jueves, 26 de septiembre de 2019
CAPITULO 59 (PRIMERA HISTORIA)
Y eso hizo. Cuando ella agitó una mano desde su habitación, él se metió en el automóvil y se marchó. Paula se derrumbó en la cama, incapaz de creerse que aquello le estuviera sucediendo...
¡Oh, no! ¡No tengo vestido!
Había estado tan abatida los últimos días, sin ánimos ni ganas de nada, que no había pensado en ningún traje para el baile de máscaras, ni siquiera se había acordado. Y al ver a su doctor Alfonso aparecer en la mansión mientras veían lo que había disponible, se le había olvidado escoger una.
En ese momento, su teléfono vibró. Era una llamada de la enfermera Moore.
—¿Rose? —descolgó, extrañada—. ¿Estás bien?
—Paula, es muy tarde, lo sé, perdona... ¿Estabas durmiendo? —su voz sonaba angustiada.
—No, tranquila. Acabo de llegar a mi casa —se sentó en el colchón, descalza.
—Mira, es que... es que... Me da tanta vergüenza decirte esto, pero no...
—Rocio —se preocupó—, cuéntame qué pasa.
La escuchó suspirar, derrotada.
—La señora Alfonso me ha invitado a la gala de mañana.
—¡Eso es genial! —dio un brinco.
—Ya... El problema es que nunca he ido a ninguna gala y no sé qué ponerme. No tengo vestidos largos, tampoco una máscara elegante, porque la de bruja de dos dólares que usé en carnaval no creo que sirva.
Ambas se rieron. Paula la comprendía a la perfección. La familia Alfonso imponía, a pesar de ser gente sencilla.
—¿Estás trabajando, Rocio?
—Sí, estoy de guardia. Salgo a las seis.
—Hagamos una cosa. Duerme por la mañana, porque no puedes asistir a la gala sin haber dormido, ¿de acuerdo? Y, cuando te despiertes, me llamas.
—¿Tienes un vestido de sobra? —se carcajeó sin humor.
—Déjamelo a mí.
—Gracias, Paula, de verdad. No sabía a quién recurrir...
—Hablamos mañana.
—¡Muy bien! —se animó—. ¡Adiós!
—Adiós, Rocio—colgaron.
Al día siguiente, abordó a Stela nada más entrar en el taller, cuando aún no estaba abierto al público.
—Te necesito —le suplicó Paula, quitándose el abrigo.
—¿Un chocolatito? —le sugirió la diseñadora con una sonrisa radiante.
—Esta noche, tengo la gala de Catalina —le explicó, de camino al despacho.
—Sí, hoy tenemos un sinfín de clientas que recogerán sus trajes. No me habías dicho que tú también asistirías. Te lo has guardado bien, ¿eh? —sonrió.
Se sirvieron el desayuno, como cada día que trabajaban juntas: Paula compraba brioches los sábados y cruasanes los domingos, para acompañar el café y el chocolate caliente.
—Nunca he ido a una gala y no había pensado en el vestido hasta anoche —confesó Paula, y se mordió el labio como una niña a punto de ser castigada.
—Eres un despiste andante, señorita —la reprendió entre risas—. Menos mal que te conozco —arqueó las finas cejas—. Primero, a desayunar, y, después, te mostraré algo que te va a encantar —le guiñó un ojo.
—No solo para mí... —se ruborizó por la vergüenza—. Hay una amiga que también va a venir y anoche me telefoneó. Ha sido invitada y tampoco sabe qué ponerse.
—Claro, tesoro —le pellizcó la mejilla—. ¿Quién es esa amiga?
—Rocio, una enfermera del hospital.
—¿Rocio, la de Manuel?
—¡Sí, esa! —se carcajeó.
Le había hablado de Moore hacía un tiempo. La señora Michel estaba al corriente sobre la mala relación que unía a Rocio y Manuel, y, también, la causa de ello; tanto Stela como Paula opinaban que aquellos dos se atraían como abejas a la miel, aunque no lo reconocerían jamás, ¡con lo orgullosos que
eran!
Conversaron un rato y se pusieron manos a la obra con la jornada laboral.
A las tres de la tarde, recibieron a la última clienta, justo cuando Rocio se presentaba en el taller. Paula le había escrito un mensaje para avisarla.
—¡Hola! —se saludaron a la vez y se abrazaron.
Las costureras se despidieron hasta el lunes y la diseñadora giró el cartel de cerrado.
—Muy bien, queridas —Stela dio una palmada en el aire—. ¿Preparadas para ser princesas por una noche?
Las dos jóvenes rieron con nerviosismo y asintieron.
Y el timbre sonó.
Sin que Paula se hubiera enterado, la señora Michel había llamado a Carlo y Jim, dos íntimos amigos suyos, dueños del mejor salón de belleza de Boston, que entraron en el taller hablando con un fuerte acento italiano, riendo sin parar, y cargando una maleta cada uno. Resultaron ser unos italianos muy simpáticos y cariñosos. Eran pareja y rondaban los cuarenta años.
Les hicieron la manicura, la pedicura, un masaje facial y las peinaron. Y, en lugar de usar antifaz, les pintaron la cara, como si las máscaras fuesen parte de su piel. Sí, Paula se sintió una princesa... Las obsequiaron, además, con algunas muestras que cupieran en los bolsitos para que se retocaran durante la fiesta.
Terminaron a las seis. Metieron los trajes en una funda blanca, con el logotipo de Stela Michel, para no mancharlos. La diseñadora le regaló el
vestido a Paula, que se echó a llorar de la felicidad.
—Es muy tarde —las acompañó a la puerta—. Hay un taxi esperándoos en la calle —las besó con ternura.
Las dos princesas por una noche se montaron en el taxi y se dirigieron al apartamento de Paula, donde se arreglaron juntas.
Rezó una plegaria para no hacer el ridículo...
Su primera fiesta, ¿qué le depararía?
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