jueves, 26 de septiembre de 2019
CAPITULO 58 (PRIMERA HISTORIA)
—¿Quién te crees que eres para hablarme así, niña?
El tono rudo de Georgia la sobresaltó. Paula se giró y se irguió, dispuesta a no amilanarse.
—Solo he dicho la verdad, señora Graham. No la he visto nunca en el taller de Stela, lo lamento —señaló Paula, seria.
La mujer avanzó hasta quedar a escasos centímetros de ella. Paula llevaba
manoletinas y Georgia unos impresionantes tacones de aguja, así que se vio obligada a alzar la barbilla.
—Solo eres una niña pobre —escupió la señora Graham, con tal odio en su semblante que Paula tragó saliva—. Este vestido será uno de tantos que te habrá donado Stela, porque salta a la vista lo necesitada de dinero que estás —se cruzó de brazos—. No tienes nada que hacer con Pedro, porque es para mi hija, una mujer de su misma posición social. Sé lo que ves cuando lo miras: atractivo, dinero, prestigio... Tú no perteneces a su mundo, ni le llegas a la altura de sus caros zapatos, ¡y mucho menos a los de mi hija! Ya puedes olvidarte de él y desaparecer de su vida; si no, te hundiré.
Paula comenzó a respirar con dificultad. Apretó los puños a ambos lados del cuerpo.
—No estoy interesada en el doctor Alfonso, como tampoco en su dinero — rechinó los dientes—. Se lo puede quedar su hija para ella solita.
Georgia sonrió con satisfacción.
—Muy bien —asintió con altanería—. No te conviene enemistarte conmigo —estiró las manos y le alisó el vestido en los hombros—. Solo eres una niña; en cambio, mi Alejandra es la verdadera mujer que necesita Pedro —le clavó una dura mirada—. Y es más que evidente que eres una distracción pasajera para él. Aléjate de Pedro y todo irá mucho mejor, sobre todo porque ahora vas a formar parte de la asociación de Catalina, de la que yo también soy miembro, y soy su más íntima amiga —le pellizcó el mentón y se dio la vuelta —. Conmigo no se juega, Paola, porque tengo mis recursos y sería un inconveniente para ti que los utilizara. Además —levantó un dedo en el aire, se detuvo y giró el rostro en su dirección—, llevan ya dos años juntos. Una niña de cara bonita y pelo llamativo no es suficiente para romper su amor —y se fue.
Aquello le perforó el corazón.
¿Dos años? ¿Su amor?
Observó su propio reflejo en el espejo y se limpió las lágrimas.
—Paula... —Pedro irrumpió en la estancia—. ¿Georgia te...?
—Estoy bien —lo cortó. Tragó para hacer desaparecer el nudo de la garganta—. No he visto a Georgia —caminó hacia la puerta para volver al salón.
—Estás mintiendo —la tomó del brazo—. La he visto salir de aquí.
El contacto la abrasó. Agachó la cabeza y giró el rostro.
—Suéltame, por favor —le pidió ella, en voz baja pero firme.
—Paula...
—No —lo miró, furiosa—. Suélteme, por favor, doctor Alfonso.
Él la observó, con el semblante cruzado por la confusión y por algo más que Paula no supo definir. Pasados unos interminables segundos, la soltó.
Paula regresó al salón, Pedro lo hizo dos minutos después.
No lo miró en ningún momento, permaneció callada y fingió divertirse.
Manuel y Bruno no se separaron de ella hasta que comenzó a despedirse.
—Es tarde y mañana trabajo —anunció Paula, incorporándose del sofá. La sobremesa había sido dispuesta en los sillones, en la parte de la derecha de la amplia y lujosa sala—. Muchas gracias por todo —les dijo a los anfitriones —. Encantada de conocerlos —agregó hacia los invitados.
—Ha sido un placer —Eduardo Graham se acercó y estrechó su mano con cariño; no se parecía en nada a su esposa.
—Yo también me voy. Te llevo —anunció Pedro, poniéndose en pie.
—Te llamo mañana, peque —Manuel le besó la cabeza.
