domingo, 13 de octubre de 2019
CAPITULO 114 (PRIMERA HISTORIA)
Al día siguiente, la realidad la golpeó con crueldad.
Después de realizarle las pruebas pertinentes en su magullada anatomía, se enteró de lo ocurrido y de la terrible situación en que se hallaba, de los tres días que había estado inconsciente, de que se mantenía ingresada por un atropello, de la operación, de las heridas... El segundo accidente por el que permanecía en un hospital en su vida.
El silencio se apoderó de ella. No pudo evitarlo.
Se sentía tan mal, con el cuerpo tan pesado, que no articular palabra le resultó relajante. Además, los calmantes que le suministraban por vena para soportar el dolor la mantenían prácticamente sedada.
Una semana después, la mañana de Nochebuena, recibió una inesperada sorpresa.
Estaba incorporada en la cama, sentada casi por completo, le habían bajado la tela que sostenía en alto su pierna derecha para que estuviera más cómoda y su cara había adquirido un tono verde amarillento, el morado había desaparecido. La tarde anterior, le habían retirado el vendaje de la cabeza para que la sutura respirase y cicatrizase mejor. Le habían rapado justo ese trozo de pelo, pero, como era una herida pequeña y estaba pegada a la oreja, no se le veía la calva con los cabellos sueltos; sin embargo, ese día, su novio se los había lavado y recogido para que no obstaculizasen la curación. Eran grandes noticias, su rostro se recuperaba y sus párpados se alzaban cuanto quisiera, aunque con cuidado, aún tenía una leve hinchazón en uno de ellos.
—¡Pau! —chilló Ava al entrar en la habitación, corriendo.
Paula sonrió, radiante, al ver a la niña.
—¡Ava! —exclamó feliz.
—Hola, muñeca —le dijo el doctor Alfonso, también sonriendo, que la cogió en brazos y la depositó en la cama, junto a Paula.
Ava se deshizo de sus pequeñas botas de borrego y se tumbó. Pedro y los padres de la niña charlaron en el sofá de la estancia, debajo de la ventana, al fondo.
—Mamá me ha dicho que estás aquí porque salvaste a Pedro de un hombre malo.
— Estoy aquí porque hay gente mala, sí —le pellizcó la nariz.
—¿Qué harás con la pierna? No puedes andar —apoyó su cabecita en el hombro de Paula, quien la abrazaba con cariño.
—Me han dicho que la semana que viene me quitan la escayola, pero tengo que hacer rehabilitación.
—¿Qué es eso? —arrugó la frente, atenta.
—Hacer ejercicios con la pierna con un médico especial durante dos meses.
—Acabo de enviar la última carta a Papá Noel. Ya le escribí una, pero tenía que pedirle que te trajera una pierna buena —comentó, seria.
Pau soltó una carcajada, pero, enseguida, ahogó un gemido por la fisura de la costilla.
—Muchas gracias, Ava, aunque creo que tardará un poquito en llegar —le besó la frente—. ¿Estás nerviosa por los regalos?
Y así, niña y paciente iniciaron una conversación amena y divertida, la mejor que había mantenido Paula desde que despertase una semana atrás; Ava era una niña dulce y coqueta que le arrancaba risas sinfín, a pesar de la molestia del estómago.
Por la tarde, la familia Alfonso al completo la visitó, incluida la abuela Ana y su marido, Miguel, idéntico a Samuel, pero más mayor y con bigote. Estuvieron dos horas charlando sobre la cena de Nochebuena, la Navidad y los juegos que realizarían en la fiesta que los señores Alfonso organizaban.
—Es una pena que no puedas asistir, cariño —se entristeció Catalina—. Bianca, Denise y Sabrina me llaman a diario para saber cómo sigues. ¿Cuándo te dan el alta?
—Ha dicho Bruno—observó al aludido, sin la bata blanca— que, a lo mejor, me puedo ir a casa la semana que viene.
—Pues ojalá puedas pasar Nochevieja en casita, tesoro —convino la señora Alfonso, antes de besarle la mejilla—. Nosotros nos vamos, que tenemos que ultimar detalles de la fiesta—. Vendremos mañana, ¿de acuerdo? —se giró y caminó hacia la puerta—. Yo he pasado muchas nochebuenas en el hospital porque me tocaba guardia —la miró y le guiñó un ojo—. No es tan malo.
Ana, Miguel, Samuel, Manuel y Bruno se despidieron de ella y se marcharon. Paula contempló a Pedro una tensa eternidad.
—¿Por qué no te has ido con ellos? —quiso saber ella, enfadada.
—Iré a por un chocolatito caliente —anunció Sara, dejándolos a solas.
Él se sentó en el borde de la cama, posando una mano sobre su tobillo sano, que acarició con ternura. Paula se mordió la lengua. Lo que más deseaba era ser abrazada por su novio y no despegarse jamás de él, pero no podía estropearle esa noche, no se lo merecía; a quien habían atropellado era a ella, no a Pedro.
—Ya se lo dije a mis padres, este año estaré contigo toda la Navidad — sonrió él, con dulzura.
—Quiero que te vayas —pronunció Paula con rudeza, cruzándose de brazos con cuidado y girando el rostro porque, si lo miraba, perdería decisión—. He pasado los últimos ocho años cenando sola con mi abuela. No te necesito. Vete.
Pedro detuvo los mimos y respiró hondo.
—¿A qué viene esto? —frunció el ceño—. No me voy a ir a ninguna parte.
—Me siento inútil a tu lado, así que, si no te importa, quiero estar un rato sin sentirme así.
—Repítemelo a la cara. No te escondas, Paula —gruñó él, acercándose—. Dime que me marche porque no me quieres aquí, pero de verdad, sin fingir, entonces, me iré.
—Necesito respirar un poco —mintió Paula con la voz contenida—. Y tú estás todo el rato a mi alrededor. Ya bastante es que esté en este hospital porque un idiota me ha atropellado, como para encima tenerte al lado recordándomelo —se le encogió el corazón con crueldad al ver cómo se le cruzaba el semblante a su doctor Alfonso por sus hirientes palabras.
—Te cuido, Paula —la corrigió—. No hago otra cosa que cuidarte y protegerte. Si pudiera cambiarme por ti, no dudes ni por un segundo que lo haría, porque lo haría, ojalá estuviera yo en tu situación... —y añadió, rechinando los dientes—. Lo que no sabía era que te agobiaba —bufó, molesto.
—¿Cómo quieres que no me agobie si ni siquiera me dejas ir sola al baño? —exclamó ella, alzando las manos—. ¿Te imaginas lo humillante que es eso?
—No puedes andar —retrocedió—. Y no me importa. Soy tu novio, y médico —se apuntó a sí mismo con el dedo índice—. Lo único que hago es cuidarte —insistió, apretando los puños en los costados.
—¡Nunca he requerido ayuda y no voy a empezar ahora! ¡No te necesito! ¡Vete! —le gritó, con las lágrimas mojando sus mejillas—. Tú no lo entiendes. Quiero que te vayas, Pedro. ¡Ahora! ¡Déjame en paz de una vez!
Pedro se sobresaltó. La observó un minuto interminable. Después, se puso el abrigo y se fue, sin despedirse.
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