martes, 11 de febrero de 2020
CAPITULO 162 (TERCERA HISTORIA)
Mientras caminaba, recordó el día que Pedro comió en el loft, esa mañana en que ella se lastimó las rodillas y destrozó el horrible vestido amarillo que Ramiro le había comprado para la fiesta del Club de Campo. Cuando le había preguntado qué hacía en su calle, Pedro había contestado que acababa de salir de una guardia del hospital y que iba de regreso a su casa, supuestamente...
Supuestamente porque ella, en ese instante, se percató de que el loft estaba en dirección contraria al ático, lo que significaba que aquel día, tres jornadas después de recibir Paula el alta completa, él se había desviado adrede para verla... Y confirmar tal hecho revolucionó sus mariposas.
Entró en el General y subió a la quinta planta.
En cuanto el ascensor abrió sus puertas, dejó de respirar.
Ahí estaba, de perfil a ella, hablando con Tammy. Su expresión era seria.
Esa bata blanca le quedaba como un guante. Y su traje y corbata negros, sus zapatos marrones, su pelo más desaliñado que nunca, pues tenía los mechones hacia arriba en miles de direcciones, flaquearon sus piernas...
Se acercó lentamente, incapaz de correr. Era imposible no admirar al irrestible médico que le había robado el corazón, el cuerpo, la mente y el alma.
—Doctor Pedro... —susurró, sin pensar.
Pedro, primero giró el rostro hacia ella, estupefacto, luego giró su gallarda anatomía, como si estuviera soñando, como si Paula fuera producto de una fantasía. Entonces, a pesar de los presentes, a pesar de que más de uno cotilleaba, ella acortó la distancia, tiró de su corbata, obligándolo a agacharse, y lo besó en la boca.
Se separó, lo soltó y se contemplaron largo rato sin pestañear siquiera.
Esos ojos del color de las castañas se habían oscurecido y emitían fulgores deslumbrantes.
—doctor Pedro... —le tembló la voz—. Yo... —tragó el nudo de la garganta.
Él sonrió y la abrazó.
—Pau...
—Lo siento... —se aferró a su cuerpo, asustada—. Tengo miedo... Siempre tengo miedo...
CAPITULO 161 (TERCERA HISTORIA)
Paula no cabía en sí del asombro. Se había quedado dormida sola y se había despertado sola. ¿Dónde estaba su novio? En el hospital.
Ya había amanecido. De hecho, eran las diez de la mañana, tardísimo para sus costumbres, pero se había acostado muy tarde, esperando, en balde, a hablar con Pedro a solas. Era lo que había pretendido al interrumpir la cena, que él comprendiera que debían charlar en privado sobre retomar su trabajo.
Sin embargo, su novio no había reaccionado como ella esperaba. Ni ella había salido del cuarto, ni él había entrado.
Respiró hondo. Se quitó el pijama a manotazos.
No recordaba estar tan enfadada en su vida. Se duchó. Se lavó el pelo. Se arregló con un vestido
camisero azul celeste, de cuello bebé, redondo, y mangas hasta los codos; se ajustó un cinturón fino y trenzado, de color marrón, en las caderas, a juego con el bolso; se calzó las Converse del mismo tono que la ropa; se recogió los cabellos en su característica coleta lateral con una cinta azul; y se maquilló con rímel, colorete y brillo labial. Tenía una cita con Catalina para almorzar
y quería estar presentable.
Se preparó una infusión en la cocina y se la bebió, sin variar el ceño fruncido.
—Buenos días —la saludó Zaira—. La niña se acaba de dormir.
—¿No vas al taller de Stela hoy?
—Sí, más tarde —se sirvió una taza de chocolate caliente que había en una cacerola en la vitrocerámica—. Comeré con vosotras.
Paula sonrió. Le encantaba pasar tiempo con sus dos amigas, pero en especial con la pelirroja. Sentía cierto vínculo. Rocio era muy extrovertida, Zaira era más tímida, más como la propia Paula. Y sus personalidades se asemejaban, hasta sus gustos. Tal vez, eso influía en la facilidad con que se trataban desde el principio.
—Hoy, Mauro ha empezado una guardia de cuarenta y ocho horas —hizo cómicos pucheros—. Lo voy a echar tanto de menos...
Ambas se rieron.
—¿Todo bien con Pedro? —se interesó Zai.
—Sí —respondió, escueta, girándose para fregar su taza.
—Ya...
Paula apagó el grifo y se giró. Zaira sonreía.
