lunes, 2 de diciembre de 2019
CAPITULO 107 (SEGUNDA HISTORIA)
Paula chilló cuando Pedro la atrapó, la alzó en el aire y, a pesar de patalear, la arrojó al mar.
Emergió a la superficie en un ataque de tos debido a la risa. Él le quitó la goma del pelo y la abrazó por la cintura. Ella lo envolvió con las
piernas. Y se besaron, entre carcajadas porque las olas les rompían en el cuerpo, impulsándolos de un lado a otro. Pedro la lanzó varias veces por los aires, alucinándola por su fuerza. No estaba precisamente delgada, pero su marido era todo un dios.
Salieron del agua. Se escurrió los mechones y la camisola mientras él se sentaba en la orilla.
—Ven aquí —extendió los brazos.
Paula sonrió y se tumbó encima, para espectáculo de los presentes, que no les quitaban el ojo. Y besó a su marido con toda la pasión que sentía por él, mientras el agua les salpicaba las piernas.
La tarde fue maravillosa. Se comportaron como dos adolescentes que se habían saltado las clases del instituto para vivir una escapada romántica.
Cuando Paula ya estaba seca, Pedro decidió enmendar tal hecho mojándola de nuevo.
—¡Para!
Él no obedeció, por lo que ella lo imitó, pero Pedro se fugó a tiempo. Paula corrió tras él, se impulsó y se subió a su espalda. La sujetó por el trasero, se lo pellizcó, juguetón, y comenzó a girar sobre sí mismo. A ella le dolía el estómago de tanto reír.
Cayeron a la arena porque su marido se mareó por las vueltas. Pedro se acomodó con medio cuerpo encima del suyo. Le retiró los cabellos del rostro con ternura, acariciándole la cara. Sus ojos brillaban con cariño. Bajó los párpados y la besó en los labios. Ella enroscó las manos en su nuca y lo correspondió con dulzura.
Se hicieron cientos de fotos con el móvil.
Enviaron una a Zaira y le escribieron para saber qué tal estaba su hijo. Su amiga les mandó imágenes de Gaston y Paula, sentimental, se echó a llorar, conmovida al ver a su bebé.
—Lo echo muchísimo de menos...
—Yo, también —se sentó y adoptó una actitud demasiado seria—. Pero no me arrepiento de haber venido. Creo que necesitábamos esto. El siguiente viaje lo haremos con él —contempló el océano, perdido en el horizonte.
—¿Qué te pasa, soldado? —se preocupó, abrazándolo por la espalda.
—No quiero que, al volver, todo sea como hasta ahora —declaró Pedro, en un hilo de voz—. No quiero que, a partir de mañana, regresen las dudas, las desconfianzas, los problemas y las inseguridades. Me da la sensación de que esto es un sueño... —suspiró—, un sueño del que no quiero despertar.
Ella gateó hasta quedar a horcajadas sobre su regazo. Le sujetó la cabeza con ambas manos y sonrió. Su corazón frenó en seco al atisbar el tormento que transmitía la mirada de su guerrero. Se le formó un nudo en la garganta. Ya no podía continuar ocultándolo más.
—¿Te cuento un secreto, mi guardián?
Tembló. Él la rodeó al notar su nerviosismo, aunque Paula no pudo evitar tirarse de la oreja izquierda.
—Cuéntame tu secreto, rubia —le pidió en un tono ronco.
—Pedro, yo...
—Yo, también... —el martirio había desaparecido. Dibujó una sonrisa preciosa, la más bonita que había mostrado hasta el momento, su mejor sonrisa —. Una mirada funde el hielo, ¿no?
Las lágrimas se derramaron por sus mejillas, no solo en las de ella... Se abrazaron con fuerza.
Y regresaron al hotel, sin dejar de sonreír.
CAPITULO 106 (SEGUNDA HISTORIA)
Fueron los cinco minutos más largos de su vida, en los que sintió la imperiosa tentación de liberarse él solo sin aguardarla.