Bruno la abrazó, con su tranquilizadora sonrisa.
—Lo siento —contestó Paula, muy seria—, no estoy vestida para subirme en una moto, doctor Alfonso.
—Claro que no, tesoro —convino Samuel, rodeándola por los hombros y conduciéndola hacia el recibidor; Catalina salió detrás de ellos—. Lo haréis en mi coche. Pedro, ya sabes dónde están las llaves, a no ser que prefieras que os lleve el chófer.
—Gracias, papá. Te lo devolveré mañana —asintió él, antes de besar a su madre.
Los cuatro estaban solos en el hall, alejados del salón. El mayordomo le tendió el abrigo, la bufanda, la boina y el bolso. Pedro se le adelantó y él mismo le colocó las prendas, incluso le enroscó la bufanda en el cuello con suavidad. Ella se puso el gorro de estilo parisino, dejando caer un lado de la fina lana a la izquierda.
—No te imaginas cuánto siento lo de antes, Paula —se disculpó Catalina, acariciándole la mejilla—. No sé qué le ha pasado a Georgia, porque no es verdad lo que ha dicho. ¿Pedro? —miró a su hijo.
El susodicho negó con la cabeza.
—Nos hemos visto alguna vez, pero nunca ha sido una relación — respondió, calmado, contemplando a Paula con evidente temor—. Y ya se terminó, hace unas semanas.
—Me quitas un peso de encima —suspiró la señora Alfonso, abrazando a Pedro—. Tened cuidado.
La joven pareja salió al frío exterior, en silencio.
Descendieron la rampa del garaje, que él abrió con el mando a distancia. Esa estancia era una exposición de elegantes coches de lujo que erizarían la piel de cualquiera. Él la ayudó a acomodarse en el impresionante Rolls Royce negro de Samuel; luego, se subió en el asiento del conductor y ajustó el sillón de piel beis y los retrovisores.
El trayecto fue... intimidante. Ese automóvil era impresionante y Pedro lo llevaba con una destreza increíble. Ella no pudo evitar pensar que a ese hombre le sentaba todo bien, aunque la moto era su distintivo especial.
Alcanzaron su apartamento en un tiempo demasiado corto. Sin embargo, justo cuando se quitó el cinturón, Pedro activó los seguros y apagó el motor, quedándose encerrados en el interior.
—¿Qué te ha dicho Georgia en el baño, Paula?
Ambos miraban hacia el frente.
—Que Alejandra y tú estáis juntos desde hace dos años —respondió en un hilo de voz.
—¿Nada más?
—¿Te parece poco? —apostilló ella.
Él se inclinó y le acarició el rostro con los nudillos, con tal dulzura que Paula suspiró de forma irregular, bajando los párpados un maravilloso momento; después, parpadeó para mitigar las lágrimas que estaban a punto de aflorar.
—Sí, fueron dos años, pero muy de vez en cuando —le confesó Pedro, sin dejar de tocarla—. Y sí, siempre la vi en su casa. Nunca salimos a cenar ni hicimos nada, porque nunca fuimos una pareja, solo dos conocidos que quedan...
—Para acostarse —lo contempló con fijeza. El dolor y los celos la carcomían por dentro—. No soy una ingenua —se sonrojó irremediablemente.
Permanecieron mudos unos segundos.
—No he sido ningún santo, Paula —dejó caer la mano—. Me he acostado con mujeres, pero ninguna me ha incitado a nada que no fuera... —un pequeño rubor le tiñó los pómulos— pasar un rato divertido. Jamás he tenido citas, ni me ha gustado que me vean en público con ninguna, por eso, la prensa piensa que soy gay —arqueó las cejas, apoyando la cabeza en el asiento—, como dijiste tú en mi casa antes de que nos besáramos por primera vez —el color de sus ojos se volvió gris por completo—. Y tampoco le he dado explicaciones de mi vida a nadie, ni he mandado mensajes de texto... hasta ahora.
