lunes, 27 de enero de 2020

CAPITULO 113 (TERCERA HISTORIA)





Explotó en llanto histérico, aterrada. Empezó a costarle respirar y las lágrimas aumentaron, al igual que se incrementó el puño que aprisionaba sus pulmones y el grueso nudo que poseía su garganta. Se le cayó el móvil. Se ahogaba... La vista se le nubló. Las fuerzas de su cuerpo escasearon. Se mareó.


Recostó la cabeza en el volante. Procuró tomar bocanadas de aire, pero le resultaba imposible. 


La angustia la taladró... Abrió la puerta del Mini y cayó de rodillas en la acera.


¡Relájate! ¡RELÁJATE!


Pero no lo conseguía...


Unos brazos la tumbaron en el suelo. 


Escuchaba una voz, pero no lograba identificarla. Veía una sombra cerniéndose sobre ella, pero no la reconocía.


Notó algo en la nuca y en los labios. Percibió su interior revolucionarse.


Entonces, el aire regresó a su cuerpo. Incorporó el pecho en un acto involuntario al recibir oxígeno. Parpadeó. Sus ojos enfocaron un rostro.


Pedro.


—Al fin, Pau... —la acunó contra el pecho.


Paula se aferró a él. Respiró hondo. Cerró los ojos un segundo.


En casa...


Su héroe la cogió en vilo y la metió en el coche, en el asiento del copiloto.


Se ajustó el suyo y condujo hacia el loft. Volvió a alzarla cuando se detuvo y la depositó en el sofá del salón. Ella flexionó las piernas y se las rodeó.


Pedro le preparó una infusión. Ella se la bebió despacio, recordando la discusión. Él se arrodilló en el suelo, a sus pies. La descalzó y le masajeó las plantas. Paula le contó lo sucedido con la mirada perdida y en un tono excesivamente bajo. Después, Pedro la abrazó.


—Nos vamos mañana a Los Hamptons —le anunció él, besándole la cabeza y acariciando su espalda con ternura—. Te vendrá bien otro ambiente durante una temporada. Necesitas desconectar, Pau. No puedes seguir con los ataques de ansiedad. El de hoy... —se le quebró la voz—. Has tardado mucho más que los otros en volver a mí... —la apretó—. No puedo verte así... Me mata, Pau... Dime qué hago...


—No separarte de mí.


—Nunca.


Se quedaron dormidos.


A la mañana siguiente, tras desayunar, su padre la visitó. No le sorprendió encontrarla acompañada, todo lo contrario, le dio las gracias a Pedro, aunque ella no entendió el porqué, tampoco preguntó.


—Mi niña —abrió los brazos. Su semblante transmitía una inmensa tristeza —. Ven aquí.


Paula se arrojó a Elias, que la estrujó como cuando era pequeña.


—Lo siento, papá...


—No te disculpes —la observó con detenimiento—. No has hecho nada malo.


—Me voy a Los Hamptons con Pedro y sus hermanos.


—Me parece estupendo —sonrió, pellizcándole la barbilla—. ¿Cuándo?


—Luego. Tenemos que hacer las maletas. No sé cuánto tiempo estaremos allí.


Llámame, ¿vale? Yo intentaré hablar con tu madre —la besó en la mejilla —. Te quiero mucho, hija, no lo olvides.


—Yo también a ti, papá —se abrazaron y se marchó.


Las lágrimas, de nuevo, importunaron a Paula. 


Agachó la cabeza y se dirigió al dormitorio. Sacó la maleta de debajo de la cama y procedió a llenarla con ropa, zapatillas, sandalias y demás. Sin embargo, a los pocos minutos, se derrumbó.


¿Por qué tiene que ser todo tan complicado?


Pedro la rodeó por detrás y besó su cuello de forma prolongada, erizándole la piel.


—Doctor Pedro... Gracias...


—No me las des. Estoy aquí por puro egoísmo, porque no puedo resistirme a una muñeca tan bonita.


Ella se rio. Se dio la vuelta y lo miró, enroscándole las manos en la nuca.


—No soy una muñeca cualquiera.


—No —se inclinó y le rozó la nariz con la suya—. Eres mi muñeca, la más bonita de todas —la besó en el flequillo—. ¿Te ayudo?


