lunes, 2 de diciembre de 2019
CAPITULO 105 (SEGUNDA HISTORIA)
Al salir del hotel, emprendieron el camino hacia el lujoso centro comercial Bal Harbour Shops, en la misma calle, donde se hallaban las tiendas más opulentas de Miami. El centro comercial era un gran rectángulo de varios pisos, sin techo en los preciosos patios repletos de palmeras y plantas.
—¡Qué bonito! —exclamó ella, con los ojos brillantes—. ¿Ya habías estado aquí?
—Vengo a Miami una vez al año, a veces más. Carlos tiene una casa aquí, en primera línea de playa. Me la ofreció, pero preferí el hotel —arrugó la frente. ¡Por supuesto que preferí el hotel!
Se detuvieron frente a uno de los establecimientos.
—¿Por qué? —quiso saber ella, demasiado astuta—. A mí no me hubiera importado —agachó la cabeza, tímida.
Pedro suspiró. Le elevó la barbilla con el dedo índice.
—Porque estuviste diez meses viviendo en un hotel con otro hombre y quería borrártelo —respondió en un tono brusco—, aunque sé que es imposible reemplazar esos recuerdos y... a él —retrocedió y se giró.
Paula se situó frente a él, sonriendo con dulzura, y le acarició las mejillas.
—Si te sirve de consuelo, estuve cada segundo de cada día de esos diez meses pensando en ti —su semblante se cruzó por la tristeza—. Ariel fue un gran amigo, pero no eras tú. Y yo solo te quería a ti conmigo. Y debería sentirme mal por decir esto cuando Ariel me trató tan bien, me cuidó, pero... —se separó y desvió la mirada—. Yo solo... —suspiró—. Era tan idiota que te buscaba en internet a diario. Cuando te veía con esas mujeres... —apretó la mandíbula y frunció el ceño—. En esos momentos, me arrepentía de haber rechazado a Ariel.
—¿Cómo? —arqueó las cejas—. ¿Rechazado?
—Me pidió que me casara con él. No pude.
Pedro se acercó.
—¿Por qué no pudiste?
—Porque no estaba enamorada de él —caminó hacia un escaparate.
Joder... Soy yo...
Recordó la conversación que había escuchado a escondidas en la boda de Mauro y Zaira. Ariel había dicho que sabía que el corazón de ella ya poseía dueño antes de volar a Europa.
Y Pedro pensó que se refería a Bruno...
Tal descubrimiento le arrancó una carcajada espontánea. Una indescriptible emoción se adueñó de su cuerpo. Nunca nada lo había entusiasmado tanto...
Ella lo amaba desde hacía mucho, igual que él...
Le invadió una sensación de verdadera libertad, paz y alivio. De repente, soltó el aire que llevaba reteniendo más de dos años, desde el día que la conoció. Había permanecido enclaustrado hasta que la enfermera Chaves se había cruzado en su camino.
Paula tenía razón: aquella mañana la había mirado anhelando lo que necesitaba desesperadamente y no sabía, hasta ese día: a ella.
—¿Entramos aquí? —sugirió él, tomándola de la mano. Le besó los nudillos. Su mujer contuvo el aliento—. ¿Te gusta esta tienda?
Paula asintió, distraída y embelesada en Pedro, no en el establecimiento.
¿Cómo había sido tan obtuso?, se cuestionó él. La amaba tanto que sus sentidos se habían turbado hasta el punto de no atisbar la realidad.
Se había centrado en conquistarla, cuando ya era suya... Y ahora se esmeraría todavía más para que jamás lo abandonara, para enamorarla cada día, para consentirla y mimarla, para adorarla, porque una vida sin su mujer y su hijo no era vida.
Qué cursi soy, joder... Pero es cierto...
Se recorrieron todas las tiendas femeninas del centro comercial. Paula se compró ropa interior, medias y cinco conjuntos de lencería; uno de ellos llevaba liguero, que en la percha lo excitó al imaginárselo con ello. También, eligió un vestido elegante para la noche, pero era sorpresa porque no le dejó verlo; otro más abrigado, para volver a Boston, dos camisolas playeras y unas sandalias de tacón y otras planas, además de un cinturón y dos bolsos: uno, de fiesta y otro, de estilo casual.
Cuando le tocó el turno a él, y la dependienta de la primera tienda masculina en la que entraron le tendió una camisa que había elegido, agarró la
muñeca de su mujer y se encerró con ella en el probador.
—Lo siento, pero no se permiten dos personas en los probadores — protestó la dependienta.
Pero Pedro echó el pestillo, sonriendo con picardía.
—¡Pedro! —se ruborizó Paula—. Haz el favor.
Pedro comenzó a convulsionarse. La dependienta masculló una serie de incoherencias y escucharon cómo se alejaba deprisa. Él, al fin, estalló en carcajadas.
—Rubia —le apresó el trasero por dentro del vestido y se lo pellizcó—, no hago más que pensar en ti con el liguero puesto desde hace un rato y ya no me aguanto más.
—Pedro, por favor... —se quejó sin convicción—, que estamos en un probador... Contrólate —pero se mordía el labio para evitar gemir.
—Ahora mismo ni puedo parar ni tú quieres que pare —le bordeó las braguitas por las caderas e introdujo la mano—. No grites, que nos echan de la tienda.
—Pedro... —jadeó sin control cuando él le acarició su intimidad.
—Joder... —aulló, al descubrir lo avivada que estaba—. Siempre tan preparada... Solo por mí... Joder...
La besó para beberse sus sollozos de placer. La empujó contra la pared y la condujo al cielo durante unos segundos. Le rabiaba el cuerpo de tanto como la deseaba, pero se dominó, ya se desfogaría más tarde, en ese momento solo le preocupaba Rose.
Sin embargo, de repente, Pedro notó cómo le desabrochaba el pantalón y le bajaba la cremallera... cómo su atrevida mano se adentraba en el interior de sus calzoncillos... Y lo veneraba de la misma forma pausada y agónica con que él la mimaba a ella.
Se detuvo de golpe. Observó el amplio espacio.
Se sentó en el taburete acolchado que había en una esquina, el único mobiliario de la estancia, y la arrastró consigo tirando de su muñeca. Se quitó la camisa despacio, al fin y al cabo, tenía que probarse la nueva. Paula no se perdió un solo detalle y lo contempló con ojos centelleantes, expulsando chispas de puro deseo que aumentaron su ego, ¡para qué negarlo!, y algo más... algo que no se molestó en esconder. Se quitó los zapatos y los calcetines y se bajó los pantalones y los boxer hasta sacárselos.
—Ahora vas a salir de aquí —le indicó Pedro en un tono firme aunque áspero— y vas a escoger nueve camisas y diez pantalones. No tardes.
—Pero... —parecía consternada.
—Vamos, rubia —señaló la puerta con la cabeza.
Ella apoyó el bolsito en el suelo, ofreciéndole, sin pretenderlo, la gloriosa visión de su trasero, y obedeció.
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