin, de un solo botón, y guardó el teléfono y la cartera en el bolsillo interior.
—Vámonos —le dijo a Bruno.
CAPITULO 59 (PRIMERA HISTORIA)
Y eso hizo. Cuando ella agitó una mano desde su habitación, él se metió en el automóvil y se marchó. Paula se derrumbó en la cama, incapaz de creerse que aquello le estuviera sucediendo...
¡Oh, no! ¡No tengo vestido!
Había estado tan abatida los últimos días, sin ánimos ni ganas de nada, que no había pensado en ningún traje para el baile de máscaras, ni siquiera se había acordado. Y al ver a su doctor Alfonso aparecer en la mansión mientras veían lo que había disponible, se le había olvidado escoger una.
En ese momento, su teléfono vibró. Era una llamada de la enfermera Moore.
—¿Rose? —descolgó, extrañada—. ¿Estás bien?
—Paula, es muy tarde, lo sé, perdona... ¿Estabas durmiendo? —su voz sonaba angustiada.
—No, tranquila. Acabo de llegar a mi casa —se sentó en el colchón, descalza.
—Mira, es que... es que... Me da tanta vergüenza decirte esto, pero no...
—Rocio —se preocupó—, cuéntame qué pasa.
La escuchó suspirar, derrotada.
—La señora Alfonso me ha invitado a la gala de mañana.
—¡Eso es genial! —dio un brinco.
—Ya... El problema es que nunca he ido a ninguna gala y no sé qué ponerme. No tengo vestidos largos, tampoco una máscara elegante, porque la de bruja de dos dólares que usé en carnaval no creo que sirva.
Ambas se rieron. Paula la comprendía a la perfección. La familia Alfonso imponía, a pesar de ser gente sencilla.
—¿Estás trabajando, Rocio?
—Sí, estoy de guardia. Salgo a las seis.
—Hagamos una cosa. Duerme por la mañana, porque no puedes asistir a la gala sin haber dormido, ¿de acuerdo? Y, cuando te despiertes, me llamas.
—¿Tienes un vestido de sobra? —se carcajeó sin humor.
—Déjamelo a mí.
—Gracias, Paula, de verdad. No sabía a quién recurrir...
—Hablamos mañana.
—¡Muy bien! —se animó—. ¡Adiós!
—Adiós, Rocio—colgaron.
Al día siguiente, abordó a Stela nada más entrar en el taller, cuando aún no estaba abierto al público.
—Te necesito —le suplicó Paula, quitándose el abrigo.
—¿Un chocolatito? —le sugirió la diseñadora con una sonrisa radiante.
—Esta noche, tengo la gala de Catalina —le explicó, de camino al despacho.
—Sí, hoy tenemos un sinfín de clientas que recogerán sus trajes. No me habías dicho que tú también asistirías. Te lo has guardado bien, ¿eh? —sonrió.
Se sirvieron el desayuno, como cada día que trabajaban juntas: Paula compraba brioches los sábados y cruasanes los domingos, para acompañar el café y el chocolate caliente.
—Nunca he ido a una gala y no había pensado en el vestido hasta anoche —confesó Paula, y se mordió el labio como una niña a punto de ser castigada.
—Eres un despiste andante, señorita —la reprendió entre risas—. Menos mal que te conozco —arqueó las finas cejas—. Primero, a desayunar, y, después, te mostraré algo que te va a encantar —le guiñó un ojo.
—No solo para mí... —se ruborizó por la vergüenza—. Hay una amiga que también va a venir y anoche me telefoneó. Ha sido invitada y tampoco sabe qué ponerse.
—Claro, tesoro —le pellizcó la mejilla—. ¿Quién es esa amiga?
—Rocio, una enfermera del hospital.
—¿Rocio, la de Manuel?
—¡Sí, esa! —se carcajeó.
Le había hablado de Moore hacía un tiempo. La señora Michel estaba al corriente sobre la mala relación que unía a Rocio y Manuel, y, también, la causa de ello; tanto Stela como Paula opinaban que aquellos dos se atraían como abejas a la miel, aunque no lo reconocerían jamás, ¡con lo orgullosos que
eran!
Conversaron un rato y se pusieron manos a la obra con la jornada laboral.
A las tres de la tarde, recibieron a la última clienta, justo cuando Rocio se presentaba en el taller. Paula le había escrito un mensaje para avisarla.
—¡Hola! —se saludaron a la vez y se abrazaron.
Las costureras se despidieron hasta el lunes y la diseñadora giró el cartel de cerrado.
