domingo, 29 de septiembre de 2019
CAPITULO 69 (PRIMERA HISTORIA)
Localizó a Paula, custodiada por Stela, Bruno, Manuel, Rocio, Catalina y Samuel, a un par de metros de distancia, en el centro del gran salón. El grupo entero, menos ella, sonreía con orgullo hacia él. Su padre se acercó y le palmeó la espalda.
—¿A qué esperas, hijo?
Pedro sonrió y caminó, seguro de sí mismo, hacia su preciosa pelirroja.
La tomó de una mano y le besó la palma y el interior de la muñeca, ese punto gracias al cual esas gemas turquesas se oscurecían. La marcó como suya, para alegría de unos, disgusto de otros y promesa exclusiva de la pareja, ya oficial.
No le hacía falta besarla en la boca, ni lo pretendía.
—Siento lo de antes —se disculpó Pedro, una vez los presentes se dispersaron para disfrutar del baile.
—Yo también lo siento... —convino Paula—. No debí haberte besado delante de nadie.
—No es eso —entrelazó los dedos con los de ella—. Me da igual que me vean contigo, pero tus besos son solo míos —añadió con rudeza—. No quiero que nadie los presencie, solo tú y yo.
—Solo tú y yo... —asintió, mirándolo con ternura.
El cuerpo de Pedro sufría la peor y mejor excitación de su vida; la peor, porque deseaba sacarla de allí y devorarla, cubrirla de besos y caricias y estrecharla entre sus brazos para adorarla hasta el fin de los tiempos; y la mejor, porque jamás había experimentado tanta adrenalina como en ese momento, ¡y qué bien sentaba!
La guio hacia las mesas dulces. Se sirvieron un plato cada uno.
—¿Trabajas mañana? —se interesó él.
—No, Stela me lo ha dado libre —sonrió, con los labios cubiertos de azúcar.
Pedro se rio y le limpió la boca con los dedos.
Fue un acto natural, sencillo, pero los quemó a los dos... Se miraron, serios. ¡Cuánto la deseaba, maldita fuera!
Se aclaró la voz y le preguntó:
—¿Te gustaría pasar el día conmigo?
—Me encantaría —musitó, ruborizada.
Joder... Me la comería entera...
En ese momento, sus hermanos y la enfermera Moore se les unieron. La tensión sexual entre Manuel y Rocio era tan obvia que se podía tocar.
Por respeto a la rubia, Bruno y Pedro se mantuvieron callados, ya se reirían del mosquetero seductor en otra ocasión.
Estuvieron un rato charlando y bromeando.
Pedro no se separó de Paula.
Se fijó en que movía los pies al son de la música muy a menudo.
—Será mejor que te saque a bailar, peque —le dijo Manuel a ella—, porque, si esperas a que lo haga él —señaló con la cabeza a Pedro—, puedes hacerte vieja.
Los presentes estallaron en carcajadas; Pedro, no, por supuesto. Miró enfadado al bocazas de su hermano.
—¿No te gusta? —quiso saber ella, con un deje de tristeza en su melodiosa voz que le atravesó las entrañas.
—No es que no me guste —se encogió de hombros, restando importancia —, es que no sé bailar.
—Tiene dos pies izquierdos, como mi padre —confesó el pequeño de los Alfonso, sonriendo divertido.
—Yo podría enseñarte —le susurró Paula, estrujando el borde de su chaqueta, sonrojada y avergonzada—. Me gusta mucho bailar. Tuve el mejor profesor, mi padre.
Si no hubiera añadido la última frase, él la hubiera raptado en los servicios otro ratito y, al fin, se la hubiera comido a besos; sin embargo, dijo aquello. Su padre... Era la segunda ocasión en que lo nombraba, y empleando el mismo tono nostálgico que ahora, encerrando un intenso dolor apenas perceptible para los demás, pero no para Pedro. Pero... ¿y su madre? Una madre era el pilar fundamental de una familia, no obstante, Paula vivía con su abuela.
Secretos... ¿Qué esconde?
