lunes, 27 de enero de 2020
CAPITULO 112 (TERCERA HISTORIA)
El portazo, a pesar de ser suave, pinchó su estómago como un cuchillo. Paula observó la puerta unos segundos. No sabía qué pensar ni qué hacer al respecto. El dolor se inició en los dedos de los pies y se extendió hacia el último pelo de la cabeza. Respiró hondo, agachó la cabeza, cogió la nueva llave del apartamento, que estaba en la cerradura, y salió a la calle.
Condujo el Mini hasta la casa de sus padres, un edificio de estilo victoriano, de cuatro plantas, en Back Bay, uno de los barrios más elegantes de la ciudad. Se caracterizaba por un ambicioso diseño urbano, de edificios altos, casas victorianas e iglesias sofisticadas. Era muy popular por sus restaurantes y hoteles de lujo, tiendas chic y arquitectura digna de admirar.
Aparcó y entró en el pequeño y coqueto jardín delantero de la propiedad de los señores Chaves. Caminó por el sendero de pizarra gris y ascendió los tres escalones que conducían al porche. Tocó el timbre y esperó.
Cuando la puerta principal se abrió, Paula se cubrió la boca al instante, desorbitó los ojos y retrocedió por instinto. A punto estuvo de caerse, de no ser por Ramiro, que la agarró del brazo y la metió en la vivienda.
—Buenas noches, cariño —le susurró al oído, aspirando sus cabellos—. Llegas pronto. Me alegro mucho —sonrió con frialdad.
—¿Qué...? —tragó—. ¿Qué haces aquí?
Observó su aspecto. Vestía de traje y corbata, impecable como siempre. Sin embargo, su cara... Tenía el pómulo morado y abultado, además de las cuatro líneas finas que Paula le había marcado al abofetearlo con las uñas la noche anterior.
—Tu madre me ha invitado porque tú has organizado una cena importante.
Ella reculó, pero él la pegó a su cuerpo para prohibirle huir. Y no la soltó hasta alcanzar la cocina, al fondo del pasillo.
—¡Hola, tesoro! —exclamó Karen con una sonrisa deslumbrante.
—Mi niña —dijo su padre, acercándose para besarla en la mejilla—. ¿Qué tal estás? No nos enteramos ayer de cuándo te fuiste —escrutó su rostro—. ¿Dolor de cabeza?
Ella asintió. Elias la besó en la frente y la abrazó.
—¿Te has tomado algo? Hacía mucho que no te dolía —frunció el ceño.
Sus dolores de cabeza eran resultado de momentos de gran tensión. Y lo sucedido la noche anterior... Mejor no recordarlo.
—Me tomé una pastilla hace como una hora.
La estancia era preciosa, como el resto de la casa, de colores tierra y amarillo, de madera y de estilo antiguo, aunque no recargado, con dulce aroma a cítricos por los ambientadores que había conectados en algunos enchufes.
La cocina era cuadrada y grande, con una encimera rectangular a modo de isla en el centro, con cuatro taburetes a su alrededor. Otra encimera ocupaba la pared frente a la puerta, donde se encontraban la pila, la vitrocerámica y un espacio para preparar las comidas. Los aparadores colgaban de la pared, a ambos lados de la campana, y también había muebles en la parte baja. Los electrodomésticos estaban a la derecha en cuatro torres: la nevera en la primera; el congelador en la segunda; el horno, el microondas y el lavavajillas en la tercera; y la lavadora y la secadora en la cuarta.
Su madre estaba cocinando, con su delantal de lunares rojos sobre fondo blanco atado en la espalda. Tenían dos doncellas que trabajaban durante el día, una se encargaba de la limpieza exclusiva del hogar y otra, de la cocina, además de dos jardineros que cuidaban el exterior tres veces en semana.
—¿Qué quieres de beber? —le preguntó su padre, abriendo el frigorífico.
—Agua —respondió Karen—, para mí también, por favor.
Paula inhaló aire y lo expulsó de forma sonora.
—¿Hay vino, papá? —se atrevió a pronunciar.
—¿Rosado, mi niña? —le sonrió.
—Sí, por favor —le devolvió el gesto y se sentó en un taburete.
Escuchó a Ramiro gruñir y a su madre ahogar una exclamación.
—¿Desde cuándo bebes alcohol? —inquirió su madre, limpiándose las manos con un trapo.
—Desde que me apetece.
No lo pretendía, pero esas palabras salieron de su boca por sí solas.
¡Cielo santo! ¡Qué pasa contigo, guapa! ¡Hurra!