—No —reconoció—. No está nada bien con Pedro... —suspiró y se sentó en uno de los taburetes de la barra americana—. No creo que decidir volver al trabajo, interrumpir las vacaciones, sin consultarme, sea empezar con buen pie nuestra nueva vida juntos. Tenía que haber hablado conmigo —agachó la cabeza—. Estamos viviendo juntos. Se supone que eso significa dar un paso importante en la relación. Y que él haya decidido algo sin hablarlo conmigo, me hace plantearme si no nos hemos precipitado...
—Precisamente, Pedro es el único de los tres que piensa antes de actuar, que da un paso porque está convencido de que ese paso es bueno para los demás, no para él —se acomodó a su lado y la cogió de la mano—. Mira, Paula,
llevas viviendo aquí dos semanas. Yo también estoy aquí y no te he visto... — sonrió con tristeza—. Sé lo que es que una madre no te acepte, te lo aseguro, aunque lo que sucede entre tu madre y tú tiene solución, al contrario que en mi caso —arqueó las cejas—. Lo que te quiero decir con esto es que si Pedro ha decidido volver al hospital es por ti. Lo de tu madre te afecta mucho, como es normal, pero tienes que entender a Pedro... —respiró hondo—. No me lo tomes a mal, Paula, pero siempre huyes de él cuando tienes un problema. Él ha regresado al trabajo para darte espacio. No me lo ha dicho, pero lo sé.
—Yo no huyo de él... —pronunció ella, sin convicción.
—Puede que no, o puede que sí y no te des cuenta de que lo haces —se encogió de hombros—, pero llevo quince días viendo a Pedro como un alma en pena, y a ti, también —le apretó la mano—. Has estado, y estás, ausente. Es normal. Se trata de un problema muy grave entre tu madre y tu novio. Eres tú quien más sufre porque estás en medio. Sin embargo —le levantó la barbilla —, Pedro está un poco perdido ahora. No es la primera vez que ocurre algo y tú te alejas de él o lo rechazas.
—Yo... —tragó. Las lágrimas ya mojaban su rostro—. He sido una tonta... Ya me lo dijo una vez, que siempre hay algo que se interpone, pero... No es que huya de Pedro, es que... —dejó caer los brazos, derrotada—. Tengo miedo...
—No —se incorporó y consultó el reloj de la cocina, junto a la nevera, colgado en la pared—. Lo que tienes es tiempo —le guiñó un ojo—. Ve al hospital. Habla con él.
Paula asintió, solemne. Se incorporó y se arregló el maquillaje en el baño.
Después, abrazó a Zaira y se dirigió al hospital.
CAPITULO 160 (TERCERA HISTORIA)
Los días pasaron sin cambios, sin mejoría, sin noticias de los señores Chaves.
No salían del ático excepto lo indispensable, que se resumía en pasear un rato por la noche, porque Pedro no soportaba verla deprimida, en la cama o en el sofá. Había hablado con sus hermanos y con sus cuñadas. Zaira y Rocio procuraban animar a Paula, pero ella fingía sonreír, disfrazaba la realidad, aparentaba que todo estaba bien cuando en el fondo sufría.
Él había tanteado el tema de las clases de yoga, pero Paula enseguida lo desestimaba, aduciendo que en agosto la gente estaba de vacaciones. Pedro decidió aguardar un par de semanas sin agobiarla.
Sin embargo, cuando esos quince días terminaron, sin besos, sin abrazos, sin caricias, sin risas, sin diversión, sin tranquilidad, sin alegría... Telefoneó a su abuela. Le contó lo sucedido en casa de los Chaves y cómo continuaba su novia desde entonces.
—Ay, Pedro... —suspiró Ana a través de la línea—. Tienes que animarla como sea.
—Eso intento, abuela...
Estaba en el Boston Common. Había salido a correr antes de cenar para despejarse. Se sentó en uno de los bancos del parque. El sol ya se escondía en el horizonte.
—¿Y si se involucra en la fiesta de tu madre? Es dentro de dos semanas. Así se distrae. Y ya conoce a los del refugio de animales.
Pedro frunció el ceño. Se había olvidado de la gala.
—Hablaré con mamá.
—Hazlo. Espera, te la paso, que estoy en casa de tus padres. Cenamos con ellos hoy.
—Gracias, abuela.
—No me las des, cielo. Y cualquier cosa que necesitéis tú y tu muñeca, llámame como hoy, ¿de acuerdo? Pero no esperes dos semanas.
—De acuerdo —sonrió.
Tenía más confianza con su abuela que con cualquier miembro de su familia. Sus padres decían que eso respondía a que Pedro era un calco, exterior e interior, de Ana Alfonso y, por tanto, abuela y nieto se entendían a la perfección sin necesidad de explicarse.
—¿Cariño? —dijo Catalina.
—Hola, mamá.
