viernes, 29 de noviembre de 2019
CAPITULO 98 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro estaba apoyado en un lateral del todoterreno de su madre, con los brazos cruzados al pecho, encogido por el horrible frío que aún asolaba la ciudad en el mes de febrero, cuando su mujer traspasó la puerta principal del hospital.
En cuanto Paula lo vio, corrió hacia él sin importarle los altos y finos tacones que llevaba, y con una desenvoltura increíble.
Pedro sufrió una parada cardíaca, y no fue el único, pues más de uno se giró para admirarla.
El abrigo de terciopelo azul no alcanzaba sus rodillas, era corto y muy femenino, ceñido a su cintura y con el cuello alto y rígido. Sus cabellos serpentinos se balanceaban por su espalda. Un bolso pequeño, rectangular y de piel le cruzaba el cuerpo gracias a una cadena dorada. Y sus piernas estaban enfundadas en unas medias tupidas, también azules.
—Buenas noches, soldado —le dijo, antes de besarle la mejilla de forma sonora.
—¿Preparada para nuestra cita, rubia? —se incorporó, la rodeó con un brazo y la pegó a su cuerpo—. ¿Has traído el pañuelo y los tapones?
Ella asintió, ruborizada. Él observó sus labios un instante... y los devoró al siguiente de manera fulminante y feroz, dejándola en el mismo estado ansioso en que Pedro se hallaba desde hacía varios días. La soltó y la ayudó a montar en el coche. El chófer de Catalina, Robert, estaba avisado, por lo que se pusieron en marcha en silencio.
—El pañuelo, rubia —le pidió él, extendiendo la mano. Paula lo sacó del bolso y se lo entregó—. Media vuelta —sonrió, travieso.
Ella frunció el ceño, mosqueada, pero se giró. A continuación, Pedro dobló la seda y le tapó los ojos.
—Pedro, ¿qué...?
—Es parte de la cita —la interrumpió, anudando los extremos detrás de la cabeza—. ¿Confías en mí? —le susurró al oído.
—No —se mordió el labio.
Él sonrió con malicia. Para Pedro, un no era un sí, ambos lo sabían y se había convertido en un juego, en otro de sus muchos secretos. Le rozó la oreja con los labios, incapaz de resistirse, y entrelazó una mano con la de ella.
Unos minutos más tarde, le indicó que se colocara los tapones. Reprimió una carcajada ante su desconcierto.
—¿Esto es necesario? —se quejó Paula.
—Te diré lo que va a pasar: cuando paremos, te cogeré en brazos, luego te sentaré en un sillón y no podrás quitarte los tapones ni el pañuelo hasta que yo te lo diga.
—¿Qué sillón, Pedro? —se tiró de la oreja izquierda.
Él se lo pensó unos segundos y decidió mentirle.
Más adelante, descubriría ella misma la verdad.
—El sillón de un coche muy grande.
—¿Nos montaremos en otro coche?, ¿una limusina? Eso es un coche muy grande.
—Exacto, rubia —le acarició las mejillas con los nudillos—. Después, te cogeré en brazos otra vez y te meteré en otro coche; ahí, te quitarás los tapones. ¿Alguna pregunta?
—¿Vas a responderlas?
Pedro se echó a reír.
—De momento, es todo confidencial —la besó en la boca—. Ponte ya los tapones.
Ella obedeció y el todoterreno se detuvo.
—Gracias, Robert.
—Un placer, señorito Pedro. Que disfruten —sonrió.
—¿Rubia? —la llamó, para asegurarse de que no escuchaba nada.
Como Paula no respondió, él salió del coche, abrió su puerta y la cogió en brazos. Ella se sujetó a su cuello. Caminó un par de pasos y ascendió una escalera móvil para entrar en el nuevo transporte.
—Buenas noches, señor Alfonso —lo saludó una mujer de uniforme, con una amplia sonrisa. Era morena y pasaba de los cuarenta años—. Por aquí, por favor —le mostró sus asientos.