—Pues el alcohol no es bueno para una niña como tú, tesoro. Ponle agua, Elias, como a mí, o un refresco sin alcohol, lo que quiera Paula.
—Quiero vino rosado muy frío —insistió ella, con una paciencia infinita.
—Tu madre tiene razón —declaró Ramiro, cruzándose de brazos—. No es bueno para ti. Te lo dije ayer, cariño. El alcohol no le hace bien a una mujer de tu posición.
¿Cariño?
—Hay cosas que no son buenas para mí —convino Paula, aceptando la copa que su padre le había servido, ignorando deliberadamente a su esposa y guiñándole un ojo cómplice a su hija—. Y, aun así, esas cosas siguen revoloteando a mi alrededor. Gracias, papá —lanzó la pulla, orgullosa de sí misma.
Elias ocultó una risita. Karen y Ramiro la contemplaron como si estuviera loca.
—¿Qué haces aquí, Ramiro? —preguntó Paula, adrede, antes de probar el vino—. Creo que insistí, mamá, en que esta cena fuera solo en familia y, que yo sepa, Ramiro no es parte de la familia.
Su padre, entonces, arrugó la frente y se preocupó.
—¿Pasa algo, cielo? Tu madre, como siempre, dijo que habías querido que cenásemos los cuatro.
—¿Se puede saber qué te pasa? —le increpó su madre, aproximándose a ella, obviando a su marido—. ¿Has estado bebiendo en casa y por eso estás diciendo estupideces? ¡Te has tomado una pastilla para la cabeza, por el amor de Dios! —gesticuló al hablar—. ¡El alcohol y los medicamentos jamás se deben mezclar!
Se acabó.
—¿Cómo te has hecho eso, Ramiro? —continuó Paula con su interrogatorio, mirándolo bien erguida en el asiento y disfrutando de la copa.
Ramiro entrecerró los ojos y se ajustó la corbata.
—Repito —articuló Karen en un tono agudo, al borde de la histeria—, ¿se puede saber qué te pasa, Paula? ¿No recuerdas el robo?
Ella levantó las cejas de nuevo. En ese momento, su padre también la observaba con extrañeza.
¿Qué robo, si puede saberse? Esto no me lo pierdo...
Amaba a su madre con locura, pero, en lo referente a Ramiro Anderson, Karen era un caso aparte... No obstante, Paula Chaves jugaba en casa, como se decía en el deporte, y su padre estaba a su lado. La victoria sería suya. El abogado mordería el polvo.
—Parece que no recuerdo el robo, Ramiro. ¿Te importaría hacer los honores, por favor?
A continuación, su ex prometido comenzó a relatar una historia increíble en la que varios carteristas, no uno, ¡cuatro!, habían intentado robar el bolso de Paula la noche anterior, antes de entrar en el loft, justo cuando, supuestamente, él la estaba acompañando a casa después de la fiesta de Samuel Alfonso, y que, para evitarlo y en rescate a su amada, como todo caballero presto a defender el honor de una damisela en apuros, Ramiro se había enzarzado en una pelea con los asaltantes, a los que, ¡para mayor asombro!, había dejado inconscientes en el suelo y a la espera de una ambulancia. Y, por supuesto, el valiente abogado Anderson no presentó denuncia porque se había apiadado de los ladrones.
¡Toma ya! ¡Y se queda tan pancho!
Ella, de repente, estalló en carcajadas, aplaudiendo y doblándose por la mitad, para completo horror de su madre, vergüenza de Ramiro y diversión de su padre. Estuvo riéndose un par de minutos. Incluso lloró.
Elias acortó la distancia y, sin previo aviso, la envolvió con fuerza entre los brazos.
—Mi niña... Por fin... —le dijo, con la voz rasgada por la emoción.
Sonrió a su padre con adoración y correspondió el abrazo, protegida y amada.
—Parece un cuento de hadas —comentó Paula. Bebió otro trago de vino, en esa ocasión más largo—. Y luego, Ramiro, ¿qué pasó?, ¿me subiste a tu caballo y me llevaste al pomposo castillo?, ¿vivimos felices y comimos perdices? —alzó la copa en un brindis silencioso hacia él y dio un sorbo más pequeño.
—¡¿Qué te pasa, por el amor de Dios?! —gritó Karen, alucinada.
Paula apoyó las palmas en la isla y miró al matrimonio Chaves, seria.