Paula entró con cuidado, de sus brazos colgaba lo que Pedro le había pedido. Un agradable escalofrío le recorrió el cuerpo al darse cuenta de que todas las camisas eran blancas y de que los pantalones, de pinzas o vaqueros, eran azules en distintos tonos oscuros.
Hasta en eso es perfecta. Siempre tan atenta...
Solo en mí... Mi rubia...
Paula puso la ropa en los ganchos con excesivo escrúpulo. Tenía las mejillas muy rojas y evitaba dirigirse a él, lo que le divirtió y estimuló a partes iguales. No se levantó del asiento y esperó a que terminara. Entonces, dulce y sofocada, suspiró de manera entrecortada, de perfil a Pedro, tirándose de la oreja izquierda.
—Ven aquí —extendió una mano.
Ella se giró y, agachando la cabeza, aceptó el gesto.
—Nunca te avergüences conmigo.
Paula asintió, seria. Él abrió las piernas y la colocó entre ellas. Le rozó la piel de los muslos con ternura. La miró a los ojos.
—Desnúdate.
—Pero si...
Pedro le tapó la boca con un dedo, acercándola más a sus caderas. Paula respiró hondo de forma discontinua y cerró los párpados con fuerza antes de sujetar el dobladillo de su vestido y comenzar a subírselo. Él no desaprovechó la oportunidad y posó los labios en su piel blanquecina e increíblemente suave, cálida, acogedora... Ella se sobresaltó, por un instante, se paralizó, pero logró terminar la tarea. A continuación, mientras Pedro la impregnaba de besos húmedos por el vientre y trazaba círculos con los dedos en su espalda, ella se deshizo del sujetador. Los alientos de ambos se alteraron.
—Si vienen...
—No pueden entrar —le bajó las braguitas lentamente—. Por eso, te pedí que trajeras tanta ropa, rubia.
—Pero...
—¿Confías en mí?
La joven apoyó las manos en sus hombros.
Sonrió.
—Nuestro secreto.
—Nuestro, rubia, solo nuestro...
La acomodó en su regazo a horcajadas. La dejó con los tacones puestos. No se consideraba un fetichista, era un hombre bastante corriente en cuanto al sexo, aunque con Paula se estaba descubriendo a sí mismo... Lo volvía loco en
todos los aspectos de su vida. Con ella, todo era muy intenso, desbordante, tórrido, extremado, justo lo que él siempre había necesitado y querido: blanco o negro, sin escala de grises.
La alzó y la penetró muy, pero que muy, lánguido, saboreando cada milímetro de su unión. Tomaron una gran bocanada de aire los dos, temblando.
—Pedro...
—Coge una camisa... Joder... —la sujetó por las caderas para que se zarandeara lo menos posible—. Y estate quieta —gruñó.
Paula estiró el brazo con un esfuerzo sobrehumano y cogió una de las camisas.
—Pruébamela —apretó la mandíbula y tragó. Tuvo que soltarla para ayudarla. Y los movimientos les arrancaron un resuello—. Siguiente.
Y así se probó más, pero, al colocarle la camisa número seis, empezó a sudar. Ella se percató, fue a quitársela, pero Pedro se lo impidió, apresándole las nalgas. Paula arrugó la camisa en el cuello y se pegó a su cuerpo, estremecida.
—Me están... todas... bien... —susurró él, inhalando como un animal encerrado.
—Faltan... cuatro...
Entonces, Pedro la alzó unos centímetros y la embistió con vigor una sola vez. Paula se mordió el labio, echando hacia atrás la cabeza y cerrando los ojos.
—No... Mírame...
Lo miró, con mucho esfuerzo. Él estaba a punto de estallar y apenas se habían balanceado, excepto en ese instante, pero estar enterrado profundamente en su adicto interior lo enardeció hasta el infinito. Se enderezó, apreciando sus jugososos y erguidos senos resbalando en su pecho. Le cubrió la boca con una mano y deslizó la otra por su intimidad.
