sábado, 11 de enero de 2020
CAPITULO 61 (TERCERA HISTORIA)
Un rato después, se despidieron de la diseñadora y salieron del taller. El coche de su padre estaba aparcado en doble fila. Elias, atractivo en su traje gris claro y corbata azul oscura, se reunió con ellas en la acera. Su semblante era recio, incluso frío.
—¿Qué haces aquí, cariño? —le preguntó Karen, antes de besarlo en la mejilla.
—Paula y yo habíamos quedado para comer.
¿Habían quedado?
—¡Qué bien! —exclamó su madre, colgándose del brazo de su marido—. ¿Y adónde vamos a comer?
—Lo siento, Karen —se disculpó Elias, separándose de su mujer—, pero comeremos Paula y yo a solas. Quiero hablar tranquilamente con mi hija sin ninguna interrupción.
—De acuerdo —aceptó Karen, resignada—. Luego nos vemos —besó a los dos y se marchó.
Padre e hija se subieron al Audi en absoluto silencio. Aparcaron a las puertas de un pequeño restaurante de comida italiana en el mismo barrio de Beacon Hill. Se acomodaron en torno a una mesa cuadrada, el uno junto al otro. El camarero les entregó la carta y les tomó nota de las bebidas: vino para Elias y agua para Paula.
—¿Es cierto lo que dijo Ramiro? —quiso saber su padre, con la carta cubriéndole la cara—. ¿Es cierto que lo has engañado con el doctor Pedro?
Las lágrimas se agolparon en los ojos de ella.
No pudo evitarlo y mojaron sus mejillas. Se las secó con discreción a tiempo de que Chad no la descubriera.
El camarero volvió. Pidieron la comida y los dejó solos.
—Háblame, hija, por favor —le rogó su padre—. Quiero escucharte.
Ella lo observó y asintió lentamente.
—Sí, papá... —le tembló la voz—. Pedro y yo nos besamos el día de la fiesta del Club de Campo... Lo siento mucho... —se tapó la boca.
—No pidas perdón por ello, cariño —sonrió con ternura. Le retiró la mano y se la apretó con suavidad—. ¿Qué sientes por el doctor Pedro?
—Nada, papá —mintió—. Fue un error. No sé qué pasó, pero no volverá a ocurrir.
—La boda se puede cancelar, hija. Será un escándalo para Ramiro y quizás para el bufete, pero solo me importas tú, cariño.
¿Un escándalo? ¿Perjudicaría el trabajo de su padre? No había pensado en eso...
—No, papá. No voy a cancelar la boda por un beso. Fue un error — pretendía restar importancia al asunto, a pesar de que su interior gritaba un nombre.
—¿Seguro? —quiso puntualizar Elias, arqueando las cejas—. El otro día, cuando vimos a la familia Alfonso en el restaurante francés, el doctor Pedro te miraba y te trataba como si quisiera protegerte de todo el mundo, hasta de ti misma —apoyó los codos en la mesa y la barbilla en los nudillos—. Y un hombre que mira y trata así a una mujer, no besa por error.
Paula se incendió como las cerillas, a cada instante más y más roja.
—Es que... —jugueteó con la servilleta de tela entre los dedos—. Pedro y yo somos... amigos. O lo éramos.
—¿Habéis mantenido el contacto después de que salieras del hospital? — se recostó en el asiento, relajado.
—El día que me firmó el alta completa estuve charlando con él. Le conté que seguiría con las sesiones del psicólogo. Se preocupó y me dio su móvil. Hemos estado hablando desde entonces. Yo... —se aclaró la voz, nerviosa—. Es fácil hablar con Pedro —frunció el ceño—. Ramiro no quiere que me acerque a él, así que no le veré más.
—Porque Ramiro tiene miedo de perderte, hija. Es normal. Sin embargo — levantó la mano—, no creo que sea un inconveniente que sigas siendo amiga del doctor Pedro; sin besos, claro —enfatizó, divertido.
—¿Estás de acuerdo en que sea amiga de Pedro? —le preguntó ella, ansiando una respuesta afirmativa, esperanzada.
—Tu madre tiene razón en que últimamente estás un poco rara —no perdió la sonrisa ni varió la dulzura de su tono—. En realidad, tu madre me contó ayer que sí habías visto al doctor Pedro, y también me contó lo de los
mensajes, pero no estoy de acuerdo con ella, tampoco con Ramiro, en que te alejes de él, cariño. Te he visto poco porque tengo mucho trabajo, pero lo que he oído a tu madre es que no dejas de sonreír. Eso ella lo ve raro porque dice que estás distraída, ausente, que no le prestas atención a nada de lo que te dice. En cambio —la tomó de las manos y se las acarició—, a mí sí me gusta que estés así de rara —le guiñó el ojo.
Paula se rio.
—Siempre has sido demasiado sensata y madura para tu edad —continuó su padre con un deje de pesar en la voz—. Lucia era la alocada, la rebelde, y tú, todo lo contrario. Nunca me he quejado, pero sí es cierto que desde que tu hermana se fue... —paró unos segundos. Sus ojos brillaron, emocionados, consiguiendo que ella se sobrecogiera por sus palabras y por su inmenso dolor —. Te apagaste, Paula. Por eso quisimos que te alejaras de aquí. Pero volviste a casa y seguí sin ver tu chispa, cariño —le rozó la cara con los nudillos—. Estabas más tranquila, pero no más alegre. Y no sé si será por el doctor Pedro, pero ahora estás diferente, por lo menos hasta hace unos días — la besó en la frente—. Quiero verte, hija, quiero que sonrías como lo hacías antes, quiero que vuelvas...