—Muy bien, queridas —Stela dio una palmada en el aire—. ¿Preparadas para ser princesas por una noche?
Las dos jóvenes rieron con nerviosismo y asintieron.
Y el timbre sonó.
Sin que Paula se hubiera enterado, la señora Michel había llamado a Carlo y Jim, dos íntimos amigos suyos, dueños del mejor salón de belleza de Boston, que entraron en el taller hablando con un fuerte acento italiano, riendo sin parar, y cargando una maleta cada uno. Resultaron ser unos italianos muy simpáticos y cariñosos. Eran pareja y rondaban los cuarenta años.
Les hicieron la manicura, la pedicura, un masaje facial y las peinaron. Y, en lugar de usar antifaz, les pintaron la cara, como si las máscaras fuesen parte de su piel. Sí, Paula se sintió una princesa... Las obsequiaron, además, con algunas muestras que cupieran en los bolsitos para que se retocaran durante la fiesta.
Terminaron a las seis. Metieron los trajes en una funda blanca, con el logotipo de Stela Michel, para no mancharlos. La diseñadora le regaló el
vestido a Paula, que se echó a llorar de la felicidad.
—Es muy tarde —las acompañó a la puerta—. Hay un taxi esperándoos en la calle —las besó con ternura.
Las dos princesas por una noche se montaron en el taxi y se dirigieron al apartamento de Paula, donde se arreglaron juntas.
Rezó una plegaria para no hacer el ridículo...
Su primera fiesta, ¿qué le depararía?
CAPITULO 58 (PRIMERA HISTORIA)
—¿Quién te crees que eres para hablarme así, niña?
El tono rudo de Georgia la sobresaltó. Paula se giró y se irguió, dispuesta a no amilanarse.
—Solo he dicho la verdad, señora Graham. No la he visto nunca en el taller de Stela, lo lamento —señaló Paula, seria.
La mujer avanzó hasta quedar a escasos centímetros de ella. Paula llevaba
manoletinas y Georgia unos impresionantes tacones de aguja, así que se vio obligada a alzar la barbilla.
—Solo eres una niña pobre —escupió la señora Graham, con tal odio en su semblante que Paula tragó saliva—. Este vestido será uno de tantos que te habrá donado Stela, porque salta a la vista lo necesitada de dinero que estás —se cruzó de brazos—. No tienes nada que hacer con Pedro, porque es para mi hija, una mujer de su misma posición social. Sé lo que ves cuando lo miras: atractivo, dinero, prestigio... Tú no perteneces a su mundo, ni le llegas a la altura de sus caros zapatos, ¡y mucho menos a los de mi hija! Ya puedes olvidarte de él y desaparecer de su vida; si no, te hundiré.
Paula comenzó a respirar con dificultad. Apretó los puños a ambos lados del cuerpo.
—No estoy interesada en el doctor Alfonso, como tampoco en su dinero — rechinó los dientes—. Se lo puede quedar su hija para ella solita.
Georgia sonrió con satisfacción.
—Muy bien —asintió con altanería—. No te conviene enemistarte conmigo —estiró las manos y le alisó el vestido en los hombros—. Solo eres una niña; en cambio, mi Alejandra es la verdadera mujer que necesita Pedro —le clavó una dura mirada—. Y es más que evidente que eres una distracción pasajera para él. Aléjate de Pedro y todo irá mucho mejor, sobre todo porque ahora vas a formar parte de la asociación de Catalina, de la que yo también soy miembro, y soy su más íntima amiga —le pellizcó el mentón y se dio la vuelta —. Conmigo no se juega, Paola, porque tengo mis recursos y sería un inconveniente para ti que los utilizara. Además —levantó un dedo en el aire, se detuvo y giró el rostro en su dirección—, llevan ya dos años juntos. Una niña de cara bonita y pelo llamativo no es suficiente para romper su amor —y se fue.
Aquello le perforó el corazón.
¿Dos años? ¿Su amor?
Observó su propio reflejo en el espejo y se limpió las lágrimas.
—Paula... —Pedro irrumpió en la estancia—. ¿Georgia te...?
—Estoy bien —lo cortó. Tragó para hacer desaparecer el nudo de la garganta—. No he visto a Georgia —caminó hacia la puerta para volver al salón.
—Estás mintiendo —la tomó del brazo—. La he visto salir de aquí.
El contacto la abrasó. Agachó la cabeza y giró el rostro.
—Suéltame, por favor —le pidió ella, en voz baja pero firme.
—Paula...
—No —lo miró, furiosa—. Suélteme, por favor, doctor Alfonso.
