sábado, 18 de enero de 2020

CAPITULO 84 (TERCERA HISTORIA)




Pedro la condujo a su habitación y le indicó el servicio, pero ella cerró la puerta, avanzó hacia él y lo abrazó por el cuello. Aquello lo pilló por sorpresa y no reaccionó, pero Paula no lo soltó, sino que se alzó de puntillas y le acarició el pelo en la nuca.


—Deberías decirle a tu hermano que lo vas a echar mucho de menos, así Mauro entendería tu actitud.


La emoción se apoderó de Pedro. Envolvió a Paula entre sus brazos, suspirando.


Increíble... Mi Pau es increíble...


Sonrió. La besó en la cabeza.


—¿Te llevo al baño en brazos? —bromeó Pedro, aún sin separarse un milímetro.


—No quería ir al baño, solo quería abrazarte —giró el rostro y lo besó en la mejilla—. Supuse que necesitabas un respiro.


—Siempre atenta a todos —musitó Pedro, embobado en su cara, subiendo las manos por su espalda hacia su cuello.


—Solo atenta a ti —le susurró ella, tirando de sus mechones.


Pedro obedeció la muda orden, encantado. 


Capturó su boca, con dulzura al principio, pero el deseo era embriagador y, en cuanto Paula mordisqueó su labio inferior, él la empujó contra la pared y se quemaron...


—Deberíamos... volver...


—Todavía... no...


—Vale... doctor Pedro...


—Joder...


La sujetó por las mejillas, enterrando los dedos en sus sedosos cabellos recogidos en una coleta lateral, le quitó la cinta y la besó con toda la voracidad que sentía por ella. Era tan apasionada... La adoraba... La amaba tanto que no le importaba esperar. Iría lento, poco a poco. 


Le mostraría el camino hacia su corazón, el lugar en que él ansiaba que Paula hallara su
refugio eterno. Y después, solo después, le haría el amor, pero antes no.


Aunque existen muchas formas de... jugar, y pienso experimentarlas todas con mi muñeca...


Continuaron besándose unos minutos más, enlazando los labios, las lenguas, succionándose, tentándose... Apreció sus curvas a través de la ropa. Esa noche dormiría con ella. La conduciría al infierno de nuevo, no rezaba por otra cosa... Ya se redimiría Pedro cuando Paula estuviera preparada. No la presionaría, nunca, pero sí la veneraría cada vez que pudiera, aunque le costase una castración... Su leona blanca no se merecía menos.


Volvieron al salón.


—¿Puedo hablar contigo? —le pidió Pedro a su hermano, que asintió.


Se metieron en la cocina.


—Perdóname, Pa... —se disculpó Pedro, revolviéndose los cabellos—. Es solo que... —tragó. Como un auténtico niño le picaron los ojos—. Creía que estaríamos siempre juntos. Solo tengo que hacerme a la idea de que te veré menos —se encogió de hombros, simulando tranquilidad, aunque su interior sufría demasiado.


Mauro avanzó hacia él y lo sujetó por los hombros.


—Nunca me vas a perder. Jamás —su mirada se empañó—. No importa dónde trabajemos o dónde vivamos, estemos juntos o separados físicamente, siempre me tendrás a tu lado aunque no me veas. Ven aquí, Pepe —lo abrazó con fuerza.


Pepe... Así lo apodaba cuando eran pequeños.


Pedro lo correspondió unos segundos después. 


Se emocionaron, fue inevitable. En ese momento, recordó a Lucia Chaves. Entonces, se percató del atroz vacío que debía haber mortificado a Paula, y seguramente aún mortificaba, por haber perdido a su hermana.


—Y luego me llamáis cursi a mí... —murmuró Manuel con una sonrisa pícara.


Mauro y Pedro se limpiaron las lágrimas entre risas. Las tres mujeres también lloraban, en el salón. Nadie se había perdido detalle.



CAPITULO 83 (TERCERA HISTORIA)





Al final, comieron en el ático porque hacía mucho calor en la calle para Caro y Gaston.


—El apartamento es increíble —le obsequió Paula en voz baja, impresionada por su casa.


—Luego te enseño mi habitación —le guiñó el ojo—. Te gustará, muñeca... —añadió, con doble intención.


Habían acordado, en una discusión, que Pedro mantendría sus manos alejadas de ella en público, porque no se sentía cómoda. Por supuesto, Pedro se había negado, recordándole el beso en la piscina de Dani y los besos en Hoyo delante de sus amigos, alegando, además, que nadie de su entorno la juzgaría, pero Paula ganó la batalla.


Sin embargo, después de las últimas horas, no tocarla le estaba resultando la peor de las sanciones. Ya había comenzado a pecar y admitió para sus adentros que jamás se saciaría. El dolor de su erección se había convertido en un mordisco venenoso de serpiente de tanto como lo aguijoneaba. No obstante, le importaba bien poco sufrir. Quería enamorarla despacio. No era suya, por mucho que se lo dijera ella, por desgracia, no lo era... Pero lo sería.


—¿Por qué no me dijiste que venías a la fiesta de mi padre? —le preguntó Pedro, en la cocina.


Había aprovechado que se había levantado Paula a por más agua para interrogarla. Ella se giró y lo miró con esa pesada carga en sus preciosos luceros.


—Porque viene Ramiro y no sabía cómo decírtelo.


Él sonrió y le alzó la barbilla con dos dedos.


Es una muñeca preciosa... Joder... ¡Que termine la comida ya!


—No me tengas miedo, Pau. La próxima vez dímelo, ¿vale? Me gusta saber de tu vida por ti, no por mi madre. Fue ella quien me lo contó anoche — frunció el ceño—. Y, si te soy sincero, me cabreé.


—Lo siento...


