domingo, 13 de octubre de 2019

CAPITULO 115 (PRIMERA HISTORIA)




Ella rompió a llorar de manera desconsolada.


—¡Niña! —se asustó su abuela, corriendo a abrazarla—. ¿Qué ha pasado? ¿Te duele algo, cariño?


—Abuela... Lo he echado de aquí... —le contestó, entre hipos—. No se merece... encerrarse en un hospital... por mi... culpa... Yo solo quiero que... pase una Nochebuena... feliz y agradable... en su casa... con su familia...


—Ay, mi niña... —la besó en la cabeza—. ¿Acaso no entiendes que no importa dónde esté uno en Navidad, sino con quién la comparte?


—No quiero separarme ni un minuto de él... —se incorporó para mirarla —. Lo amo, abuela, pero no se merece esto... Soy yo quien ha tenido un accidente, no él... No ha salido de estas cuatro paredes, menos para comprarse comida, que luego se toma aquí. No quiero ser una carga, no quiero obligarle a permanecer conmigo, si eso lo aparta de su vida... ¡Ha dejado de trabajar! ¡Los niños son todo para él!


—Lo sé, cielo —sonrió Sara—. Solo está de vacaciones y Jorge me ha dicho que Pedro trabaja muchas más horas de las estipuladas y que le deben muchos días. Por eso, no te preocupes.


—¡Su trabajo es su vida!


—Bueno —le acarició la mejilla—, ahora en su vida hay más que trabajo, cariño. Y es adulto, ¿no crees que está perfectamente cualificado para decidir por sí mismo?


Paula suspiró de forma entrecortada. Se recostó sobre la almohada.


—¿No lo ves, abuela? —su voz estaba rota—. Está agotado, necesita descansar, tiene ojeras, apenas duerme... Lo sé, porque yo casi no duermo y se pasa las noches en vela, vigilándome. Se levanta del sofá cada dos minutos. No puede continuar así...


—En eso te doy la razón, niña —se acomodó en la silla, junto a ella, cruzando los tobillos a lo largo—. El muy cabezota no ha permitido que yo vele tus sueños una sola noche —se rio con suavidad—. Te quiere mucho, niña —sonrió, emocionada—. Mañana te disculpas y todo arreglado.


Si me perdona, será un milagro... No sé ya cuántas veces le he hecho daño...


Ese horrible sentimiento se adueñó de su cuerpo, a nivel físico y mental y, cuando, dos silenciosas horas más tarde sirvieron la cena, no probó bocado.


Por ser Nochebuena, añadieron un trozo de tarta con helado, pero no tenía apetito; su estómago estaba cerrado en un puño y las enfermeras se llevaron la bandeja intacta.


Sara, enseguida, se quedó dormida, pero Pau no podía conciliar el sueño.


Encendió la pantalla del móvil infinitas veces. 


Redactó un mensaje, pero no lo envió.




CAPITULO 114 (PRIMERA HISTORIA)




Al día siguiente, la realidad la golpeó con crueldad.


Después de realizarle las pruebas pertinentes en su magullada anatomía, se enteró de lo ocurrido y de la terrible situación en que se hallaba, de los tres días que había estado inconsciente, de que se mantenía ingresada por un atropello, de la operación, de las heridas... El segundo accidente por el que permanecía en un hospital en su vida.


El silencio se apoderó de ella. No pudo evitarlo. 


Se sentía tan mal, con el cuerpo tan pesado, que no articular palabra le resultó relajante. Además, los calmantes que le suministraban por vena para soportar el dolor la mantenían prácticamente sedada.


Una semana después, la mañana de Nochebuena, recibió una inesperada sorpresa.


Estaba incorporada en la cama, sentada casi por completo, le habían bajado la tela que sostenía en alto su pierna derecha para que estuviera más cómoda y su cara había adquirido un tono verde amarillento, el morado había desaparecido. La tarde anterior, le habían retirado el vendaje de la cabeza para que la sutura respirase y cicatrizase mejor. Le habían rapado justo ese trozo de pelo, pero, como era una herida pequeña y estaba pegada a la oreja, no se le veía la calva con los cabellos sueltos; sin embargo, ese día, su novio se los había lavado y recogido para que no obstaculizasen la curación. Eran grandes noticias, su rostro se recuperaba y sus párpados se alzaban cuanto quisiera, aunque con cuidado, aún tenía una leve hinchazón en uno de ellos.


—¡Pau! —chilló Ava al entrar en la habitación, corriendo.


Paula sonrió, radiante, al ver a la niña.


—¡Ava! —exclamó feliz.


—Hola, muñeca —le dijo el doctor Alfonso, también sonriendo, que la cogió en brazos y la depositó en la cama, junto a Paula.


Ava se deshizo de sus pequeñas botas de borrego y se tumbó. Pedro y los padres de la niña charlaron en el sofá de la estancia, debajo de la ventana, al fondo.


—Mamá me ha dicho que estás aquí porque salvaste a Pedro de un hombre malo.