—¿Qué tal está Paula? Ya estoy enterada por Zaira de lo que pasó en casa de sus padres.
—Bueno... —resopló, revolviéndose el pelo con la mano libre—. Está hecha polvo, mamá... No sonríe y... —suspiró, desolado—. No sé qué hacer... La abuela cree que si Paula te ayuda con la gala estará mejor.
—¡Claro, hijo! Pásame su móvil y la llamo para quedar mañana con ella. ¿Te parece bien?
—No se negará, aunque no le apetezca. Pau nunca se niega a nada con nadie, salvo conmigo.
Ambos se rieron con suavidad.
—Eso es buena señal, cariño.
—Eso espero —su corazón se disparó.
—Tu Pau —enfatizó adrede— te adora, hijo. Te aseguro que tu padre y yo no podemos ser más felices por las tres nueras que tenemos, ¡las mejores! Son guapas, inteligentes, simpáticas, cariñosas y, lo más importante, se desviven por vosotros.
—Zai y Rocio son geniales. Es muy fácil vivir con ellas, mamá, igual que con Pau. A pesar de estos últimos quince días, es... perfecta... Pau es perfecta, mamá.
—Ay, cariño... —suspiró, sonora—. El fácil eres tú, tesoro, ¿cuándo te darás cuenta de lo maravilloso que eres?
—Mamá, por favor... —se removió, incómodo y sonrojado por el halago.
—Es cierto, Pedro. Nunca te lo he dicho... Os quiero a los tres por igual con todo mi ser, cielo, pero tú eres quien tiene el corazón más grande, y los de tus hermanos no caben en el firmamento de lo grandes que son, así que imagínate cómo es el tuyo...
Aquello le robó el aliento.
—Mamá... —le tembló la voz—. Gracias...
—No te desmoralices con Paula. No te separes de ella a pesar de su familia. La llamaré ahora.
—Gracias, mamá —le dio el número, se despidieron y colgaron.
Regresó al ático unos minutos después.
Encontró a Paula en la cocina, preparando la cena con Rocio y Mauro, los tres cocineros oficiales de la casa. Pedro no se acercó a darle un beso. ¿Por qué? Porque llevaba dos semanas esperando a que ella lo hiciera primero, a que tomara la iniciativa, dos semanas en las que no había recibido ni siquiera un roce al pasar a su lado.
Se sentía indefenso en su presencia. Ahora el vulnerable era Pedro. Creía estar reviviendo el pasado cercano, cuando él tocaba el timbre de su puerta una y otra vez, cuando no respetaba su decisión de no querer verlo de nuevo porque estaba prometida a otro hombre. La diferencia con respecto a ese momento, justo el mes anterior, era que vivían juntos... Quince días viviendo juntos y parecían compañeros de pisos que dormían en la misma cama, pero bien alejados entre sí.
Murmuró un saludo y se encerró en el baño para ducharse. Debajo de la cascada de agua tibia, estuvo pensando. ¿Y si la estaba agobiando? ¿Y si Paula quería soledad y no se atrevía a decírselo? ¿Y si se habían precipitado? ¿Y si Karen estaba en lo cierto y su hija jamás sería feliz con él? ¿Y si Pedro volvía a trabajar? Quizás, si comenzaban una rutina, la situación entre ellos mejoraría.
Decidido.
Se vistió con unos pantalones negros de algodón cortos y una camiseta blanca que utilizaba para estar cómodo. Descalzo, como siempre, al igual que el resto de los presentes, se dirigió al salón. Se sentó con los demás en los cojines del suelo, en torno a la mesa. Cogió a Caro en brazos y se distrajo con la niña, aunque espiaba por el rabillo del ojo a su novia.
Empezaron a cenar.
—Mañana iré al hospital —anunció Pedro antes de dar un sorbo a la cerveza.
Todos lo miraron, extrañados, menos Paula, enfrente, que no a su lado, como supuestamente prefería, cuya expresión era indescifrable.
—Creía que solo habías gastado un mes de vacaciones —le comentó ella, seria.
—Sí, pero no tengo por qué gastar los otros dos. Me los puedo fraccionar.
—¿Quieres volver al hospital? —frunció el ceño.
De repente, no existió nadie más.
—No es mala idea —contestó él, encogiéndose de hombros, fingiendo indiferencia.
Paula apoyó los cubiertos en su plato y se tiró de la camiseta que llevaba.
¿Se enfada? Increíble...
—¿Y no pensabas decírmelo?
—Te lo estoy diciendo ahora.
Tenso silencio.
—Disculpadme —se excusó Paula, levantándose—. He perdido el apetito —y se encerró en la habitación de un portazo.
Pero Pedro no se inmutó, sencillamente porque se paralizó ante tal reacción.
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