Entre los dos hicieron el equipaje. Después, cerraron bien la casa y caminaron hacia el ático de los hermanos Alfonso. Todos la recibieron con besos y sonrisas. Su corazón se saltó varios latidos ante tantas muestras de cariño.


Rocio y Zaira ya tenían las maletas preparadas, solo faltaba la de Pedroque se encerró en su cuarto para prepararla.


Cuando Paula se sentó en el sofá con sus amigas, su móvil sonó en el bolso. Lo sacó. 


Descolgó con manos temblorosas al descubrir quién la llamaba.


—Ma...


—¿Es cierto que te vas a Los Hamptons con la familia Alfonso? —inquirió su madre a gritos.


—Mamá, por favor...


—¡Contesta, Paula!


Suspiró. Se metió en la cocina.


—Sí.


—¿Y Ramiro?


—Ya te dije ayer que Ramiro y yo hemos terminado.


—¡Está destrozado! ¡Destrozado! ¿Así es cómo le pagas tanto tiempo a tu lado?, ¿colgándote del brazo de otro hombre a quien apenas conoces y que encima solo quiere destruir tu vida? Te fuiste a China dos años y a la vuelta Ramiro te estaba esperando. ¡Y ni siquiera pudo ir a verte al hospital cuando estabas en coma porque no soportaba verte postrada en una cama! Pero se te cruza un niño en tu camino, porque eso es el doctor Pedro, ¡un niño que salta de cama en cama! ¡Mira las noticias, maldita sea, Paula! ¡Abre los ojos! Y echas a Ramiro a la calle, después, encima, de lo que le has hecho. Y antes de echarlo, te besuqueas con el doctor, ¡un mujeriego!


—¿Qué le he hecho a Ramiro? —estaba perdiendo los nervios.


—¡Lo engañaste con otro! ¿Te parece poco?


—¡Se lo merecía! —explotó—. ¡Me humilló en la fiesta del Club! ¡Me amenazó! ¡Si me fui de la cena fue porque él me echó a mí, mamá, delante de todos! ¡Y que no viniera a verme un solo día estando en coma, eso no es normal, mamá!


—¡¿Quién eres tú y qué has hecho con mi hija?! ¿Ahora eres vengativa y también mentirosa? ¡Te marchaste antes de la cena por una de tus infinitas rabietas hacia él! ¡Te llamó y no le cogiste el teléfono! ¡Fue a tu casa y no te dignaste a abrirle! ¡Y la culpa es mía! Si yo no te hubiera insistido en que te presentaras en casa de la familia Alfonso para agradecerle al doctor Pedro su entrega hacia ti estando en coma, ¡nada de esto hubiera ocurrido! Eres una niña débil y el doctor Pedro se aprovecha de eso.


—¡Yo no soy vengativa ni mentirosa! ¡Tampoco débil! ¡Es Ramiro quien os miente! ¡Ramiro, mamá, Ramiro! —se golpeó el pecho—. ¡Tu hija soy yo, no él!


Estaba llorando y ni siquiera se dio cuenta, como tampoco se percató del espectáculo que estaba protagonizando. Se encontraba en la cocina, pero hablaba a voces, por completo abstraída.


—¿Quieres que te cuente lo que se dice de Pedro Alfonso en las noticias? Te lo voy a contar, Paula... Resulta que tu médico tiene relaciones que le duran tres semanas como mucho, y, cuando consigue llevarlas a la cama, se deshace de ellas porque se aburre. ¡Tú eres una más! ¡Y vas a desperdiciar tu vida por una aventura adolescente! Ramiro sí es un hombre de verdad. Cuatro años ha estado soportando que le negaras un simple beso en la mejilla. ¡Le gritas cada vez que intenta cogerte de la mano! ¡Lo has tratado siempre muy mal! ¡Y él lo ha soportado porque te quiere! ¡Ha respetado hasta tu virginidad! Si es que sigues siendo virgen, porque del médico me espero cualquier cosa de ti.


—Ay, Dios mío... —se cubrió la boca con la mano—. No me lo puedo creer... —caminó por el espacio, negando con la cabeza—. ¿Qué más os ha dicho Ramiro, mamá?


