jueves, 17 de octubre de 2019

CAPITULO 129 (PRIMERA HISTORIA)




Salió de la cocina y la vio al final del corredor, sin venda ni muletas, apoyando los dos pies en el suelo, enfundados en sus Converse turquesa.


Y tras haber confirmado su embarazo —los síntomas eran más que evidentes—, comprendía el cambio en su cuerpo, porque tenía las hormonas disparadas, y no solo eso... 


Sus gloriosos senos, llenos y redondeados, habían aumentado de manera considerable, además de que estaban más sensibles de lo habitual, lo notaba cuando los mimaba, y él, encantado, los acariciaba con infinita suavidad, porque ella se merecía el cielo. Su piel, también, estaba diferente, brillaba, en especial el delicioso rubor de sus mejillas. Sus ojos centellaban más. Parecía que un halo dorado a su alrededor la protegiese.


Estaba mucho más guapa, mucho más sexy, mucho más seductora y mucho más fogosa, ¡y ya era decir! Eso sin añadir que su vientre plano se estaba transformando, poseía una diminuta y sensual curva que lo volvía loco.


Solo de pensar que estaba embarazada, que iban a ser padres, tenía deseos de gritarlo a pleno pulmón por la calle, estaba deseando compartir la noticia, incluso que la prensa se enterase. Sin embargo, ¿por qué callaba ella? ¿De qué tenía miedo? Él no lo comprendía, había una pieza del puzle que no encajaba, la misma pieza que Paula se empeñaba en continuar ocultando.


—¡Mírame, nene! —exclamó ella, andando despacio hacia él.


Lo llamaba nene cuando estaba feliz; doctor Alfonso, cuando se derretía entre sus brazos; Pedro, cuando quería algo, ya fuera un abrazo o comida; y doctor Don Perfecto Alfonso, cuando se enfadaba, porque sabía que aquel apodo lo enervaba. Pero no importaba, viniendo de ella, cualquier nombre le gustaba, y mucho.


Era preciosa de cualquier modo, aunque más cuando, sin darse cuenta, se quedaba embobada mirando al infinito, con una sonrisa increíble y una mano en la tripa, gesto inequívoco de su estado; ella no se percataba, porque se distraía a veces, pero él, sí, no hacía otra cosa que contemplarla y cumplir sus deseos. Se lo merecía todo.


Pedro la rodeó por la cintura cuando lo alcanzó. 


La besó en los labios.


Error... Se excitó tanto que temió romper el vaquero y hacer el ridículo, por lo que retrocedió.


—Es un poco pronto para los tacones —señaló Arnold, ya con el abrigo puesto y la bolsa colgada en el hombro—, pero es según como te veas, Pau, ¿vale? Si notas que se te carga o se te hincha, ya sabes, siéntate y pierna en alto. No te fuerces. Y recuerda que el lunes te toca radiografía.


Estaban a finales de febrero. El fisioterapeuta había acudido al apartamento de lunes a sábado durante cinco semanas. La rehabilitación había durado tres horas diarias, incluidos los masajes que Switch le había enseñado a Pedro, para
que este los practicara cuando se terminaran las sesiones, para ayudar a Paula en caso de que se debilitara, y fortalecer aún más su pierna.


Arnold estrechó la mano de los hermanos Alfonso y abrazó a su ex paciente con cariño.


—Ha sido un placer, Paula. Ojalá todos mis pacientes fuesen como tú, sería más fácil para ellos y para mí —sonrió el fisio, y se marchó.


A los cinco minutos, Catalina y Samuel se presentaron en casa.


—Bueno, niños —les dijo su madre—, ¡tenemos una fiesta!


—Tú y tus fiestas, mamá... —rumió Pedro, cruzándose de brazos.


—Pues sí, yo y mis fiestas, Pedro —colocó los puños en las caderas, enfadada por su comentario—. Hemos invitado a unos amigos para celebrar que Paula vuelve a andar con normalidad. Lleváis encerrados desde el accidente, necesitáis despejaros y salir de aquí. Y la fiesta es de disfraces. Los trajes están en casa. Recoged lo que queráis, que nos está esperando el chófer.


Tanto Pedro como su novia desencajaron la mandíbula. Manuel y Bruno estallaron en carcajadas.