El personal estaba avisado de que era una sorpresa para su mujer, gracias a su amigo Carlos, por lo que nadie comentó nada con respecto al pañuelo, a los tapones o a que la estuviera cargando en actitud romántica. Él la acomodó en un sillón, se sentó a su lado y le quitó el bolso y el abrigo para que estuviera a gusto.
—Pedro, por favor...
Pero Pedro no cedió. Se deshizo de la chaqueta del traje y se remangó la camisa en las muñecas.
—¿Algo de beber o de comer, señor Alfonso? —le preguntó la mujer, dejándoles dos mantas y dos almohadas en los sillones de enfrente, bastante separados de ellos.
—Ahora no, gracias.
Se quedaron solos. Él se agachó y descalzó a Paula, que se sobresaltó por el contacto. Le subió las piernas al asiento y la abrazó por los hombros, instándola a que se recostara en su pecho. Ella suspiró profundamente y flexionó las rodillas hacia un lado.
Tal imagen le robó el aliento. Estaba preciosa de azul. El vestido era sencillo, pero refinado, de seda, ajustado en el corpiño, suelto desde la cintura hasta la mitad de los muslos, de manga larga y escote en forma de corazón.
Posó una mano en su cadera, cerró los ojos y rezó una plegaria para que se durmiera, porque tenían cuatro horas de viaje...
Y la Bella Durmiente no lo defraudó.
CAPITULO 97 (SEGUNDA HISTORIA)
La pareja entró en el despacho de Bruno, que en ese instante colgaba el teléfono fijo del escritorio.
—Paula... —comenzó Bruno. Estaba consternado—. Jorge me acaba de llamar pidiéndome explicaciones por lo ocurrido. No puede dejarlo correr, por mucho que le pese en relación a ti. Ya se ha enterado todo el hospital —se revolvió los cabellos y caminó hacia la ventana, al fondo. Suspiró y la miró con gravedad—. Emma desciende de categoría. Al ser la jefa, su culpa en la pelea es mayor porque debía haber dado ejemplo. Y no se le abre un expediente porque ni Jorge ni yo queremos abrírtelo a ti, pero, a partir de este momento, Emma deja de ser la jefa de enfermeras de Neurocirugía. Se lo comunicaré ahora.
—¿Y yo? —le preguntó, en un hilo de voz.
—Quitarle el puesto va a suponer un problema más para ti, Paula. Quizás, lo mejor sea que cambies de planta —se encogió de hombros—. Así evitaremos más problemas.
—Estoy a gusto aquí...
—Jorge me ha cedido tu castigo a mí. Y yo... —respiró hondo—. Te lo cedo a ti.
Paula alzó las cejas. Pedro sonrió.
—Eres mi cuñada —señaló Bruno, sonriendo también— y mi amiga, así que no puedo castigarte ni ser imparcial. Soy un jefe horrible, ¿eh? —hizo una mueca cómica.
Ella soltó una risita.
—Haré lo que tú me digas, jefe. De verdad que siento mucho lo que ha pasado...
—Sé que fue Emma quien empezó —le dijo Bruno—, pero soy el jefe de la planta y tampoco puedo dejarlo correr, no sería ético ni profesional —ladeó la cabeza—. Te asignaré a una enfermera que no sea Sabrina durante un mes.
Después, te someteré a un examen como si fueras una enfermera en prácticas, ¿de acuerdo? No tendrás problema porque te lo haré yo mismo y porque eres una de las mejores, y con diferencia —le guiñó un ojo—. Además —levantó una mano—, la enfermera que te supervise tendrá que hacer un parte diario de tu actividad. Es decir, tu castigo es un mes de prueba.
—Es un buen castigo —convino Pedro, feliz por la decisión.
—Gracias, Bruno —le aseguró Paula, conmovida por tener un cuñado y un amigo tan bueno.
Ella y su marido salieron al pasillo.
—¿Estarás bien? —se preocupó él, tomándola por las mejillas—. Mándame un calcetín antes de sacar las uñas, gatita —se carcajeó—. Nos vemos luego —la besó en los labios—. Por cierto —la abrazó por la cintura —, te debía una cita, ¿no?