Él la observó, con el semblante cruzado por la confusión y por algo más que Paula no supo definir. Pasados unos interminables segundos, la soltó.
Paula regresó al salón, Pedro lo hizo dos minutos después.
No lo miró en ningún momento, permaneció callada y fingió divertirse.
Manuel y Bruno no se separaron de ella hasta que comenzó a despedirse.
—Es tarde y mañana trabajo —anunció Paula, incorporándose del sofá. La sobremesa había sido dispuesta en los sillones, en la parte de la derecha de la amplia y lujosa sala—. Muchas gracias por todo —les dijo a los anfitriones —. Encantada de conocerlos —agregó hacia los invitados.
—Ha sido un placer —Eduardo Graham se acercó y estrechó su mano con cariño; no se parecía en nada a su esposa.
—Yo también me voy. Te llevo —anunció Pedro, poniéndose en pie.
—Te llamo mañana, peque —Manuel le besó la cabeza.
Bruno la abrazó, con su tranquilizadora sonrisa.
—Lo siento —contestó Paula, muy seria—, no estoy vestida para subirme en una moto, doctor Alfonso.
—Claro que no, tesoro —convino Samuel, rodeándola por los hombros y conduciéndola hacia el recibidor; Catalina salió detrás de ellos—. Lo haréis en mi coche. Pedro, ya sabes dónde están las llaves, a no ser que prefieras que os lleve el chófer.
—Gracias, papá. Te lo devolveré mañana —asintió él, antes de besar a su madre.
Los cuatro estaban solos en el hall, alejados del salón. El mayordomo le tendió el abrigo, la bufanda, la boina y el bolso. Pedro se le adelantó y él mismo le colocó las prendas, incluso le enroscó la bufanda en el cuello con suavidad. Ella se puso el gorro de estilo parisino, dejando caer un lado de la fina lana a la izquierda.
—No te imaginas cuánto siento lo de antes, Paula —se disculpó Catalina, acariciándole la mejilla—. No sé qué le ha pasado a Georgia, porque no es verdad lo que ha dicho. ¿Pedro? —miró a su hijo.
El susodicho negó con la cabeza.
—Nos hemos visto alguna vez, pero nunca ha sido una relación — respondió, calmado, contemplando a Paula con evidente temor—. Y ya se terminó, hace unas semanas.
—Me quitas un peso de encima —suspiró la señora Alfonso, abrazando a Pedro—. Tened cuidado.
La joven pareja salió al frío exterior, en silencio.
Descendieron la rampa del garaje, que él abrió con el mando a distancia. Esa estancia era una exposición de elegantes coches de lujo que erizarían la piel de cualquiera. Él la ayudó a acomodarse en el impresionante Rolls Royce negro de Samuel; luego, se subió en el asiento del conductor y ajustó el sillón de piel beis y los retrovisores.
El trayecto fue... intimidante. Ese automóvil era impresionante y Pedro lo llevaba con una destreza increíble. Ella no pudo evitar pensar que a ese hombre le sentaba todo bien, aunque la moto era su distintivo especial.
Alcanzaron su apartamento en un tiempo demasiado corto. Sin embargo, justo cuando se quitó el cinturón, Pedro activó los seguros y apagó el motor, quedándose encerrados en el interior.
—¿Qué te ha dicho Georgia en el baño, Paula?
Ambos miraban hacia el frente.
—Que Alejandra y tú estáis juntos desde hace dos años —respondió en un hilo de voz.
—¿Nada más?
—¿Te parece poco? —apostilló ella.
Él se inclinó y le acarició el rostro con los nudillos, con tal dulzura que Paula suspiró de forma irregular, bajando los párpados un maravilloso momento; después, parpadeó para mitigar las lágrimas que estaban a punto de aflorar.
—Sí, fueron dos años, pero muy de vez en cuando —le confesó Pedro, sin dejar de tocarla—. Y sí, siempre la vi en su casa. Nunca salimos a cenar ni hicimos nada, porque nunca fuimos una pareja, solo dos conocidos que quedan...
—Para acostarse —lo contempló con fijeza. El dolor y los celos la carcomían por dentro—. No soy una ingenua —se sonrojó irremediablemente.
Permanecieron mudos unos segundos.
—No he sido ningún santo, Paula —dejó caer la mano—. Me he acostado con mujeres, pero ninguna me ha incitado a nada que no fuera... —un pequeño rubor le tiñó los pómulos— pasar un rato divertido. Jamás he tenido citas, ni me ha gustado que me vean en público con ninguna, por eso, la prensa piensa que soy gay —arqueó las cejas, apoyando la cabeza en el asiento—, como dijiste tú en mi casa antes de que nos besáramos por primera vez —el color de sus ojos se volvió gris por completo—. Y tampoco le he dado explicaciones de mi vida a nadie, ni he mandado mensajes de texto... hasta ahora.