—¡Mamá! —la reprendió Pedro—. Paula ha terminado hace un minuto la rehabilitación, ¿y se te ocurre montar una fiesta?


—No pasa nada —le dijo Paula, apretándole el brazo con suavidad—. Así desconectamos un poco —le dirigió una enigmática mirada.


En las últimas semanas, la única información que les había enviado Ernesto del policía era que el encapuchado que aquella fatídica noche los había separado de golpe en la calle había sido el autor de las fotografías y quien, posteriormente, había sido tan estúpido como para venderlas a la prensa, mostrando la matrícula del coche. Además, ese muchacho —tenía veinte años — había telefoneado al conductor para avisarlo de que acelerara porque iba a colocar el cebo. Los habían identificado y estaban a la espera de sentencia, sin incluir que se los buscaba desde hacía tiempo por hurto, entre otras cosas.


Eran más chapuceros que delincuentes.


El policía aún indagaba sobre el tal John White que había alquilado el automóvil. El encapuchado y el conductor habían confesado que un tipo con ese nombre se había puesto en contacto con ellos por teléfono para ofrecerles una gran cantidad de dinero, diez mil dólares a cada uno, a cambio de un trabajito.


Pedro tenía una sospecha: en su mente, revoloteaba sin cesar el socio de Eduardo Graham, algo le incitaba a creer en tal posibilidad, pues el amante de Georgia había desaparecido. Tampoco había pruebas que vincularan a la señora Graham, pero Sullivan y él coincidían, sin dudas, en que Georgia estaba detrás de todo.


—Si te apetece, iremos —le aseguró Pedro, entrelazando las manos con las de ella—. Pero si te cansas o te duele, no importa la hora, volvemos a casa.


Paula se soltó, se colgó de su cuello y lo besó, espontánea y dichosa, delante de todos. Pedro se ruborizó cuando los presentes se rieron.


Dos horas después, se vestían en la que fuera su antigua habitación hasta que se mudara solo a un apartamento en el campus. Era bastante grande, como el cuarto de sus hermanos; tenía la cama a la izquierda, perpendicular a la puerta, apoyada en la pared; el escritorio, una lamparita y la silla estaban al fondo, debajo de la ventana; a la izquierda de estos, se encontraba la estantería, con sus libros y apuntes de la escuela; a la derecha, la última puerta era el baño, la seguía el armario y, por último, una sala donde se hallaba una televisión y sus consolas de videojuegos, un pequeño salón que disfrutaba no solo él, sino también sus hermanos; en el centro, había una alfombra cuadrada, justo debajo de la lámpara de techo; las paredes estaban vacías y los colores predominantes eran el gris y el blanco.


—Ahí fue donde escondimos a KAL —le dijo Pedro a Paula, señalando el saloncito con la cabeza.


—¿KAL?


—Fue nuestro perro —sonrió con nostalgia—. Mis hermanos y yo solíamos escaparnos de casa. Odiábamos quedarnos encerrados cuando llovía —se sentó en el borde de la cama—. Nunca hemos tenido niñeras porque mis padres querían cuidarnos y educarnos ellos mismos. Hay muchas doncellas en la mansión, pero era con mi madre con quien jugábamos, sobre todo Manuel, que no se despegaba de ella. Yo, en cambio, me encerraba con mi padre en su despacho el fin de semana completo porque, por su trabajo, era cuando lo veíamos. Y Bruno lo hacía conmigo, desde que era un enano me ha seguido a todas partes —se rio, meneando la cabeza.


Ella se acomodó en su regazo, dejando colgar las piernas a un lado; lo abrazó por el cuello y apoyó la cabeza en el hueco de su hombro. Él la envolvió entre sus brazos.


—Un día, vimos un perro tirado en la cuneta al volver del colegio — continuó Pedro—. Bruno tenía siete años, Manuel, nueve y yo, once. En cuanto llegamos a casa, le pedimos a mi madre que nos dejara jugar en el jardín, pero, como llovía, nos dijo que no. Y nos escapamos por la puerta trasera. El perro estaba moribundo, tenía heridas por todas partes. Lo cargamos entre los tres y lo escondimos aquí. Lo curamos y lo cuidamos. Augusto, el mayordomo, nos guardó el secreto, alguien tenía que ocultar al perro cuando nos íbamos al colegio.


—¿Cómo era?