— Estoy aquí porque hay gente mala, sí —le pellizcó la nariz.


—¿Qué harás con la pierna? No puedes andar —apoyó su cabecita en el hombro de Paula, quien la abrazaba con cariño.


—Me han dicho que la semana que viene me quitan la escayola, pero tengo que hacer rehabilitación.


—¿Qué es eso? —arrugó la frente, atenta.


—Hacer ejercicios con la pierna con un médico especial durante dos meses.


—Acabo de enviar la última carta a Papá Noel. Ya le escribí una, pero tenía que pedirle que te trajera una pierna buena —comentó, seria.


Pau soltó una carcajada, pero, enseguida, ahogó un gemido por la fisura de la costilla.


—Muchas gracias, Ava, aunque creo que tardará un poquito en llegar —le besó la frente—. ¿Estás nerviosa por los regalos?


Y así, niña y paciente iniciaron una conversación amena y divertida, la mejor que había mantenido Paula desde que despertase una semana atrás; Ava era una niña dulce y coqueta que le arrancaba risas sinfín, a pesar de la molestia del estómago.


Por la tarde, la familia Alfonso al completo la visitó, incluida la abuela Ana y su marido, Miguel, idéntico a Samuel, pero más mayor y con bigote. Estuvieron dos horas charlando sobre la cena de Nochebuena, la Navidad y los juegos que realizarían en la fiesta que los señores Alfonso organizaban.


—Es una pena que no puedas asistir, cariño —se entristeció Catalina—. Bianca, Denise y Sabrina me llaman a diario para saber cómo sigues. ¿Cuándo te dan el alta?


—Ha dicho Bruno—observó al aludido, sin la bata blanca— que, a lo mejor, me puedo ir a casa la semana que viene.


—Pues ojalá puedas pasar Nochevieja en casita, tesoro —convino la señora Alfonso, antes de besarle la mejilla—. Nosotros nos vamos, que tenemos que ultimar detalles de la fiesta—. Vendremos mañana, ¿de acuerdo? —se giró y caminó hacia la puerta—. Yo he pasado muchas nochebuenas en el hospital porque me tocaba guardia —la miró y le guiñó un ojo—. No es tan malo.


Ana, Miguel, Samuel, Manuel y Bruno se despidieron de ella y se marcharon. Paula contempló a Pedro una tensa eternidad.


—¿Por qué no te has ido con ellos? —quiso saber ella, enfadada.


—Iré a por un chocolatito caliente —anunció Sara, dejándolos a solas.


Él se sentó en el borde de la cama, posando una mano sobre su tobillo sano, que acarició con ternura. Paula se mordió la lengua. Lo que más deseaba era ser abrazada por su novio y no despegarse jamás de él, pero no podía estropearle esa noche, no se lo merecía; a quien habían atropellado era a ella, no a Pedro.


—Ya se lo dije a mis padres, este año estaré contigo toda la Navidad — sonrió él, con dulzura.


—Quiero que te vayas —pronunció Paula con rudeza, cruzándose de brazos con cuidado y girando el rostro porque, si lo miraba, perdería decisión—. He pasado los últimos ocho años cenando sola con mi abuela. No te necesito. Vete.


Pedro detuvo los mimos y respiró hondo.


—¿A qué viene esto? —frunció el ceño—. No me voy a ir a ninguna parte.


—Me siento inútil a tu lado, así que, si no te importa, quiero estar un rato sin sentirme así.


—Repítemelo a la cara. No te escondas, Paula —gruñó él, acercándose—. Dime que me marche porque no me quieres aquí, pero de verdad, sin fingir, entonces, me iré.


—Necesito respirar un poco —mintió Paula con la voz contenida—. Y tú estás todo el rato a mi alrededor. Ya bastante es que esté en este hospital porque un idiota me ha atropellado, como para encima tenerte al lado recordándomelo —se le encogió el corazón con crueldad al ver cómo se le cruzaba el semblante a su doctor Alfonso por sus hirientes palabras.


—Te cuido, Paula —la corrigió—. No hago otra cosa que cuidarte y protegerte. Si pudiera cambiarme por ti, no dudes ni por un segundo que lo haría, porque lo haría, ojalá estuviera yo en tu situación... —y añadió, rechinando los dientes—. Lo que no sabía era que te agobiaba —bufó, molesto.


—¿Cómo quieres que no me agobie si ni siquiera me dejas ir sola al baño? —exclamó ella, alzando las manos—. ¿Te imaginas lo humillante que es eso?


—No puedes andar —retrocedió—. Y no me importa. Soy tu novio, y médico —se apuntó a sí mismo con el dedo índice—. Lo único que hago es cuidarte —insistió, apretando los puños en los costados.


—¡Nunca he requerido ayuda y no voy a empezar ahora! ¡No te necesito! ¡Vete! —le gritó, con las lágrimas mojando sus mejillas—. Tú no lo entiendes. Quiero que te vayas, Pedro. ¡Ahora! ¡Déjame en paz de una vez!