Durante el postre, cuando ella había atravesado la estancia prácticamente corriendo, el pánico se había adueñado de él, sobre todo con su último y escueto mensaje. Sin importarle la falta de educación hacia su mesa, o los rumores que sabía que iba a provocar, se había levantado y había ido en su busca. No le había resultado difícil encontrarla, había oído el llanto de Paula desde el corredor.
Jamás la había visto tan abatida, tan asustada, tan perdida... Y que, al abrazarla, hubiera luchado contra él, abstraída de la realidad, como si hubiera estado reviviendo una pesadilla... A Pedro le había faltado poco para derrumbarse, había temblado más que ella misma. Fueron sus palabras las que causaron que Paula se angustiara, ¿por qué?
Necesitaba saber qué le había sucedido, porque era más que evidente que sufría un trauma.
Sospechó que su misteriosa familia, a la que no mencionaba, estaba detrás de la cicatriz. Podría averiguarlo, si quisiera. Tenía contactos en
todos los hospitales de Boston, incluso su padre lo ayudaría. Una cicatriz tan grande conllevaba una intervención quirúrgica, sin lugar a dudas.
CAPITULO 68 (PRIMERA HISTORIA)
—Es una gran chica —Ernesto Sullivan lo sacó del trance.
—¿Qué quieres? —le exigió Pedro, soltando el plato para cruzarse de brazos.
—Paula es el centro del cotilleo de la gala —le informó Ernesto, introduciendo las manos en los bolsillos del pantalón—. Deberías cuidarla y no hacer el idiota.
Pedro alzó las cejas, incrédulo. ¿Acaba de insultarme?
—Es obvio lo que sentís el uno por el otro —continuó Sullivan—, pero resulta que te besa delante de todos y te quedas traspuesto por culpa de tu estúpida idea de que nadie sepa nada de tu vida privada —se rio sin humor—. Eres un personaje famoso, Pedro, acéptalo de una buena vez.
—No te importa mi vida privada —gruñó él, apretando la mandíbula con tanta fuerza que no la sentía.
—Por cierto —ignoró su comentario y desvió la mirada—, Georgia está contando a todos los invitados que Alejandra y tú sois pareja, excepto a tu familia, claro —escupió, con evidente desagrado, hacia la señora Graham, algo que sorprendió a Pedro—, aunque no tardarán en enterarse... Es evidente que Paula te importa, llevas toda la gala pendiente de ella, así que hazle un favor y deja bien claro que tu chica es ella, no Alejandra, porque ya la están criticando.
Georgia puede ser muy mala si quiere y ha puesto a Paula en su punto de mira porque se interpone en su camino: te quiere para su hija. No permitas que esa mujer dañe a una chica tan buena como Paula —y se fue.
Pedro observó cómo Ernesto se mezclaba entre los presentes, alucinado por el discurso que acababa de recibir. ¿Desde cuándo Sullivan le prevenía?
Jamás habían cruzado más de dos palabras, excepto los saludos de rigor cuando coincidían en algún evento social.
Un momento... Georgia está haciendo... ¿qué?
Una rabia inhumana lo poseyó. Caminó con paso decidido en busca de Alejandra. La encontró bebiendo champán con dos hombres que babeaban a sus pies.
—¡Pedro! —le sonrió ella, con su particular embeleso.
—¿Podemos hablar? —le preguntó él.
—Claro —asintió—. Vamos.
Se alejaron hacia un lateral, pero Pedro se mantuvo cerca de la gente, quería que los escucharan para finalizar los chismes.
—¿Te importaría explicarme por qué tu madre está diciendo que tú y yo tenemos una relación? —pronunció con la voz contenida, frunciendo el ceño.
—Pues... no sé —se encogió de hombros.
—No soy imbécil —declaró Pedro, observando cada uno de sus gestos —. Lo que tú y yo tuvimos no fue una relación y ya se acabó. Se lo dices tú a tu madre o lo hago yo.
—¿Por qué me hablas así? —lo agarró de las manos.
—No me toques, Alejandra —sentenció, apartándose—. Y no se os ocurra a ti o a tu madre nombrar siquiera a Paula —la apuntó con el dedo índice—, o me convertiréis en vuestro enemigo.
—¡Pedro! —se tapó la boca, horrorizada—. ¡Somos amigos!