—Era un Terranova marrón oscuro. El pobre había sido atropellado. Tenía una pata rota y magulladuras, estaba muy sucio y no llevaba collar ni una placa, nada. Lo lavamos con cuidado en mi bañera. Apenas se movía y respiraba muy mal —adoptó una actitud grave. Recordar a KAL lo entristecía todavía—. Cogí los libros de medicina del despacho de mi padre. Entablillamos la pata, según las fotos, y le suministramos pastillas para el dolor. Mi madre nos descubrió una semana después. Un día, al volver a casa después del colegio, nos dimos cuenta de que KAL no estaba. Lo buscamos
por todas partes, pero no lo encontramos.


—Tu madre se lo había llevado al veterinario —adivinó Paula con una sonrisa.


—Sí —la miró—. No comentó nada y nosotros tampoco abrimos la boca, por si se enfadaba por haber escondido a un perro vagabundo. Cuatro días después, estábamos mis hermanos y yo en mi habitación cuando Kal apareció, moviendo el rabo, contento de vernos. Cojeaba porque tenía la pata vendada y le habían puesto un embudo en el cuello para que no se lamiera las heridas, que ya empezaban a cicatrizar. Mi madre nos abrazó, llorando, y nos dijo que KAL se podía quedar con nosotros. El veterinario le había dicho que lo que hicimos por el perro lo había salvado. Ese día, los tres decidimos que seríamos médicos de mayores.


Pedro... —lo apretó con fuerza—. Es una historia preciosa... —se sorbió la nariz, se había emocionado.


—KAL se mudó conmigo a Harvard. Mis hermanos lo adoraban, pero yo no podía estar sin él —se le quebró la voz—. Murió hace once años.


—¿Lo echas de menos? —le acarició las mejillas con infinita ternura.


—Te parecerá una tontería, pero sí, aún lo echo de menos —jugueteó con el borde de la camiseta de ella de forma distraída. Respiró hondo—. Vamos, que tenemos un baile al que asistir —le guiñó un ojo.


Se disfrazaron entre risas; Paula había escogido su atuendo en honor a él: de bruja, con una túnica larga, de fino terciopelo negro, con una gran capucha, una sensual abertura que mostraba una de sus piernas, las mangas acampanadas en las muñecas y entallada deliciosamente hasta el cinturón de
tachuelas plateadas en las caderas; para terminar el disfraz, optó por medias a rayas horizontales, rojas y blancas, sus Converse azul turquesa, porque era lo que había traído puesto, y un sombrero puntiagudo. Se ahumó los ojos con sombra oscura, resaltando así su impresionante mirada, se pintó un lunar negro al lado de la nariz y los labios de morado. Su abundante melena pelirroja voló suelta por su espalda y sus hombros, hasta la cintura, hipnotizándolo.




CAPITULO 128 (PRIMERA HISTORIA)




—¿Vais a celebrarlo? —le preguntó Manuel, sentándose en uno de los taburetes de la cocina—. ¿No termina hoy Paula la rehabilitación?


Era fin de semana y sus hermanos no trabajaban.


Pedro estaba rumiando mientras cocinaba. Ya habían comido, pero, cuando estaba nervioso, la cocina lo relajaba, y se había puesto a cocinar por segunda vez ese día.


—Sí. Está ahora mismo en su última sesión —le contestó Pedro, de malas pulgas, removiendo las verduras en la sartén, murmurando incoherencias.


—¿Por qué estás tan enfadado?


—Por nada.


—Que soy Manuel —se señaló a sí mismo con satisfacción—. Suéltalo o te envenenarás.


—¡Estoy harto! —explotó Pedro, de pronto. Tiró la espátula, apagó la vitrocerámica y se secó las manos con el trapo. Caminó por el espacio sin rumbo ni concierto—. ¡No me lo dice, joder! Le estoy dando espacio — gesticuló al hablar—, le estoy dando tiempo, ¡infinito tiempo! Y sigo esperando a que me lo diga.


—¿Que te diga el qué? —quiso saber su hermano, sorprendido por su reacción.


—¿No lo sospechas? —inquirió, mirándolo con el ceño fruncido—. El olfato se le ha desarrollado una barbaridad —enumeró con los dedos—, vomita a escondidas en cualquier momento, se despierta en mitad de la noche y devora la nevera, ¡y no nos olvidemos de lo jodidamente sexy que está! —y añadió, rechinando los dientes—. A este paso, me voy a enterar el día que se ponga de parto...