Pedro se sobresaltó. La observó un minuto interminable. Después, se puso el abrigo y se fue, sin despedirse.




CAPITULO 113 (PRIMERA HISTORIA)




La cabeza, la cara y el cuerpo le iban a estallar en cualquier momento...


Sentía como si una estampida de elefantes la hubiera aplastado. Intentó enfocar la vista, pero por un ojo no veía nada y el otro apenas se alzaba.


—Pe... Pe... Pedro... —dijo, ronca.


Tenía la garganta seca, le ardía tanto que le costaba un esfuerzo sobrehumano tragar. No sabía si todavía estaba dormida, pero acababa de soñar con su doctor Alfonso, que la llamaba torpe y soltaba un taco, y que ella lo reprendía por hablar mal.


Algo fresco en los labios le arrancó un gemido de alivio. Se los humedeció, notando heridas. Le extrañó. Elevó el párpado y lo vio.


—¿Te duele mucho? —le preguntó Pedro, que sonreía, limpiándose una lágrima que le había caído por el pómulo.


Su voz grave y profunda, y su rostro, cubierto por una barba muy corta, la relajaron al instante. Respiró hondo despacio. Sin embargo, también eso le bramó el estómago... ¿Qué le pasaba?


—La cabeza... —respondió Pau, con aspereza. Levantó una mano—. La cara... —se la tocó—. Dios mío... —se asustó.


—Tranquila, Cenicienta. No hagas eso —le retiró la mano con increíble suavidad—. Estás en el hospital. ¿Qué es lo último que recuerdas? No quiero que te agobies, ¿de acuerdo? Si no puedes recordar, no pasa nada.


La mente de Paula comenzó a divagar, pero era un cúmulo de imágenes sin sentido. No obstante, se detuvo en una en concreto: un coche oscuro acelerando hacia Pedro en plena calle... Contuvo el aliento.


—Dios mío... —repitió en un hilo de voz—. El coche... Pedro, ¿tú...?


—Me salvaste la vida, Paula —le besó el interior de la muñeca izquierda —. Mi hermano no tardará en llegar, ya le avisé de que despertaste. Dime si te duele algo y la intensidad del dolor del uno al diez, siendo uno, muy poco y diez, mucho.


—La cabeza... —frunció el ceño, ahogó un quejido. Cualquier movimiento le producía tirantez—. La cabeza... ocho... La cara... cinco... La garganta... seis... El costado... cinco... La pierna... mierda... —hizo una mueca al intentar moverla—. La pierna, veinte, como mínimo... —resopló.


—Hola, amiga —la saludó Rocio, vestida de uniforme, sonriendo—. Te he echado de menos.
Moore le apretó la mano libre —su novio no le soltaba la otra, cosa que agradeció porque necesitaba su contacto como respirar, nunca tanto como en ese instante.


—Auméntale la dosis, Rocio, la pierna es lo que más le duele —le pidió él.


—Lo mejor para la mejor paciente del hospital —asintió la enfermera, dichosa y radiante, acatando el mandato.


A los pocos minutos, se les unió Bruno, vestido con la bata blanca; de su cuello colgaba el estetoscopio. Pedro se alejó para permitirle espacio a su hermano pequeño, que se sentó en el borde de la cama.


—¿Cómo te encuentras, Pau? —se interesó Bruno, serio y profesional, antes de auscultarla y comprobar sus constantes vitales.


Una luz la cegó.


—Me duele mucho la pierna...


—Es normal. Tienes la tibia fracturada. ¿Y el estómago? —le palpó los costados.


—¡Ay! —exclamó, sobresaltada.


—Tienes una fisura en una costilla. Voy a levantarte un poco, ¿de acuerdo? Si sientes mareos o te duele más el costado, dímelo y te tumbo otra vez.


La incorporó unos centímetros, con el mando a distancia de la cama, y le ahuecó los almohadones detrás de la cabeza y de la espalda con una dulzura que le provocó un agradable suspiro.


—Así, mejor —susurró ella, cerrando el ojo—. Estoy cansada...


—Duerme todo lo que necesites. Mañana, cuando despiertes, te haremos pruebas —le anunció Bruno en voz baja.


—Tengo sed...


—Puedes beber, pero muy poco y despacio, ¿vale? Descansa, Pau —se despidió el pequeño de los mosqueteros—. Te dejo en las mejores manos.


—Yo también me voy. Vendré mañana —Rocio le besó la frente con cuidado.


Escuchó la puerta cerrarse.


—Toma, abre la boca.


Pedro... No te vayas... —le rogó Pau antes de obedecer. El agua le refrescó la boca y la garganta—. Gracias...


—Ya te lo dije, nena, no me separaré nunca de ti.


—Solo tú y yo...


—Solo tú y yo —recostó medio cuerpo en la cama, a su lado, y la acunó en su cálido pecho.


No supo si fue por los analgésicos o por él, pero se quedó dormida al instante. Soñó con un huerto sembrado de hierbabuena...