—Llevo consolando a Ramiro desde que te invitó por primera vez a cenar. Antes de que tú nos lo contaras, yo ya sabía que le gustabas. Fui yo quien le aconsejó que te pidiera una cita. Es un buen hombre que ha pasado por mucho y tú pretendes hundirle en la depresión y en el escándalo.


Aquello la petrificó.


—Pero...


—¿Y sabes qué? Ramiro me ha dicho que te esperará, que si necesitas alejarte unos días que estará esperándote porque te ama. Vete a Los Hamptons, Paula. ¡Vete y búrlate de él! ¡Vete y permite que otro hombre no te respete! El día que el doctor Pedro te abandone por otra, o porque se haya cansado de ti, porque lo hará, Ramiro te estará esperando con los brazos abiertos, como hizo cuando volviste de China. Eres una desagradecida, Paula.


—¡Pedro me respeta! —gesticuló con el brazo—. ¡Pedro no es nada de lo que tú dices! ¡No me abandonará por otra! ¡No se cansará de mí! ¡Ha prometido estar siempre conmigo! Pedro no...


Se detuvo. A pesar de pronunciar esas palabras, no pudo evitar sentir miedo por si su madre acertaba en su predicción. ¿Y si lo que decía de él era cierto? ¿Y si solo buscaba llevarla a la cama para, después, abandonarla cuando se hartase de ella?


—¡No, mamá! —exclamó, convencida, ahuyentado las tonterías—. Estoy enamorada de Pedro. Acéptalo. No me vas a separar de él. ¡Nadie me separará de él!


—Confundes amor con capricho. Lo que sientes por Ramiro sí es amor, por eso él...


—¡No! ¡Amo a Pedro! —retrocedió, asustada. Manipulación—. Eres igual que Ramiro... Dios mío... —se restregó la cara.


—Te voy a decir una cosa que me he guardado desde que tu hermana nos dejó. No es bueno, pero, dada tu actitud egoísta, debes saberlo —suspiró con fuerza—. A los pocos días de morir Lucia, te marchaste de casa. Huiste de la responsabilidad, de la familia. En momentos así... —se le rasgó la voz —, una familia debe permanecer unida, pero tú nos abandonaste... —ahogó un sollozo—. Papá y yo aceptamos tu decisión, te respetamos. Y nos quedamos sin nuestras dos hijas. Pero Ramiro nos consoló. Estuvo a nuestro lado cuando más te necesitábamos, Paula. Tú te fuiste, pero él se quedó. Jamás le negaré nada a Ramiro porque fue él quien nos sacó de la oscuridad en la que nos metimos. Él te recibió con los brazos abiertos, aunque no debía porque también lo abandonaste a él, no solo a nosotros. Es una de las personas más importantes de mi vida solo por lo que hizo: estar cuando tú no estabas. Y ahora es cuando Ramiro nos necesita a papá y a mí, así que no le voy a dar la espalda. ¿Quieres irte a Los Hamptons con el médico? Estupendo. Hazlo. Pero la boda no se cancela, porque ambas sabemos que vas a terminar volviendo con Ramiro y que él, para variar, te perdonará antes incluso de que te disculpes. No te lo mereces, Paula —chasqueó la lengua—. Ramiro siempre nos dijo que había que sujetarte, pero no le hicimos caso. Ahora me doy cuenta de que...


De repente, alguien le quitó el teléfono de la oreja y cortó la llamada.


Pedro.


Ella desplomó en el suelo.




CAPITULO 112 (TERCERA HISTORIA)




El portazo, a pesar de ser suave, pinchó su estómago como un cuchillo. Paula observó la puerta unos segundos. No sabía qué pensar ni qué hacer al respecto. El dolor se inició en los dedos de los pies y se extendió hacia el último pelo de la cabeza. Respiró hondo, agachó la cabeza, cogió la nueva llave del apartamento, que estaba en la cerradura, y salió a la calle.


Condujo el Mini hasta la casa de sus padres, un edificio de estilo victoriano, de cuatro plantas, en Back Bay, uno de los barrios más elegantes de la ciudad. Se caracterizaba por un ambicioso diseño urbano, de edificios altos, casas victorianas e iglesias sofisticadas. Era muy popular por sus restaurantes y hoteles de lujo, tiendas chic y arquitectura digna de admirar.