—A lo mejor, está asustada —comentó Bruno, uniéndose a ellos—. Tiene veintidós años, Pa, y vive con su abuela. Yo nunca la he oído hablar de nadie que no sea Sara.


—Su madre murió hace más de ocho años y no era ningún ejemplo a seguir —confesó él, más tranquilo—. Era una pieza, os lo aseguro... —bufó, indignado—. Era alcohólica. Encerraba a Paula en su habitación y se olvidaba de que la dejaba allí metida —apretó los puños en los costados—. Le repetía que de mayor iba a ser una zorra por su melena pelirroja, y, también, porque es igual que su tía, físicamente, la hermana de su madre, a quien odiaba la madre.


Sus hermanos desorbitaron los ojos.


—¿Y su padre? —se interesó Manuel.


—¿Os acordáis de Carlos Chaves, de Harvard?


—¡No! —exclamó Bruno, atónito—. ¡Me dio clase en tercero! —se cubrió la cabeza con las manos.


A todos nos dio clase en tercero —lo corrigió el mediano—. Espera... —observó a Pedro, alucinado—. ¿Paula es la hija de Carlos Chaves? Pero ¿qué más secretos esconde esta niña, joder? ¡Es una caja de sorpresas!


—Nunca mencionéis nada de esto, mucho menos con ella —les advirtió Pedro, apuntándolos con el dedo—. Lo único que sé es que hace más de ocho años hubo un incendio en el que murieron la madre y la tía de Paula; Carlos sobrevivió, pero vive encerrado desde entonces. Paula jamás me habla de él. Y desconoce que he ido a verlo. Quiero que siga en la ignorancia con respecto a eso. Si se entera de que fui a ver a su padre... —el pánico carcomió sus entrañas.


—¿Por qué lo dices? —se inquietó el pequeño, sirviendo cerveza para los tres.


Jorge West es íntimo amigo de su padre —les explicó Pedro, aceptando el tercio—. Cuando sucedió el incendio, Carlos le hizo prometer a Jorge que cuidaría de su hija como si fuera la suya propia. No tengo ni idea de cómo sucedió ni por qué, pero el incendio marcó a Paula. Según Jorge, ella estuvo siete años acudiendo a un psicólogo porque se culpa del incendio, tampoco sé por qué. Y, también, me dijo que Paula no ha contado nunca a nadie nada de
su vida, salvo a mí. Conmigo —se señaló a sí mismo—, siempre ha hablado de su familia en pasado, sin mencionar sus nombres —negó con la cabeza—. Yo creía que estaban muertos. Las pocas veces que le he preguntado, ha huido
de mí o se ha enfadado, así que no he vuelto a agobiarla. »El día que Paula dejó su trabajo en el hospital, se reunió con Jorge. Los espié —hizo un ademán, restando importancia—. Hablaban sobre un accidente ocurrido hace ocho años y nombraban a Carlos. Ella me había contado que, justo hace ocho años, se cayó por las escaleras de su casa y se clavó unos cristales en el costado. Tiene una cicatriz bastante grande. Pensé que Jorge y Paula hablaban de eso. No pude seguir quieto y hablé con papá. Averiguamos que Carlos Chaves, el anterior director del hospital, su antecesor, es su padre. Le pedí acceso a los historiales del Boston Children’s, porque fue allí donde estuvo ingresada, y descubrí sus datos familiares. Y después del atropello, visité a Carlos. La dirección me la facilitó Jorge.


—¿Qué te contó Carlos del incendio? —le preguntó Manuel, antes de dar un trago a la bebida.


—Nada. No quise que me hablara de ello —agachó la cabeza—. No lo entendéis... Necesito que me lo cuente ella... —dejó caer los brazos, derrotado —. Necesito que se abra a mí como se ha abierto con el resto de su vida, porque lo sé todo menos lo del incendio. Y me da miedo que no me lo haya dicho todavía...


—¿Crees que sigue mal, Pa? —aventuró el pequeño, grave.