Y ella sucumbió... Tan sensible... Se arqueó y se convulsionó, emitiendo un grito seguido de otro, que quedaron amortiguados en su palma, incluso le clavó los dientes, y lo arrojó a él al infierno... La mordió en el hombro para silenciarse a sí mismo.
No se inmutaron hasta que un golpe en la puerta los alertó. Pedro la abrazó para que no se apartara.
—¿Sí? —dijo él, antes de aclararse la voz ronca.
—¿Va todo bien? —se preocupó la dependienta.
El probador era alto, pero carecía de techo.
—Las camisas son perfectas —declaró Pedro.
—¿Y los pantalones? —preguntó en tono receloso.
—Estoy en ello. No tardaré. Disculpe las molestias, señorita.
Escuchó a la morena reírse con coquetería y alejarse.
—Pedro... —susurró Paula, acariciándole las mejillas, ruborizada. No sonreía—. Necesitas también zapatos y ropa interior.
Él enarcó las cejas y se echó a reír, contagiándola.
Ella se vistió bajo la atenta y famélica mirada de Pedro, que se colocó las prendas de la tienda a una rapidez inusitada. Salieron del probador.
Compró las diez camisas y los diez pantalones solo por los recuerdos que atesoraban.
Le entregó la tarjeta de crédito a la morena, pero distraído y embobado en su mujer, que ojeaba las corbatas. Se acercó a ella por detrás y se pegó a su espalda.
—¿De verdad no utilizas corbatas por si te cruzas con alguna mujer llorando?
—¿Quién te ha dicho eso?
—Tu madre.
—Mi madre me va a oír... —se quejó él, meneando la cabeza.
—Fue el día que me contó que tus besos son especiales, que cierras los ojos antes de besar a alguien, si ese alguien es especial para ti.
El corazón de Pedro amenazó con explotarle en el pecho.
—Y ese mismo día me fijé —confesó ella, jugueteando con el cuello de su camisa— en que cierras los ojos conmigo, cuando vas a besarme. Siempre lo haces.
La dependienta los interrumpió en ese momento.
—Nos alojamos en el Ritz-Carlton de Bal Harbor, en la suite presidencial —le indicó él, dándole una generosa propina.
—Gracias, señor. En menos de una hora lo tendrán todo allí.
Se marcharon en busca de una zapatería masculina y una maleta para guardar las compras y llevárselas a Boston. Terminaron las compras en silencio, regresaron al hotel y se cambiaron de ropa.
Pedro optó por unos vaqueros, una de las camisas más informales, que se remangó en los antebrazos, y unas Converse blancas.
Paula le robó el aliento... Mostraba las piernas, porque había elegido una de las camisolas, de manga corta y abombada en los hombros, blanca, de cuello corto y rígido y abierta en el escote, además del cinturón trenzado y fino en las caderas y unas sandalias planas de tiras marrones, a juego; se había recogido los cabellos en una coleta alta, tirante y ondulada.
Parecía un ángel... Estaba preciosa.
Se montaron en el Aston Martin y condujo hacia Ocean Drive, una de las zonas más populares de Miami. Era un paseo marítimo situado en el área de South Beach. Estaba atestado de gente, sobre todo de patinadores. Los edificios eran de estilo Art Decó, caracterizados por la geometría elemental.
La música latina inundaba el lugar y las playas de arena blanca y agua cristalina estaban abarrotadas.
Pasearon cogidos de la mano durante un rato.
Después, se sentaron en una terraza y comieron unos sándwiches acompañándolos con cervezas. Ella estaba exultante, no paraba de sonreír.