—Yo no soy como ellas —pronunció, con la voz quebrada y la mirada, de nuevo, al frente—, ni como Alejandra —encogió el cuello—. Ni lo seré nunca. Y tampoco me he acostado con ningún hombre. Y... —retorció los dedos en el regazo— mi primer beso fue contigo, así que... No quiero sufrir más de lo que... —se detuvo de golpe.
Pedro entrelazó una mano con la suya.
—Si desaparecí... —declaró él en un susurro— fue porque me gustas demasiado, Paula, demasiado... Y no sé cómo manejarlo. Jamás me había sentido como me siento cuando estoy contigo o cuando pienso en ti, que es todo el jodido día...
—Esa boca... —sonrió, tímida.
—Esa boca, ¿eh? Anda, ven aquí —intentó atraerla hacia su regazo.
—¡Estamos en plena calle! —exclamó, avergonzada.
—Cállate —la cogió por la nuca— y bésame, Paula, porque no sueño con otra cosa.
La respiración de ella se apagó, como su corazón y su aliento.
—Pedro...
Paula lo miró y, lentamente, como hipnotizada, se sentó a horcajadas sobre sus piernas; posó las manos en su sólido pecho, encima del jersey, y se calcinó por el calor tan embriagador que desprendía. Acortó la distancia y depositó un suave beso en sus labios entreabiertos... Fue a retirarse, pero él la sujetó con fuerza, impidiéndole que se alejara. Y se abandonaron al placer de un beso largo y pausado que los estremeció por igual...
Lento y atrevido, Pedro le lamió los labios, obligándola a que abriera su boca. Ella no discutió, sino que se sometió de inmediato a sus deseos, solo comparables con los suyos propios. Estaba atada a ese hombre, a sus mandatos tan deliciosos, a su cuerpo duro y atlético que le robaba un jadeo tras otro.
Él descendió las manos y desabotonó su abrigo para rodearle la cintura por encima del vestido, mientras la succionaba sin descanso. Le dio un ligero apretón y le mordisqueó los labios. El escozor que Paula sintió la excitó de una manera insoportable... Abstraída de la realidad y del presente, lo abrazó con fuerza. Y el beso se tornó fiero. Pedro gimió, la estrechó contra sí y enredó su lengua con la suya.
Hambrientos, sedientos... sus bocas se abrasaron, la una a la otra, con un ansia más que voraz.
La bocina de un coche los interrumpió.
Aturdidos y resoplando, miraron hacia la calzada: Manuel y Bruno los observaban con gestos risueños desde el interior del todoterreno de Bruno.
Pedro gruñó y Paula volvió al asiento del copiloto.
—¿Qué? —les exigió el mayor de los hermanos, tras bajar la ventanilla.
—¿Sabéis que estáis en un sitio público, Pa? —se burló el mediano—. Eres una caja de sorpresas, peque —le guiñó un ojo, travieso.
—¡Cállate, Manuel! —le gritó Paula, avergonzada al máximo.
—¡No te enfades, mujer! —añadió el pequeño, riendo, antes de acelerar y perderse de vista.
—Son idiotas, joder —dijo él, desbloqueando los seguros del coche.
—Será mejor que entre ya —señaló ella, abriendo la puerta.
Antes de que pisara la acera, Pedro estaba a su lado. La tomó de la mano y la acompañó al portal.
—Paso mañana a recogerte a las siete para ir a la gala —le indicó él, en un gruñido, aún enfadado por culpa de sus hermanos.
—No —se soltó y sacó las llaves del bolso—. Prefiero ir sola. La última vez, protagonicé un triángulo amoroso —ironizó.
Pedro se echó a reír y la abrazó por detrás.
—Mandaré un coche para que te recoja a las siete. No es negociable —le besó la sien—. Dulces sueños.
Paula sonrió, se dio la vuelta entre sus brazos y se puso de puntillas.
—Dulces sueños —le besó el pómulo afeitado.
Él la contempló, serio y penetrante.
—Entonces, me perdonas... —le susurró Pedro.
—Todavía no lo he decidido... —jugueteó con el cuello de su chaqueta.
—Me conformo con eso... de momento —le besó la frente—. No me moveré hasta que te vea en la ventana de tu cuarto —retrocedió hacia el Rolls Royce.
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