—Claro que sigue mal... ¿Tú crees que si estuviera bien no me lo hubiera contado ya? —alzó las manos, desesperado—. ¿Y el embarazo? Lleva con cambios de humor desde que se mudó aquí. ¡La escucho vomitar desde hace semanas, joder! No os imagináis la impotencia que siento... Eso sin sumar que la pillé en la consulta del doctor Rice y que los supuestos resultados de los análisis que se hizo el mes pasado están desaparecidos... —apoyó el botellín en la encimera sin haberlo probado siquiera—. Se los pedí, pero la muy bruja me dijo que se los había quedado el médico, que estaba perfecta, excepto por un poco de anemia.


Sus hermanos se echaron a reír.


—¡No es gracioso! —rugió Pedro.


—¡Pedro! —lo llamó su novia, desde el pasillo.


—Voy, nena —contestó al instante, sonriendo por haber escuchado su melodiosa voz.


Manuel y Bruno se carcajearon aún más por su actitud sumisa. El enojo se había esfumado en el mismo momento en que ella lo había llamado. 


Y era inevitable, estaba perdido. Los enfados no le duraban ni medio segundo. La adoraba, la deseaba, la amaba, la veneraba... Se encontraba en perpetuo estado ebrio de amor, una cursilería, ¡pero bendita cursilería! No existía mujer más hermosa, inocente, cariñosa, apasionada, entregada y buena que Paula. Y lo mejor de todo: era suya


CAPITULO 127 (PRIMERA HISTORIA)




Pedro surgió en el umbral de la puerta y la cerró. 


Su mirada era oscura y endiablada. La hechizó. Avanzó, seguro de sí mismo, intimidante, seductor...


Paula soltó el teléfono en la mesita de noche y se situó en el centro del colchón. Aún no la había probado, pero ya se sentía embriagada por la hierbabuena. Él se tumbó lentamente sobre ella, encajando las caderas con las suyas. 


Paula le envolvió el cuello con los brazos. La electricidad los sacudió por igual.


Y se encontraron a mitad de camino, fundiéndose en un abrazo tan apasionado que resultó violento, como violentas eran las emociones que lograban que aquellos dos corazones latieran desbocados cuando estaban juntos... Y se besaron como si llevaran décadas sin hacerlo. Se midieron.


Lucharon. Ambos imploraban lo mismo. Y lo querían ya.


Las lenguas se entrelazaron enseguida. Los dientes chocaron, arrancándoles resuellos irregulares. Gimieron, sin importarles que los escucharan. Pedro le aplastó las nalgas y ella se curvó, descendiendo las manos hasta el cinturón de sus vaqueros, atrevida. Le desabrochó los pantalones sin darle tregua, introdujo los dedos por dentro de los calzoncillos y lo rozó, apenas un ápice.


—Joder... —aulló él, escondiendo el rostro en su melena pelirroja.


Paula se humedeció los labios, echando hacia atrás la cabeza y cerrando los ojos. Estaba poseída por ese cuerpo tan espectacular, tan caliente, tan perfecto... Lo acarició sin pudor. Pedro se retorció, arqueando las caderas, buscando más y más placer.


—Madre mía, Paula...


Ella sollozó, maravillada por su entrega, por las reacciones que le estaba provocando con sus inexpertos mimos. Le encantaba tocarlo y, aunque era la primera vez que lo hacía de ese modo, no había cabida para la vergüenza, todo lo contrario, verlo tan vulnerable por sus manos, por la propia Paula... se sintió poderosa, pero, más que eso, se sintió amada, porque esos ojos grises así lo gritaban.


Pedro no permaneció quieto un segundo más; metió las manos por debajo de su camiseta, le retiró el sujetador hacia abajo y le pellizcó los sensibles pechos. En ese momento, Paula se percató de lo cambiada que estaba, no se había dado cuenta antes: sus senos habían crecido una barbaridad, pesaban más de lo normal, incluso le dolían; emitió un quejido involuntario.


—Perdona... —se disculpó él, suavizando el sensual masaje, amasando sus pechos de manera más delicada, aunque con su sello de escozor y alivio que tanto le gustaba.


Se volvió loca de deseo. Incrementó el ritmo de su mano, retorciéndose por las caricias. Su doctor Alfonso la besó en la oreja, en la mandíbula, en el cuello... La mordió.


—¡Pedro!


—Quiero verte, bruja, necesito verte ahora mismo...