—Lo que sucede —comenzó ella, tranquila, para su completo asombro— es que se cancela la boda. Ramiro y yo hemos terminado. Por eso quería veros a solas. Y, sinceramente, mamá —la observó largo rato—, no entiendo por qué lo has invitado. Te repetí tres veces que quería cenar a solas con papá y contigo. Y recalqué que con Ramiro, no.
—Tú y yo no hemos terminado, ¡qué tonterías dices, Paula! —se rio Ramiro, fingiendo que todo era un teatro—. El alcohol te afecta de forma negativa —se acercó y le quitó el vino—. No les des estos sustos a tus padres, no se lo merecen. Nosotros...
—Ramiro —lo cortó Elias. Las arrugas de su frente se profundizaron—. ¿Es cierto eso, cariño? ¿Quieres cancelar la boda?
—No quiero casarme con Ramiro. Lo siento... —Se ruborizó—. Sé que ya están las invitaciones enviadas, que quizás sea un escándalo para el bufete... —las lágrimas brotaron de sus ojos de manera desbordante, como una cascada —. Yo...
—¡Por supuesto que la boda no se cancela! —vociferó su madre, roja de ira. La sujetó por los hombros—. Es por culpa de ese médico, ¿verdad? ¿Qué ideas te ha metido en la cabeza? ¡Habla, Paula!
Paula se soltó y retrocedió, pero Karen la agarró del brazo y la condujo al pasillo, cerrando la cocina a su espalda para que ninguno de los dos hombres las interrumpiera.
—No es por culpa de Pedro, mamá. No quiero casarme con Ramiro. Acéptalo, por favor... —le rogó en un tono débil pero firme. Temblaba—. Fue un error decir que sí. Lo siento...
—No basta un perdón, señorita —colocó los puños en los costados—. Vas a alejarte del médico. Y si tengo que meterte en esta casa otra vez, ten por seguro que lo haré —entornó la mirada—. De hecho, ahora mismo, Ramiro te acompañará al loft y recogerás todas tus cosas. Desde hoy, vivirás aquí hasta que te cases el veintitrés de septiembre.
—¡No! —exclamó, horrorizada—. ¡No quiero casarme con él!
—Esto es mi culpa por permitir que tu padre te lo consintiera todo — farfulló su madre, caminando por el corredor sin rumbo y sumida en sus pensamientos—. Esto es mi culpa. Pero nunca es tarde para rectificar —clavó los ojos en los de ella—. Lo que sí ha terminado es lo del médico. No te acercarás a él.
—No me lo puedes prohibir —se irguió, apretando la mandíbula.
—¿Es que no te das cuenta de que el doctor Pedro lo único que logra es convertirte en una niña maleducada, contestona y rebelde? —su semblante se cruzó por la desesperación—. ¡Tú no eras así! ¡El doctor Pedro es una mala influencia! Y ahora pretende separarte del hombre al que amas.
—¡Ya basta, Karen! —rugió Elias, abriendo la cocina, furioso.
—Karen no es una mala influencia —lo defendió Paula, vibrando por la indignación—. Pedro es la única persona que me ha escuchado desde que desperté del coma. De hecho, desde que Lucia murió. Nadie —tragó—. Nadie me ha dado el apoyo que él me da —enumeró con los dedos—. Nadie me escucha como lo hace él. Nadie me pregunta qué es lo que quiero, salvo él. Nadie —enfatizó, observando a su madre— piensa primero en mí, excepto él. ¡Y ya estoy harta de soportar tonterías! —agregó, moviendo los brazos con energía, llorando de la rabia que sentía—. No voy a casarme con Ramiro y nadie me lo va a impedir. Ni siquiera tú, mamá. ¡Te preocupas por Ramiro más que por mí y estoy harta! ¡Tu hija soy yo —se señaló a sí misma—, no él! ¡Lucia se murió, pero yo, no, maldita sea!
Karen Chaves le propinó tal bofetón que le giró la cara.
Las lágrimas de Paula se cortaron de inmediato.
Se tapó la mejilla, atónita.
—Mamá...
Su madre estaba tan sorprendida como ella... Se miraba la mano con la que la había pegado como si se tratase de un monstruo. Y desapareció escaleras arriba, silenciando un sollozo detrás de otro.
Paula continuó sin moverse hasta que su padre le tocó el hombro. Ella se sobresaltó y retrocedió hacia la puerta, todavía sin creerse lo que acababa de acontecer. Corrió al coche y se montó. Condujo varios minutos, pero aparcó en la acera al percatarse de que no sabía dónde estaba. Su cerebro no registró la calle, no registró nada...
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