Se descalzaron y entraron en la playa. Paula soltó una risita al hundir los pies en la cálida y fina arena. Corrió hacia la orilla. Pedro sonrió y la siguió, viendo cómo se detenía en el borde del agua. Él dejó los zapatos de los dos en la arena y se quitó la camisa, donde escondió la cartera y el iPhone. Hacía mucho calor. Ocultó una carcajada y se reunió con ella.
—Está helada —le dijo Paula, brincando y riéndose como una niña pequeña emocionada en su primer viaje a la playa.
—Sí —suspiró Pedro, de cara al sol—. Ponte más cómoda, ¿no? —acortó la distancia y le desanudó el cinturón, que lanzó al resto de sus pertenencias. Sonrió.
—¡Oh! —exclamó ella, retrocediendo por la orilla—. ¡No! —gritó, al adivinar sus intenciones, sin detenerse en su huida.
—No, ¿eh? —avanzó, amenazante—. Para mí un no es un sí, rubia...
CAPITULO 105 (SEGUNDA HISTORIA)
Al salir del hotel, emprendieron el camino hacia el lujoso centro comercial Bal Harbour Shops, en la misma calle, donde se hallaban las tiendas más opulentas de Miami. El centro comercial era un gran rectángulo de varios pisos, sin techo en los preciosos patios repletos de palmeras y plantas.
—¡Qué bonito! —exclamó ella, con los ojos brillantes—. ¿Ya habías estado aquí?
—Vengo a Miami una vez al año, a veces más. Carlos tiene una casa aquí, en primera línea de playa. Me la ofreció, pero preferí el hotel —arrugó la frente. ¡Por supuesto que preferí el hotel!
Se detuvieron frente a uno de los establecimientos.
—¿Por qué? —quiso saber ella, demasiado astuta—. A mí no me hubiera importado —agachó la cabeza, tímida.
Pedro suspiró. Le elevó la barbilla con el dedo índice.
—Porque estuviste diez meses viviendo en un hotel con otro hombre y quería borrártelo —respondió en un tono brusco—, aunque sé que es imposible reemplazar esos recuerdos y... a él —retrocedió y se giró.
Paula se situó frente a él, sonriendo con dulzura, y le acarició las mejillas.
—Si te sirve de consuelo, estuve cada segundo de cada día de esos diez meses pensando en ti —su semblante se cruzó por la tristeza—. Ariel fue un gran amigo, pero no eras tú. Y yo solo te quería a ti conmigo. Y debería sentirme mal por decir esto cuando Ariel me trató tan bien, me cuidó, pero... —se separó y desvió la mirada—. Yo solo... —suspiró—. Era tan idiota que te buscaba en internet a diario. Cuando te veía con esas mujeres... —apretó la mandíbula y frunció el ceño—. En esos momentos, me arrepentía de haber rechazado a Ariel.
—¿Cómo? —arqueó las cejas—. ¿Rechazado?
—Me pidió que me casara con él. No pude.
Pedro se acercó.
—¿Por qué no pudiste?
—Porque no estaba enamorada de él —caminó hacia un escaparate.
Joder... Soy yo...
Recordó la conversación que había escuchado a escondidas en la boda de Mauro y Zaira. Ariel había dicho que sabía que el corazón de ella ya poseía dueño antes de volar a Europa.
Y Pedro pensó que se refería a Bruno...
Tal descubrimiento le arrancó una carcajada espontánea. Una indescriptible emoción se adueñó de su cuerpo. Nunca nada lo había entusiasmado tanto...
Ella lo amaba desde hacía mucho, igual que él...
Le invadió una sensación de verdadera libertad, paz y alivio. De repente, soltó el aire que llevaba reteniendo más de dos años, desde el día que la conoció. Había permanecido enclaustrado hasta que la enfermera Chaves se había cruzado en su camino.
Paula tenía razón: aquella mañana la había mirado anhelando lo que necesitaba desesperadamente y no sabía, hasta ese día: a ella.
—¿Entramos aquí? —sugirió él, tomándola de la mano. Le besó los nudillos. Su mujer contuvo el aliento—. ¿Te gusta esta tienda?