Él avanzó hacia ella, amenazante. Alejandra reculó en un acto reflejo.
—No te engañes —negó con la cabeza—. Tú y yo nunca fuimos amigos, solo dos personas que se acostaron durante una temporada, nada más. Lo sabías desde el principio. Te avisé de mis condiciones.
—¡Estás siendo cruel! —le recriminó, cegada por la humillación, observando a su alrededor.
—No. Estoy siendo sincero —la corrigió, sin titubear—. Y lo sabías — repitió, rechinando los dientes—. Ahora no te hagas la ofendida. Entre tú y yo no hay nada, nunca lo hubo y jamás lo habrá, asúmelo. Y díselo a tu madre — se volvió.
—¿Qué tiene ella? —la expresión que cruzaba su semblante era de puro despecho—. Solo es una niña. Seguro que no tiene ni idea de satisfacer a un hombre, aunque sí sabe calentarlos —bufó—. Eso hace con Ernesto. No te enga...
Pedro la cogió del codo con firmeza, enmudeciéndola.
—Precisamente es eso, Alejandra —le susurró al oído, en un tono hosco—, su inocencia, no como otras, que ya ni recuerdan con quién la perdieron.
Alejandra ahogó un grito, retrocedió y salió disparada del salón.
El último comentario había sido cruel, sí, reconoció Pedro para sus adentros, pero no se arrepentía, se lo merecía por calumniar a Paula.
Se giró y se topó con la triste mirada de Ernesto Sullivan, quien inclinó la cabeza, un gesto que Pedro comprendió y correspondió. A continuación, Ernesto se dirigió a consolar a la decoradora. No era difícil adivinar que Sullivan seguía enamorado de Alejandra, lo acababa de demostrar agradeciéndole a Pedro
que hubiera terminado definitivamente con ella y en público. Todos, sin excepción, habían presenciado lo ocurrido y lo contemplaban abiertamente, algunos con prepotencia, los que besaban el suelo por donde pisaba Alejandra Graham.
CAPITULO 67 (PRIMERA HISTORIA)
Y regresaron a la fiesta. En el gran salón, las mesas habían desaparecido; una voz femenina amenizaba el ambiente, acompañada por los instrumentos de la orquesta que antes tocaban música clásica; los invitados se dispersaban por el atestado espacio, algunas parejas bailaban, otros bebían y charlaban; las lámparas de araña habían disminuido considerablemente la intensidad, otorgando a la estancia un aspecto sublime que incitaba a divertirse hasta el amanecer; además, habían dispuesto focos de colores que giraban sobre sí mismos, alumbrando y creando sombras, igual que en una discoteca.
Paula sonrió al ver, a la derecha, un tablero, que ocupaba toda la pared, lleno de dulces: chucherías, pastelitos, chocolatinas, regalices, nubes de azúcar... Dio un brinquito espontáneo. Pedro posó una mano en la parte baja de su espalda y la guio hacia allí. Se sirvieron un plato cada uno; el de ella tenía de todo un poco, el de él, para su sorpresa, también.
—Así que el doctor Alfonso es un amante del dulce —le dijo al oído, porque la música impedía hablar en un tono normal.
—El doctor Alfonso es el fan número uno del dulce —se comió una nube de azúcar de un bocado.
Paula sonrió con picardía, se puso de puntillas y lo besó.
—Parece que también prefiero el dulce de tus labios, no solo la cerveza — declaró ella, pero la alegría se le borró del rostro al percatarse de lo rígido que estaba él, de repente—. Perdona... —agachó la cabeza—. No tenía que haberte besado. Lo siento... —se dio la vuelta, abochornada. Había olvidado por completo que ese hombre jamás mostraba sentimientos en público. No se le volvería a olvidar...
—¡Hola!
Los interrumpieron Bruno y Rocio, y, menos mal, pensó Paula, porque Pedro no reaccionaba; la situación era muy incómoda, tanto, que se abrazó a sí misma de manera inconsciente.
—Vamos, Paula —el pequeño de los Bruno le quitó el plato y la agarró de las manos—. ¿Me concedes este baile?
—Sí —se aferró a Bruno como si fuese su único salvavidas.
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