—Papá...
Lo abrazó. Se arrojó a su cuello y lloró con él, compartiendo ambos la pena, la angustia, el recuerdo de Lucia...
—No puedo ser amiga de Pedro, papá —confesó. Bebió un sorbo de agua —. Ramiro se enfadó mucho ayer y le escribió un mensaje desde mi móvil. No sé qué le dijo porque lo borró, pero Pedro me contestó diciéndome que no me preocupara porque no sabría más de él.
Elias no dijo nada al respecto, aunque su semblante mostraba reserva.
La tensión se esfumó en cuanto empezaron a comer. Conversaron sobre algunos casos del bufete de su padre.
—Echo de menos a mi ayudante favorita —le dijo su padre, guiñándole el ojo.
—Tienes a tu secretaria —soltó una carcajada—. Maria es un amor.
—¿No te has replanteado terminar la carrera? Te quedaban un par de asignaturas y entregar el proyecto, ¿no?
—Lo siento, papá, pero...
—Lo entiendo, cariño. Solo era curiosidad —la besó en la cabeza—. ¿Nos vamos?
Pagaron la cuenta y salieron a la calle. Elias la llevó al loft.
—Ten paciencia con tu madre. Está muy ilusionada con la boda. Habla con ella. Ahora mismo está algo triste por lo que ha pasado con Ramiro.
—Me delató... —declaró, con el corazón cerrado en un puño cruel.
—Lo sé, hija, pero... —se encogió de hombros—. Tu madre te adora. Habla con ella. Solucionad vuestras diferencias. Entiendo que te sientas traicionada, pero no lo veas desde ese punto de vista. Tu madre no entiende tu comportamiento de las últimas semanas y no ha sabido reaccionar bien — suspiró—. Ni siquiera has hablado con nosotros, Paula.
—¿A qué te refieres? —quiso saber, preocupada.
—A que el psicólogo nos llamó a casa hace un par de semanas —inhaló aire y lo expulsó de forma suave—. Nos dijo que estabas algo perdida. Y no nos has dicho nada, cariño. Nosotros solo queremos ayudarte, no te hemos presionado, pero no sabemos cómo actuar contigo. Perdona a tu madre, no se lo tengas en cuenta, por favor.
Paula asintió, sin poder pronunciar palabra. Se abrazaron dentro del coche y se despidieron. Esa misma noche se verían en la fiesta —los señores Alfonso eran invitados de honor por el Colegio de Abogados en la cena de gala que hacían cada año—.
CAPITULO 60 (TERCERA HISTORIA)
Pero no se detuvo hasta que llegó a su casa. Y su novio tampoco paró hasta que llegó al loft.
Paula se giró al escuchar cómo abría la puerta.
Sufrió un escalofrío.
—Ramiro... —retrocedió por instinto.
—No, Paula, no vas a huir de mí —su tono era demasiado afilado. La agarró del brazo y la tiró al sofá. Le quitó el bolso y sacó el iPhone.
—No encontrarás nada —le avisó ella, asustada, flexionando las piernas y rodeándoselas para ofrecerlas de escudo.
Era cierto. Cuando su madre descubrió los mensajes de Pedro, Paula los borró de inmediato. Era una tontería guardarlos cuando no iba a volver a verlo. Y se reprendió a sí misma por no haberlo hecho antes; de esa manera, se hubiera evitado lo que estaba viviendo en ese instante.
Su prometido hurgó en el teléfono y se lo entregó unos segundos después.
Se colocó frente a Paula y se cruzó de brazos.
Entonces, el iPhone vibró. Ella ahogó un grito.
—¿Qué has hecho, Ramiro?
Era un mensaje de Pedro:
DP: No te preocupes, Paula, no volverás a saber de mí y de mi familia.
Les diré a Zaira y a Rocio de tu parte lo que me has dicho. Adiós.
—¡¿Qué has hecho?! —repitió, incorporándose.
—¿Crees que soy imbécil, Paula? Resulta que las cuñadas del médico son ahora tus alumnas. ¡Qué casualidad! —soltó una carcajada carente de alegría —. Eres mi novia y a partir de ahora harás lo que yo te diga. Cancela todas tus clases. Dejarás de trabajar desde ya y te centrarás en la boda —arrugó la frente y apretó la mandíbula—. Y he desviado tus llamadas a mi teléfono, así que cualquier llamada que recibas, me llegará a mí —se dirigió a la puerta—. Mañana te recogeré a las cinco para la fiesta del Colegio de Abogados —y se fue.
Paula se derrumbó en el suelo. Buscó el mensaje que Ramiro le había enviado a Pedro en su nombre, pero no lo encontró porque lo había borrado tras mandarlo.
Lloró... Lloró de forma desconsolada, histérica...
Y no se calmó. Tampoco durmió.
Su madre se presentó, sin llamar, después del desayuno.
—Dúchate y vístete, que tenemos cita con Stela Michel en menos de una hora.
Paula agachó la cabeza y obedeció. Se montaron en un taxi minutos más tarde.
—Me has decepcionado, hija —le dijo Karen, sin mirarla—. No esperaba que nos engañaras —chasqueó la lengua—. Y da gracias de que Ramiro es un hombre muy bueno. Ya nos ha dicho que te ha perdonado. Te quiere tanto que
es capaz de pasar página. