lunes, 2 de diciembre de 2019
CAPITULO 106 (SEGUNDA HISTORIA)
Fueron los cinco minutos más largos de su vida, en los que sintió la imperiosa tentación de liberarse él solo sin aguardarla.
Paula entró con cuidado, de sus brazos colgaba lo que Pedro le había pedido. Un agradable escalofrío le recorrió el cuerpo al darse cuenta de que todas las camisas eran blancas y de que los pantalones, de pinzas o vaqueros, eran azules en distintos tonos oscuros.
Hasta en eso es perfecta. Siempre tan atenta...
Solo en mí... Mi rubia...
Paula puso la ropa en los ganchos con excesivo escrúpulo. Tenía las mejillas muy rojas y evitaba dirigirse a él, lo que le divirtió y estimuló a partes iguales. No se levantó del asiento y esperó a que terminara. Entonces, dulce y sofocada, suspiró de manera entrecortada, de perfil a Pedro, tirándose de la oreja izquierda.
—Ven aquí —extendió una mano.
Ella se giró y, agachando la cabeza, aceptó el gesto.
—Nunca te avergüences conmigo.
Paula asintió, seria. Él abrió las piernas y la colocó entre ellas. Le rozó la piel de los muslos con ternura. La miró a los ojos.
—Desnúdate.
—Pero si...
Pedro le tapó la boca con un dedo, acercándola más a sus caderas. Paula respiró hondo de forma discontinua y cerró los párpados con fuerza antes de sujetar el dobladillo de su vestido y comenzar a subírselo. Él no desaprovechó la oportunidad y posó los labios en su piel blanquecina e increíblemente suave, cálida, acogedora... Ella se sobresaltó, por un instante, se paralizó, pero logró terminar la tarea. A continuación, mientras Pedro la impregnaba de besos húmedos por el vientre y trazaba círculos con los dedos en su espalda, ella se deshizo del sujetador. Los alientos de ambos se alteraron.
—Si vienen...
—No pueden entrar —le bajó las braguitas lentamente—. Por eso, te pedí que trajeras tanta ropa, rubia.
—Pero...
—¿Confías en mí?
La joven apoyó las manos en sus hombros.
Sonrió.
—Nuestro secreto.
—Nuestro, rubia, solo nuestro...
La acomodó en su regazo a horcajadas. La dejó con los tacones puestos. No se consideraba un fetichista, era un hombre bastante corriente en cuanto al sexo, aunque con Paula se estaba descubriendo a sí mismo... Lo volvía loco en
todos los aspectos de su vida. Con ella, todo era muy intenso, desbordante, tórrido, extremado, justo lo que él siempre había necesitado y querido: blanco o negro, sin escala de grises.
La alzó y la penetró muy, pero que muy, lánguido, saboreando cada milímetro de su unión. Tomaron una gran bocanada de aire los dos, temblando.
—Pedro...
—Coge una camisa... Joder... —la sujetó por las caderas para que se zarandeara lo menos posible—. Y estate quieta —gruñó.
Paula estiró el brazo con un esfuerzo sobrehumano y cogió una de las camisas.
—Pruébamela —apretó la mandíbula y tragó. Tuvo que soltarla para ayudarla. Y los movimientos les arrancaron un resuello—. Siguiente.
Y así se probó más, pero, al colocarle la camisa número seis, empezó a sudar. Ella se percató, fue a quitársela, pero Pedro se lo impidió, apresándole las nalgas. Paula arrugó la camisa en el cuello y se pegó a su cuerpo, estremecida.
—Me están... todas... bien... —susurró él, inhalando como un animal encerrado.
—Faltan... cuatro...
Entonces, Pedro la alzó unos centímetros y la embistió con vigor una sola vez. Paula se mordió el labio, echando hacia atrás la cabeza y cerrando los ojos.
—No... Mírame...
Lo miró, con mucho esfuerzo. Él estaba a punto de estallar y apenas se habían balanceado, excepto en ese instante, pero estar enterrado profundamente en su adicto interior lo enardeció hasta el infinito. Se enderezó, apreciando sus jugososos y erguidos senos resbalando en su pecho. Le cubrió la boca con una mano y deslizó la otra por su intimidad.
Y ella sucumbió... Tan sensible... Se arqueó y se convulsionó, emitiendo un grito seguido de otro, que quedaron amortiguados en su palma, incluso le clavó los dientes, y lo arrojó a él al infierno... La mordió en el hombro para silenciarse a sí mismo.
No se inmutaron hasta que un golpe en la puerta los alertó. Pedro la abrazó para que no se apartara.
—¿Sí? —dijo él, antes de aclararse la voz ronca.
—¿Va todo bien? —se preocupó la dependienta.
El probador era alto, pero carecía de techo.
—Las camisas son perfectas —declaró Pedro.
—¿Y los pantalones? —preguntó en tono receloso.
—Estoy en ello. No tardaré. Disculpe las molestias, señorita.
Escuchó a la morena reírse con coquetería y alejarse.
—Pedro... —susurró Paula, acariciándole las mejillas, ruborizada. No sonreía—. Necesitas también zapatos y ropa interior.
Él enarcó las cejas y se echó a reír, contagiándola.
Ella se vistió bajo la atenta y famélica mirada de Pedro, que se colocó las prendas de la tienda a una rapidez inusitada. Salieron del probador.
Compró las diez camisas y los diez pantalones solo por los recuerdos que atesoraban.
Le entregó la tarjeta de crédito a la morena, pero distraído y embobado en su mujer, que ojeaba las corbatas. Se acercó a ella por detrás y se pegó a su espalda.
—¿De verdad no utilizas corbatas por si te cruzas con alguna mujer llorando?
—¿Quién te ha dicho eso?
—Tu madre.
—Mi madre me va a oír... —se quejó él, meneando la cabeza.
—Fue el día que me contó que tus besos son especiales, que cierras los ojos antes de besar a alguien, si ese alguien es especial para ti.
El corazón de Pedro amenazó con explotarle en el pecho.
—Y ese mismo día me fijé —confesó ella, jugueteando con el cuello de su camisa— en que cierras los ojos conmigo, cuando vas a besarme. Siempre lo haces.
La dependienta los interrumpió en ese momento.
—Nos alojamos en el Ritz-Carlton de Bal Harbor, en la suite presidencial —le indicó él, dándole una generosa propina.
—Gracias, señor. En menos de una hora lo tendrán todo allí.
Se marcharon en busca de una zapatería masculina y una maleta para guardar las compras y llevárselas a Boston. Terminaron las compras en silencio, regresaron al hotel y se cambiaron de ropa.
Pedro optó por unos vaqueros, una de las camisas más informales, que se remangó en los antebrazos, y unas Converse blancas.
Paula le robó el aliento... Mostraba las piernas, porque había elegido una de las camisolas, de manga corta y abombada en los hombros, blanca, de cuello corto y rígido y abierta en el escote, además del cinturón trenzado y fino en las caderas y unas sandalias planas de tiras marrones, a juego; se había recogido los cabellos en una coleta alta, tirante y ondulada.
Parecía un ángel... Estaba preciosa.
Se montaron en el Aston Martin y condujo hacia Ocean Drive, una de las zonas más populares de Miami. Era un paseo marítimo situado en el área de South Beach. Estaba atestado de gente, sobre todo de patinadores. Los edificios eran de estilo Art Decó, caracterizados por la geometría elemental.
La música latina inundaba el lugar y las playas de arena blanca y agua cristalina estaban abarrotadas.
Pasearon cogidos de la mano durante un rato.
Después, se sentaron en una terraza y comieron unos sándwiches acompañándolos con cervezas. Ella estaba exultante, no paraba de sonreír.
Se descalzaron y entraron en la playa. Paula soltó una risita al hundir los pies en la cálida y fina arena. Corrió hacia la orilla. Pedro sonrió y la siguió, viendo cómo se detenía en el borde del agua. Él dejó los zapatos de los dos en la arena y se quitó la camisa, donde escondió la cartera y el iPhone. Hacía mucho calor. Ocultó una carcajada y se reunió con ella.
—Está helada —le dijo Paula, brincando y riéndose como una niña pequeña emocionada en su primer viaje a la playa.
—Sí —suspiró Pedro, de cara al sol—. Ponte más cómoda, ¿no? —acortó la distancia y le desanudó el cinturón, que lanzó al resto de sus pertenencias. Sonrió.
—¡Oh! —exclamó ella, retrocediendo por la orilla—. ¡No! —gritó, al adivinar sus intenciones, sin detenerse en su huida.
—No, ¿eh? —avanzó, amenazante—. Para mí un no es un sí, rubia...
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