Pedro se incorporó, la desnudó y, después... la devoró. Y no dejó un solo rincón libre de su boca y de sus manos, mientras Paula gemía con delirio. La veneró hasta que alcanzó la cima del paraíso, y antes de que el clímax la consumiera, y sin quitarse la ropa del todo, se enterró profundamente en su interior.


Se besaron y se amaron con intensidad, apretando sus cuerpos, sudorosos por el esfuerzo, por las ansias y por el abandono... cediendo al placer, porque se deseaban tanto como se amaban.


Una pierna vendada, un atropello, una madre alcohólica, un pasado tormentoso, una condena, una diferencia de edad de catorce años, un incendio, muertes sobre su conciencia, secretos... Nada impedía la innegable pasión que Paula y Pedro habían empezado hacía nueve meses en la cafetería de un hospital.


De madrugada, después de haber hecho el amor dos veces más, se dejaron atrapar por el sueño, agotados, con los cuerpos enredados y abrazados.


Sin embargo, apenas dos horas después, Paula se despertó con mucha hambre. Se puso su ropa interior y la camiseta, tirada en el suelo, de su novio.


Sin hacer ruido, cojeó, sujetándose a las paredes, hasta el salón. Agarró las muletas y se dirigió a la cocina, donde se preparó un sándwich frío y un zumo de naranja. Se lo comió tranquilamente, sentada en uno de los taburetes de la barra. Cuando terminó, Manuel, somnoliento, apareció en la estancia.


—¿Se puede saber qué haces a las cuatro y media de la mañana? —inquirió él, ronco, apoyándose en la encimera como si le pesara la vida.


—¿Y tú?


—Tengo la manía de beber agua de madrugada —anduvo hacia la nevera.


—¿Y por qué no te llevas una botella para no levantarte? —le sugirió, con sonrisa.


—Porque me gusta fría —se encogió de hombros, despreocupado.


Paula fue a reírse, pero su estómago sufrió un fuerte latigazo.


—Ay... —se quejó ella, posando una mano en su tripa.


—¿Estás bien?


—Creo que no me ha sentado bien...


De repente, le sobrevinieron náuseas. Se tapó la boca. El sudor le bañó la frente. Manuel la cogió en brazos con rapidez y la trasladó, prácticamente corriendo, a su baño privado, también dentro de su habitación, en la que nunca había estado, y en la que no se fijó. La sentó en el suelo, con cuidado por la venda, y levantó la taza del váter. Y Paula vomitó... Las lágrimas por el esfuerzo le mojaron el rostro. Su amigo no se apartó, sino que le retiró los cabellos y le secó la cara y el cuello con una toalla que acababa de humedecer.


—¿Mejor, peque?


Ella temblaba. Negó con la cabeza. Devolvió otra vez... y otra... Hasta que se vació. Rehilaba sin control. Manuel la refrescó, luego la abrazó con cariño por los hombros, dejando sus labios en su frente unos segundos. Ella se dejó cuidar, se sentía horrible y confiaba en él. Los hermanos Alfonso eran especiales y los quería con locura.


—Tienes fiebre, peque. Avisaré a Pedro.


—¡No! —exclamó, angustiada.


Se miraron. Su amigo frunció el ceño, analizándola, y, finalmente, suspiró.


—Ay, peque... —sonrió Manuel—. Le vas a hacer el hombre más feliz del mundo. Un hijo tuyo es el regalo más preciado que le puedes dar a mi hermano. Nos encantan los niños, pero Pedro los adora más que ninguno de mi familia. Y te quiere más que a nada —le pellizcó la nariz—, créeme, lo conozco —le guiñó un ojo.


—¿Seguro? —pronunció ella, en un sollozo—. Porque tengo miedo... — rompió a llorar de manera desconsolada—. ¿Y si... le parece... demasiado pronto? —añadió entre hipos—. ¿O... cree... que lo he... hecho... aposta? Se me olvidó... tomarme la píldora... por... el accidente...


—Paula, mi hermano te ama —declaró con solemnidad, sujetándole la nuca—. Tal vez, es pronto, después de todo, solo hace dos meses que comenzasteis vuestra historia, pero ¿por qué tenéis que regiros por el tiempo? El amor no se puede medir —la besó en la frente—. No tardes en contárselo, peque, esto es algo que debéis vivir juntos, ¿no te parece?