Aparcó y entró en el pequeño y coqueto jardín delantero de la propiedad de los señores Chaves. Caminó por el sendero de pizarra gris y ascendió los tres escalones que conducían al porche. Tocó el timbre y esperó.


Cuando la puerta principal se abrió, Paula se cubrió la boca al instante, desorbitó los ojos y retrocedió por instinto. A punto estuvo de caerse, de no ser por Ramiro, que la agarró del brazo y la metió en la vivienda.


—Buenas noches, cariño —le susurró al oído, aspirando sus cabellos—. Llegas pronto. Me alegro mucho —sonrió con frialdad.


—¿Qué...? —tragó—. ¿Qué haces aquí?


Observó su aspecto. Vestía de traje y corbata, impecable como siempre. Sin embargo, su cara... Tenía el pómulo morado y abultado, además de las cuatro líneas finas que Paula le había marcado al abofetearlo con las uñas la noche anterior.


—Tu madre me ha invitado porque tú has organizado una cena importante.


Ella reculó, pero él la pegó a su cuerpo para prohibirle huir. Y no la soltó hasta alcanzar la cocina, al fondo del pasillo.


—¡Hola, tesoro! —exclamó Karen con una sonrisa deslumbrante.


—Mi niña —dijo su padre, acercándose para besarla en la mejilla—. ¿Qué tal estás? No nos enteramos ayer de cuándo te fuiste —escrutó su rostro—. ¿Dolor de cabeza?


Ella asintió. Elias la besó en la frente y la abrazó.


—¿Te has tomado algo? Hacía mucho que no te dolía —frunció el ceño.


Sus dolores de cabeza eran resultado de momentos de gran tensión. Y lo sucedido la noche anterior... Mejor no recordarlo.


—Me tomé una pastilla hace como una hora.


La estancia era preciosa, como el resto de la casa, de colores tierra y amarillo, de madera y de estilo antiguo, aunque no recargado, con dulce aroma a cítricos por los ambientadores que había conectados en algunos enchufes.


La cocina era cuadrada y grande, con una encimera rectangular a modo de isla en el centro, con cuatro taburetes a su alrededor. Otra encimera ocupaba la pared frente a la puerta, donde se encontraban la pila, la vitrocerámica y un espacio para preparar las comidas. Los aparadores colgaban de la pared, a ambos lados de la campana, y también había muebles en la parte baja. Los electrodomésticos estaban a la derecha en cuatro torres: la nevera en la primera; el congelador en la segunda; el horno, el microondas y el lavavajillas en la tercera; y la lavadora y la secadora en la cuarta.


Su madre estaba cocinando, con su delantal de lunares rojos sobre fondo blanco atado en la espalda. Tenían dos doncellas que trabajaban durante el día, una se encargaba de la limpieza exclusiva del hogar y otra, de la cocina, además de dos jardineros que cuidaban el exterior tres veces en semana.


—¿Qué quieres de beber? —le preguntó su padre, abriendo el frigorífico.


—Agua —respondió Karen—, para mí también, por favor.


Paula inhaló aire y lo expulsó de forma sonora.


—¿Hay vino, papá? —se atrevió a pronunciar.


—¿Rosado, mi niña? —le sonrió.


—Sí, por favor —le devolvió el gesto y se sentó en un taburete.


Escuchó a Ramiro gruñir y a su madre ahogar una exclamación.


—¿Desde cuándo bebes alcohol? —inquirió su madre, limpiándose las manos con un trapo.


—Desde que me apetece.


No lo pretendía, pero esas palabras salieron de su boca por sí solas.


¡Cielo santo! ¡Qué pasa contigo, guapa! ¡Hurra!


—Pues el alcohol no es bueno para una niña como tú, tesoro. Ponle agua, Elias, como a mí, o un refresco sin alcohol, lo que quiera Paula.


—Quiero vino rosado muy frío —insistió ella, con una paciencia infinita.


—Tu madre tiene razón —declaró Ramiro, cruzándose de brazos—. No es bueno para ti. Te lo dije ayer, cariño. El alcohol no le hace bien a una mujer de tu posición.


¿Cariño?