—¿Cuándo, soldado? —enroscó las manos en su cuello.
—El viernes por la noche. Saldremos directamente del hospital. Mauro y Zaira cuidarán de Gaston, ya hablé con ellos.
—¿Adónde vamos? —se mordió el labio. Su corazón se disparó.
—Es una sorpresa —la besó de nuevo, dulce y tentador.
—¿Un... secreto? —articuló Paula en un suspiro entrecortado.
Su marido la devoró con esos ojos de puro chocolate, que relampagueaban, erizándole la piel. A ella se le doblaron las rodillas.
—Siempre nuestro secreto —afirmó él, en un áspero susurro.
—¿Y tengo que vestirme de alguna manera especial?
—Como tú quieras —sonrió, enigmático—. No vamos a ningún sitio de etiqueta. Creo que te gustará.
Se besaron una última vez y se despidieron.
Sin embargo, Paula decidió bombardearlo con mensajes el resto de la tarde.
Paula: Dime dónde, soldado, por favor...
Pedro: Te daré una pista: no es una cita normal.
Paula: ¿Y eso qué significa?
Pedro: Te confieso que tengo un poco de miedo...
Paula: ¿El famoso Pedro Alfonso tiene miedo a una cita?
Pedro: Tengo miedo porque no es fácil impresionarte, rubia. Odias las citas, las flores, los bombones y los besos de despedida. Contigo hay que esmerarse. Y, no, nunca he tenido una cita así con nadie, por si te lo preguntas. Solo espero no equivocarme...
Se derritió...
Y derretida estuvo el resto de la semana, hasta el temido viernes. Se había traído al hospital el conjunto de ropa en una bolsa de piel, que luego Bruno se llevaría al apartamento para no tener que cargarla ella en la cita.
—Hoy es la gran noche, ¿no? —le dijo Tammy, con una sonrisa adorable.
Tammy era la enfermera que Bruno había elegido para que la supervisara en su mes de castigo, la misma a quien habían ascendido a jefa de enfermeras de Neurocirugía tras el descenso de Emma. Era el encanto personificado, amable, educada y cariñosa. En cuanto al físico, era rubia ceniza de pelo muy corto, ojos azules, alta y esbelta, considerada una de las mujeres más atractivas del General. Tenía treinta y ocho años y estaba soltera y sin compromiso, aunque más de uno babeaba por ella.
—Estoy un poco nerviosa —le confesó Paula, cambiando el suero de un paciente que en ese momento estaba dormido y solo en la habitación.
—¿Solo un poco? —arqueó las cejas—. Llevas cinco minutos de reloj para cambiar el suero del señor Ryan —se rio—. ¿Por qué no te tomas un café y te relajas un poco?
Ella asintió y se encaminó hacia la sala de descanso. Su móvil vibró en el bolsillo de su pantalón de uniforme. Era un mensaje. Su interior se revolucionó.
Pedro: Abre tu taquilla.
Siguió su escueta instrucción y descubrió una caja rectangular envuelta en papel rojo. En su interior, había unos tapones para los oídos, un pañuelo azul de seda y una nota:
Guárdalo en tu bolso, porque lo vas a necesitar... Pedro.
Ay, Pedro... Todavía quedan tres horas, pero ya es la mejor cita del mundo...
CAPITULO 96 (SEGUNDA HISTORIA)
Su jefa estaba a horcajadas sobre ella, que intentaba frenar sus ataques. La coleta se le había deshecho y los mechones que bailaban libres y en remolino por su rostro le impedían ver con claridad. Consiguió aferrar por las muñecas a Emma y girar, quedando encima. No la golpeó, a pesar de que era lo que más deseaba, sino que procuraba sujetarla, pero su jefa pataleaba y se retorcía con saña, incluso quiso morderla.
De repente, alguien la levantó por las axilas y Bruno incorporó del suelo a Emma de malas maneras.