Paula asintió, distraída y embelesada en Pedro, no en el establecimiento.
¿Cómo había sido tan obtuso?, se cuestionó él. La amaba tanto que sus sentidos se habían turbado hasta el punto de no atisbar la realidad.
Se había centrado en conquistarla, cuando ya era suya... Y ahora se esmeraría todavía más para que jamás lo abandonara, para enamorarla cada día, para consentirla y mimarla, para adorarla, porque una vida sin su mujer y su hijo no era vida.
Qué cursi soy, joder... Pero es cierto...
Se recorrieron todas las tiendas femeninas del centro comercial. Paula se compró ropa interior, medias y cinco conjuntos de lencería; uno de ellos llevaba liguero, que en la percha lo excitó al imaginárselo con ello. También, eligió un vestido elegante para la noche, pero era sorpresa porque no le dejó verlo; otro más abrigado, para volver a Boston, dos camisolas playeras y unas sandalias de tacón y otras planas, además de un cinturón y dos bolsos: uno, de fiesta y otro, de estilo casual.
Cuando le tocó el turno a él, y la dependienta de la primera tienda masculina en la que entraron le tendió una camisa que había elegido, agarró la
muñeca de su mujer y se encerró con ella en el probador.
—Lo siento, pero no se permiten dos personas en los probadores — protestó la dependienta.
Pero Pedro echó el pestillo, sonriendo con picardía.
—¡Pedro! —se ruborizó Paula—. Haz el favor.
Pedro comenzó a convulsionarse. La dependienta masculló una serie de incoherencias y escucharon cómo se alejaba deprisa. Él, al fin, estalló en carcajadas.
—Rubia —le apresó el trasero por dentro del vestido y se lo pellizcó—, no hago más que pensar en ti con el liguero puesto desde hace un rato y ya no me aguanto más.
—Pedro, por favor... —se quejó sin convicción—, que estamos en un probador... Contrólate —pero se mordía el labio para evitar gemir.
—Ahora mismo ni puedo parar ni tú quieres que pare —le bordeó las braguitas por las caderas e introdujo la mano—. No grites, que nos echan de la tienda.
—Pedro... —jadeó sin control cuando él le acarició su intimidad.
—Joder... —aulló, al descubrir lo avivada que estaba—. Siempre tan preparada... Solo por mí... Joder...
La besó para beberse sus sollozos de placer. La empujó contra la pared y la condujo al cielo durante unos segundos. Le rabiaba el cuerpo de tanto como la deseaba, pero se dominó, ya se desfogaría más tarde, en ese momento solo le preocupaba Rose.
Sin embargo, de repente, Pedro notó cómo le desabrochaba el pantalón y le bajaba la cremallera... cómo su atrevida mano se adentraba en el interior de sus calzoncillos... Y lo veneraba de la misma forma pausada y agónica con que él la mimaba a ella.
Se detuvo de golpe. Observó el amplio espacio.
Se sentó en el taburete acolchado que había en una esquina, el único mobiliario de la estancia, y la arrastró consigo tirando de su muñeca. Se quitó la camisa despacio, al fin y al cabo, tenía que probarse la nueva. Paula no se perdió un solo detalle y lo contempló con ojos centelleantes, expulsando chispas de puro deseo que aumentaron su ego, ¡para qué negarlo!, y algo más... algo que no se molestó en esconder. Se quitó los zapatos y los calcetines y se bajó los pantalones y los boxer hasta sacárselos.
—Ahora vas a salir de aquí —le indicó Pedro en un tono firme aunque áspero— y vas a escoger nueve camisas y diez pantalones. No tardes.
—Pero... —parecía consternada.
—Vamos, rubia —señaló la puerta con la cabeza.
Ella apoyó el bolsito en el suelo, ofreciéndole, sin pretenderlo, la gloriosa visión de su trasero, y obedeció.
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