—Hay cosas que no son buenas para mí —convino Paula, aceptando la copa que su padre le había servido, ignorando deliberadamente a su esposa y guiñándole un ojo cómplice a su hija—. Y, aun así, esas cosas siguen revoloteando a mi alrededor. Gracias, papá —lanzó la pulla, orgullosa de sí misma.


Elias ocultó una risita. Karen y Ramiro la contemplaron como si estuviera loca.


¿Qué haces aquí, Ramiro? —preguntó Paula, adrede, antes de probar el vino—. Creo que insistí, mamá, en que esta cena fuera solo en familia y, que yo sepa, Ramiro no es parte de la familia.


Su padre, entonces, arrugó la frente y se preocupó.


—¿Pasa algo, cielo? Tu madre, como siempre, dijo que habías querido que cenásemos los cuatro.


—¿Se puede saber qué te pasa? —le increpó su madre, aproximándose a ella, obviando a su marido—. ¿Has estado bebiendo en casa y por eso estás diciendo estupideces? ¡Te has tomado una pastilla para la cabeza, por el amor de Dios! —gesticuló al hablar—. ¡El alcohol y los medicamentos jamás se deben mezclar!


Se acabó.


—¿Cómo te has hecho eso, Ramiro? —continuó Paula con su interrogatorio, mirándolo bien erguida en el asiento y disfrutando de la copa.


Ramiro entrecerró los ojos y se ajustó la corbata.


—Repito —articuló Karen en un tono agudo, al borde de la histeria—, ¿se puede saber qué te pasa, Paula? ¿No recuerdas el robo?


Ella levantó las cejas de nuevo. En ese momento, su padre también la observaba con extrañeza.


¿Qué robo, si puede saberse? Esto no me lo pierdo...


Amaba a su madre con locura, pero, en lo referente a Ramiro Anderson, Karen era un caso aparte... No obstante, Paula Chaves jugaba en casa, como se decía en el deporte, y su padre estaba a su lado. La victoria sería suya. El abogado mordería el polvo.


—Parece que no recuerdo el robo, Ramiro. ¿Te importaría hacer los honores, por favor?


A continuación, su ex prometido comenzó a relatar una historia increíble en la que varios carteristas, no uno, ¡cuatro!, habían intentado robar el bolso de Paula la noche anterior, antes de entrar en el loft, justo cuando, supuestamente, él la estaba acompañando a casa después de la fiesta de Samuel Alfonso, y que, para evitarlo y en rescate a su amada, como todo caballero presto a defender el honor de una damisela en apuros, Ramiro se había enzarzado en una pelea con los asaltantes, a los que, ¡para mayor asombro!, había dejado inconscientes en el suelo y a la espera de una ambulancia. Y, por supuesto, el valiente abogado Anderson no presentó denuncia porque se había apiadado de los ladrones.


¡Toma ya! ¡Y se queda tan pancho!


Ella, de repente, estalló en carcajadas, aplaudiendo y doblándose por la mitad, para completo horror de su madre, vergüenza de Ramiro y diversión de su padre. Estuvo riéndose un par de minutos. Incluso lloró.


Elias acortó la distancia y, sin previo aviso, la envolvió con fuerza entre los brazos.


—Mi niña... Por fin... —le dijo, con la voz rasgada por la emoción.


Sonrió a su padre con adoración y correspondió el abrazo, protegida y amada.


—Parece un cuento de hadas —comentó Paula. Bebió otro trago de vino, en esa ocasión más largo—. Y luego, Ramiro, ¿qué pasó?, ¿me subiste a tu caballo y me llevaste al pomposo castillo?, ¿vivimos felices y comimos perdices? —alzó la copa en un brindis silencioso hacia él y dio un sorbo más pequeño.


—¡¿Qué te pasa, por el amor de Dios?! —gritó Karen, alucinada.


Paula apoyó las palmas en la isla y miró al matrimonio Chaves, seria.


—Lo que sucede —comenzó ella, tranquila, para su completo asombro— es que se cancela la boda. Ramiro y yo hemos terminado. Por eso quería veros a solas. Y, sinceramente, mamá —la observó largo rato—, no entiendo por qué lo has invitado. Te repetí tres veces que quería cenar a solas con papá y contigo. Y recalqué que con Ramiro, no.