—Suficiente, rubia —le susurró ese alguien al oído, abrazándola por la cintura en el aire, y pegándola a su cuerpo.
—Pedro... —volvió el rostro y lo vio. El enfado se evaporó al fijarse en su sonrisa pícara—. Pedro, yo... —la vegüenza la inundó.
—No te disculpes, gatita —ocultó una risita—. Al menos, no conmigo.
Ella se sonrojó y agachó la cabeza.
—Las dos, a mi despacho. Ya —gruñó Bruno, antes de caminar a paso firme por el corredor, junto a la jefa de enfermeras, que se ajustaba el uniforme para parecer presentable.
¡Pero ¿qué he hecho?! ¡¿Desde cuándo soy así?! ¡Me ha visto todo el hospital!
Pedro soltó despacio a Paula, se agachó y recogió su goma del suelo. A continuación, se colocó a su espalda y, con mimo, le peinó los cabellos en una coleta alta y tirante. Entrelazó una mano con la suya y la guio por el pasillo ante la pasmosa mirada de los visitantes y del personal del hospital, algunos procedentes de otras plantas. Ella estaba tan nerviosa por la reacción de Bruno, por su propio comportamiento, que se tiraba de la oreja izquierda sin descanso.
Entraron en el despacho del jefe de Neurocirugía. Pedro cerró tras de sí y se recostó en la puerta, cruzado de brazos y mordiéndose el labio para no sonreír.
Las dos enfermeras se situaron frente a Bruno. Emma se irguió, mostrando la característica frialdad de sus ojos negros. Paula se encorvó, sintiéndose fatal por su cuñado, que la observaba con evidente decepción.
—¿Necesito llamar a algún testigo —preguntó Bruno con la voz contenida —, o seréis capaces de explicarme lo que ha pasado sin sacar las uñas otra vez? ¿Emma?
—¡Me ha abofeteado sin razón! —exclamó, señalándola con la mano.
—¿Sin razón? —repitió ella con incredulidad—. Me has insultado primero a mí —enumeró con los dedos—, después, has insultado a mi hijo y, luego, has insultado a mi marido. Eso son tres motivos —la miró con un odio inmenso.
Su marido estalló en carcajadas.
—¡Pedro! —se quejó Bruno—. Fuera de aquí.
—Vamos, Bruno...
—He dicho que fuera de aquí. Y llévate a Paula. Primero, hablaré con Emma.
—Ven conmigo, rubia —le dijo Pedro, tomándola del codo para arrastrarla de vuelta al pasillo—. ¿Estás bien? —la sujetó por la nuca para comprobar que no tuviera ningún golpe o arañazo.
Paula le ofreció la espalda.
—No, no estoy bien —declaró ella, abatida—. Bruno tiene que odiarme... Qué vergüenza, Pedro... —se tapó la boca—. Yo no soy así...
Él la atrajo hacia su pecho, rodeándola por las caderas, y la besó en la sien.
—Se le pasará, estate tranquila. ¿Qué ha ocurrido?
Le relató los hechos, sin omitir detalle. Justo cuando terminó, Emma salió.
—La próxima vez que toques a mi mujer, le hagas daño de algún modo o insultes a mi hijo, Emma —sentenció Pedro, en un tono tan frío que hasta Paula se sorprendió—, haré que te despidan y que no te contraten en ningún hospital de Boston.
—¿Me estás amenazando? —entrecerró los ojos.
—Te estoy avisando de lo que sucederá si te atreves a perjudicar otra vez a mi familia —besó a su mujer en el cuello—. Limítate a trabajar, que para eso estás aquí.
—Tú no eres nadie para ordenarme nada —le escupió Emma, colorada por la rabia que sentía hacia el matrimonio.
Él la soltó y se colocó frente a la jefa de enfermeras. Introdujo las manos en los bolsillos del pantalón del traje y sonrió con serenidad.
—Vuelva al trabajo, enfermera Clark, se lo ordena —recalcó con excesivo énfasis— el jefe de Oncología.
Emma se sobresaltó por la formalidad de sus palabras y se marchó.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)