jueves, 17 de octubre de 2019
CAPITULO 127 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro surgió en el umbral de la puerta y la cerró.
Su mirada era oscura y endiablada. La hechizó. Avanzó, seguro de sí mismo, intimidante, seductor...
Paula soltó el teléfono en la mesita de noche y se situó en el centro del colchón. Aún no la había probado, pero ya se sentía embriagada por la hierbabuena. Él se tumbó lentamente sobre ella, encajando las caderas con las suyas.
Paula le envolvió el cuello con los brazos. La electricidad los sacudió por igual.
Y se encontraron a mitad de camino, fundiéndose en un abrazo tan apasionado que resultó violento, como violentas eran las emociones que lograban que aquellos dos corazones latieran desbocados cuando estaban juntos... Y se besaron como si llevaran décadas sin hacerlo. Se midieron.
Lucharon. Ambos imploraban lo mismo. Y lo querían ya.
Las lenguas se entrelazaron enseguida. Los dientes chocaron, arrancándoles resuellos irregulares. Gimieron, sin importarles que los escucharan. Pedro le aplastó las nalgas y ella se curvó, descendiendo las manos hasta el cinturón de sus vaqueros, atrevida. Le desabrochó los pantalones sin darle tregua, introdujo los dedos por dentro de los calzoncillos y lo rozó, apenas un ápice.
—Joder... —aulló él, escondiendo el rostro en su melena pelirroja.
Paula se humedeció los labios, echando hacia atrás la cabeza y cerrando los ojos. Estaba poseída por ese cuerpo tan espectacular, tan caliente, tan perfecto... Lo acarició sin pudor. Pedro se retorció, arqueando las caderas, buscando más y más placer.
—Madre mía, Paula...
Ella sollozó, maravillada por su entrega, por las reacciones que le estaba provocando con sus inexpertos mimos. Le encantaba tocarlo y, aunque era la primera vez que lo hacía de ese modo, no había cabida para la vergüenza, todo lo contrario, verlo tan vulnerable por sus manos, por la propia Paula... se sintió poderosa, pero, más que eso, se sintió amada, porque esos ojos grises así lo gritaban.
Y Pedro no permaneció quieto un segundo más; metió las manos por debajo de su camiseta, le retiró el sujetador hacia abajo y le pellizcó los sensibles pechos. En ese momento, Paula se percató de lo cambiada que estaba, no se había dado cuenta antes: sus senos habían crecido una barbaridad, pesaban más de lo normal, incluso le dolían; emitió un quejido involuntario.
—Perdona... —se disculpó él, suavizando el sensual masaje, amasando sus pechos de manera más delicada, aunque con su sello de escozor y alivio que tanto le gustaba.
Se volvió loca de deseo. Incrementó el ritmo de su mano, retorciéndose por las caricias. Su doctor Alfonso la besó en la oreja, en la mandíbula, en el cuello... La mordió.
—¡Pedro!
—Quiero verte, bruja, necesito verte ahora mismo...
Pedro se incorporó, la desnudó y, después... la devoró. Y no dejó un solo rincón libre de su boca y de sus manos, mientras Paula gemía con delirio. La veneró hasta que alcanzó la cima del paraíso, y antes de que el clímax la consumiera, y sin quitarse la ropa del todo, se enterró profundamente en su interior.
Se besaron y se amaron con intensidad, apretando sus cuerpos, sudorosos por el esfuerzo, por las ansias y por el abandono... cediendo al placer, porque se deseaban tanto como se amaban.
Una pierna vendada, un atropello, una madre alcohólica, un pasado tormentoso, una condena, una diferencia de edad de catorce años, un incendio, muertes sobre su conciencia, secretos... Nada impedía la innegable pasión que Paula y Pedro habían empezado hacía nueve meses en la cafetería de un hospital.
De madrugada, después de haber hecho el amor dos veces más, se dejaron atrapar por el sueño, agotados, con los cuerpos enredados y abrazados.
Sin embargo, apenas dos horas después, Paula se despertó con mucha hambre. Se puso su ropa interior y la camiseta, tirada en el suelo, de su novio.
Sin hacer ruido, cojeó, sujetándose a las paredes, hasta el salón. Agarró las muletas y se dirigió a la cocina, donde se preparó un sándwich frío y un zumo de naranja. Se lo comió tranquilamente, sentada en uno de los taburetes de la barra. Cuando terminó, Manuel, somnoliento, apareció en la estancia.
—¿Se puede saber qué haces a las cuatro y media de la mañana? —inquirió él, ronco, apoyándose en la encimera como si le pesara la vida.
—¿Y tú?
—Tengo la manía de beber agua de madrugada —anduvo hacia la nevera.
—¿Y por qué no te llevas una botella para no levantarte? —le sugirió, con sonrisa.
—Porque me gusta fría —se encogió de hombros, despreocupado.
Paula fue a reírse, pero su estómago sufrió un fuerte latigazo.
—Ay... —se quejó ella, posando una mano en su tripa.
—¿Estás bien?
—Creo que no me ha sentado bien...
De repente, le sobrevinieron náuseas. Se tapó la boca. El sudor le bañó la frente. Manuel la cogió en brazos con rapidez y la trasladó, prácticamente corriendo, a su baño privado, también dentro de su habitación, en la que nunca había estado, y en la que no se fijó. La sentó en el suelo, con cuidado por la venda, y levantó la taza del váter. Y Paula vomitó... Las lágrimas por el esfuerzo le mojaron el rostro. Su amigo no se apartó, sino que le retiró los cabellos y le secó la cara y el cuello con una toalla que acababa de humedecer.
—¿Mejor, peque?
Ella temblaba. Negó con la cabeza. Devolvió otra vez... y otra... Hasta que se vació. Rehilaba sin control. Manuel la refrescó, luego la abrazó con cariño por los hombros, dejando sus labios en su frente unos segundos. Ella se dejó cuidar, se sentía horrible y confiaba en él. Los hermanos Alfonso eran especiales y los quería con locura.
—Tienes fiebre, peque. Avisaré a Pedro.
—¡No! —exclamó, angustiada.
Se miraron. Su amigo frunció el ceño, analizándola, y, finalmente, suspiró.
—Ay, peque... —sonrió Manuel—. Le vas a hacer el hombre más feliz del mundo. Un hijo tuyo es el regalo más preciado que le puedes dar a mi hermano. Nos encantan los niños, pero Pedro los adora más que ninguno de mi familia. Y te quiere más que a nada —le pellizcó la nariz—, créeme, lo conozco —le guiñó un ojo.
—¿Seguro? —pronunció ella, en un sollozo—. Porque tengo miedo... — rompió a llorar de manera desconsolada—. ¿Y si... le parece... demasiado pronto? —añadió entre hipos—. ¿O... cree... que lo he... hecho... aposta? Se me olvidó... tomarme la píldora... por... el accidente...
—Paula, mi hermano te ama —declaró con solemnidad, sujetándole la nuca—. Tal vez, es pronto, después de todo, solo hace dos meses que comenzasteis vuestra historia, pero ¿por qué tenéis que regiros por el tiempo? El amor no se puede medir —la besó en la frente—. No tardes en contárselo, peque, esto es algo que debéis vivir juntos, ¿no te parece?
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