—Tú y yo no hemos terminado, ¡qué tonterías dices, Paula! —se rio Ramiro, fingiendo que todo era un teatro—. El alcohol te afecta de forma negativa —se acercó y le quitó el vino—. No les des estos sustos a tus padres, no se lo merecen. Nosotros...


—Ramiro —lo cortó Elias. Las arrugas de su frente se profundizaron—. ¿Es cierto eso, cariño? ¿Quieres cancelar la boda?


—No quiero casarme con Ramiro. Lo siento... —Se ruborizó—. Sé que ya están las invitaciones enviadas, que quizás sea un escándalo para el bufete... —las lágrimas brotaron de sus ojos de manera desbordante, como una cascada —. Yo...


—¡Por supuesto que la boda no se cancela! —vociferó su madre, roja de ira. La sujetó por los hombros—. Es por culpa de ese médico, ¿verdad? ¿Qué ideas te ha metido en la cabeza? ¡Habla, Paula!


Paula se soltó y retrocedió, pero Karen la agarró del brazo y la condujo al pasillo, cerrando la cocina a su espalda para que ninguno de los dos hombres las interrumpiera.


—No es por culpa de Pedro, mamá. No quiero casarme con Ramiro. Acéptalo, por favor... —le rogó en un tono débil pero firme. Temblaba—. Fue un error decir que sí. Lo siento...


—No basta un perdón, señorita —colocó los puños en los costados—. Vas a alejarte del médico. Y si tengo que meterte en esta casa otra vez, ten por seguro que lo haré —entornó la mirada—. De hecho, ahora mismo, Ramiro te acompañará al loft y recogerás todas tus cosas. Desde hoy, vivirás aquí hasta que te cases el veintitrés de septiembre.


—¡No! —exclamó, horrorizada—. ¡No quiero casarme con él!


—Esto es mi culpa por permitir que tu padre te lo consintiera todo — farfulló su madre, caminando por el corredor sin rumbo y sumida en sus pensamientos—. Esto es mi culpa. Pero nunca es tarde para rectificar —clavó los ojos en los de ella—. Lo que sí ha terminado es lo del médico. No te acercarás a él.


—No me lo puedes prohibir —se irguió, apretando la mandíbula.


—¿Es que no te das cuenta de que el doctor Pedro lo único que logra es convertirte en una niña maleducada, contestona y rebelde? —su semblante se cruzó por la desesperación—. ¡Tú no eras así! ¡El doctor Pedro es una mala influencia! Y ahora pretende separarte del hombre al que amas.


—¡Ya basta, Karen! —rugió Elias, abriendo la cocina, furioso.


—Karen no es una mala influencia —lo defendió Paula, vibrando por la indignación—. Pedro es la única persona que me ha escuchado desde que desperté del coma. De hecho, desde que Lucia murió. Nadie —tragó—. Nadie me ha dado el apoyo que él me da —enumeró con los dedos—. Nadie me escucha como lo hace él. Nadie me pregunta qué es lo que quiero, salvo él. Nadie —enfatizó, observando a su madre— piensa primero en mí, excepto él. ¡Y ya estoy harta de soportar tonterías! —agregó, moviendo los brazos con energía, llorando de la rabia que sentía—. No voy a casarme con Ramiro y nadie me lo va a impedir. Ni siquiera tú, mamá. ¡Te preocupas por Ramiro más que por mí y estoy harta! ¡Tu hija soy yo —se señaló a sí misma—, no él! ¡Lucia se murió, pero yo, no, maldita sea!


Karen Chaves le propinó tal bofetón que le giró la cara.


Las lágrimas de Paula se cortaron de inmediato. 


Se tapó la mejilla, atónita.


—Mamá...


Su madre estaba tan sorprendida como ella... Se miraba la mano con la que la había pegado como si se tratase de un monstruo. Y desapareció escaleras arriba, silenciando un sollozo detrás de otro.


Paula continuó sin moverse hasta que su padre le tocó el hombro. Ella se sobresaltó y retrocedió hacia la puerta, todavía sin creerse lo que acababa de acontecer. Corrió al coche y se montó. Condujo varios minutos, pero aparcó en la acera al percatarse de que no sabía dónde estaba. Su cerebro no registró la calle, no registró nada...