—Yo no soy como ellas —pronunció, con la voz quebrada y la mirada, de nuevo, al frente—, ni como Alejandra —encogió el cuello—. Ni lo seré nunca. Y tampoco me he acostado con ningún hombre. Y... —retorció los dedos en el regazo— mi primer beso fue contigo, así que... No quiero sufrir más de lo que... —se detuvo de golpe.
Pedro entrelazó una mano con la suya.
—Si desaparecí... —declaró él en un susurro— fue porque me gustas demasiado, Paula, demasiado... Y no sé cómo manejarlo. Jamás me había sentido como me siento cuando estoy contigo o cuando pienso en ti, que es todo el jodido día...
—Esa boca... —sonrió, tímida.
—Esa boca, ¿eh? Anda, ven aquí —intentó atraerla hacia su regazo.
—¡Estamos en plena calle! —exclamó, avergonzada.
—Cállate —la cogió por la nuca— y bésame, Paula, porque no sueño con otra cosa.
La respiración de ella se apagó, como su corazón y su aliento.
—Pedro...
Paula lo miró y, lentamente, como hipnotizada, se sentó a horcajadas sobre sus piernas; posó las manos en su sólido pecho, encima del jersey, y se calcinó por el calor tan embriagador que desprendía. Acortó la distancia y depositó un suave beso en sus labios entreabiertos... Fue a retirarse, pero él la sujetó con fuerza, impidiéndole que se alejara. Y se abandonaron al placer de un beso largo y pausado que los estremeció por igual...
Lento y atrevido, Pedro le lamió los labios, obligándola a que abriera su boca. Ella no discutió, sino que se sometió de inmediato a sus deseos, solo comparables con los suyos propios. Estaba atada a ese hombre, a sus mandatos tan deliciosos, a su cuerpo duro y atlético que le robaba un jadeo tras otro.
Él descendió las manos y desabotonó su abrigo para rodearle la cintura por encima del vestido, mientras la succionaba sin descanso. Le dio un ligero apretón y le mordisqueó los labios. El escozor que Paula sintió la excitó de una manera insoportable... Abstraída de la realidad y del presente, lo abrazó con fuerza. Y el beso se tornó fiero. Pedro gimió, la estrechó contra sí y enredó su lengua con la suya.
Hambrientos, sedientos... sus bocas se abrasaron, la una a la otra, con un ansia más que voraz.
La bocina de un coche los interrumpió.
Aturdidos y resoplando, miraron hacia la calzada: Manuel y Bruno los observaban con gestos risueños desde el interior del todoterreno de Bruno.
Pedro gruñó y Paula volvió al asiento del copiloto.
—¿Qué? —les exigió el mayor de los hermanos, tras bajar la ventanilla.
—¿Sabéis que estáis en un sitio público, Pa? —se burló el mediano—. Eres una caja de sorpresas, peque —le guiñó un ojo, travieso.
—¡Cállate, Manuel! —le gritó Paula, avergonzada al máximo.
—¡No te enfades, mujer! —añadió el pequeño, riendo, antes de acelerar y perderse de vista.
—Son idiotas, joder —dijo él, desbloqueando los seguros del coche.
—Será mejor que entre ya —señaló ella, abriendo la puerta.
Antes de que pisara la acera, Pedro estaba a su lado. La tomó de la mano y la acompañó al portal.
—Paso mañana a recogerte a las siete para ir a la gala —le indicó él, en un gruñido, aún enfadado por culpa de sus hermanos.
—No —se soltó y sacó las llaves del bolso—. Prefiero ir sola. La última vez, protagonicé un triángulo amoroso —ironizó.
Pedro se echó a reír y la abrazó por detrás.
—Mandaré un coche para que te recoja a las siete. No es negociable —le besó la sien—. Dulces sueños.
Paula sonrió, se dio la vuelta entre sus brazos y se puso de puntillas.
—Dulces sueños —le besó el pómulo afeitado.
Él la contempló, serio y penetrante.
—Entonces, me perdonas... —le susurró Pedro.
—Todavía no lo he decidido... —jugueteó con el cuello de su chaqueta.
—Me conformo con eso... de momento —le besó la frente—. No me moveré hasta que te vea en la ventana de tu cuarto —retrocedió hacia el Rolls Royce.
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