—No pasa nada —la besó en la comisura de los labios. Y le susurró al oído—: Estoy deseando enseñarte mi cuarto —le rozó la oreja con la lengua.


—Contrólate, por favor... —le rogó, en un resuello entrecortado.


—Contigo es imposible —la tapó con su cuerpo para que no la viera su familia y depositó un beso húmedo en su cuello.


Pedro... —gimió, cerrando los ojos.


—Ay, Pau... —suspiró, teatrero—. Creo que empezaré a castigarte cada vez que me llames por mi nombre —la besó de nuevo—. ¿Te gustaría eso?


—Depende del castigo... —tenía las mejillas acaloradas y respiraba de manera irregular.


¿Acaba de decir lo que creo que acaba de decir?


—Joder...


Él contempló su boca, mordiéndose la suya propia para dominarse, pero no lo resistió y besó su piel detrás de la oreja una última vez, utilizando la punta de la lengua.


—¿Estáis fabricando el agua? —inquirió Manuel desde el salón, provocando las risas de los demás.


Pedro y Paula regresaron al salón con una jarra de agua fría.


—Bueno, Paula —le dijo Rocio—, ¿cuándo retomaremos las clases de yoga?


—Cuando queráis —sonrió, radiante—. ¿A la misma hora y los mismos días?


¡Sí! —respondieron Rocio y Zaira al unísono.


—Por cierto, había pensado en ir mañana al taller de Stela —le informó Paula a Zaira—, para la fiesta de Samuel.


—Yo estaré allí desde las diez hasta las cuatro —le contestó la pelirroja—. Podíamos comer juntas.


—¿Y si coméis en el hospital? —les sugirió la rubia, ilusionada ante la idea.


Las dos asintieron.


—Podíamos comer todos juntos —sonrió Pedro.


—Conmigo no contéis —anunció Mauro—. Tengo una reunión con Jorge y con papá.


Pedro se le borró la alegría del rostro.


—¿Ya te has decidido? —quiso saber él.


—Voy a aceptar el cargo, pero no empezaré hasta el año que viene.


—¡Enhorabuena! —exclamaron Manuel y Rocio, muy contentos.


—¿No me dices nada, Pedro? —señaló Mauro con una sonrisa divertida.


—Felicidades.


El silencio se apoderó de la estancia debido al tono seco que empleó Pedroquien se incorporó y empezó a recoger los platos para llevarlos a la cocina.


Mauro lo siguió.


—¿Qué te pasa? ¿No te alegras por mí?


—Claro. Te acabo de felicitar.


—Pues no me lo ha parecido —gruñó su hermano, cruzándose de brazos—. ¿Cuál es tu problema?


—Ninguno. Me alegro por ti —lo rodeó y se sentó de nuevo en el suelo cerca del sofá.


Se tomaron el postre con los ánimos caldeados y sin pronunciar palabra.


—Necesito ir al baño —dijo Paula, poniéndose en pie. Se acercó a él—. ¿Me acompañas, por favor?




CAPITULO 82 (TERCERA HISTORIA)




Entrelazó las manos con las suyas y la empujó con las caderas. Como tenía el vaquero desabrochado, la grandiosa erección rozó su intimidad. Y Paula se mareó... Entonces, comenzaron a mecerse. Ruidos graves se mezclaron con sonido agudos, con besos lánguidos, húmedos...


Él la tanteó con la lengua, buscó la suya y la devoró... Ambos se curvaron hacia el otro. Se abrazaron, saboreándose sin prisas. Oscilaban entre gemidos ásperos. La cadencia no variaba. 


Estaban disfrutando. Mucho. Y la sensación era... increíble.


El corazón de ella se saltó numerosos latidos al percatarse de la realidad: ¿qué hacía un hombre como él, que podía tener a cualquier mujer, con ella, prometida a otro?


—No pienses —le susurró Pedro, adivinando sus inquietudes. Apoyó la frente en la suya, respirando con dificultad—. Te has puesto rígida.


—Es que...


—He dicho que no pienses —gruñó y se apoderó de sus labios con un claro objetivo: que Paula se rindiera a él.


Y lo hizo... sobre todo cuando Pedro descendió una mano a su pantalón de lino y la introdujo por dentro de las braguitas... Ella sufrió un latigazo al sentir ese mágico roce en su intimidad, su respiración se enloqueció, al igual que la de él, y el beso se volvió urgente.


—No puedo dejar de tocarte... —gimió Pedro, dirigiendo la boca a su cuello, que chupó y mordisqueó con deleite.


—No... lo... hagas...


—No dejaré de hacerlo...


Ella, atrevida, le apresó el prieto trasero con las manos, pero no se quedó satisfecha porque la ropa se interponía, así que las metió por dentro de los bóxer.


—¡Joder! —exclamó él, sobresaltado de pronto. Se incorporó—. Perdona, pero... Joder... —se frotó la cara—. Necesito... —se encerró en el baño.


Paula se recompuso la ropa y se cepilló los cabellos con los dedos en un vano intento por domar los enredos y por aplacarse. Pero no se relajó. ¿Por qué no quería que Paula lo tocara? ¿Por qué solo quería ser él el que tocaba?


Esas preguntas y más quedaron en el olvido porque Pedro salió del servicio y la contempló con tanta avidez, que a ella no le importó nada más que él.


Se encontraron a mitad de camino. Paula saltó a sus brazos y cayeron al colchón, besándose de forma escandalosa, como meros adolescentes exaltados, durante un rato que se convirtió en uno más inolvidable de la larga lista de momentos que vivía ella con su doctor Pedro Alfonso...


Minutos más tarde, decidieron arreglarse para salir a comer con los hermanos Alfonso, Rocio, Zaira y los niños. ¡El domingo prometía!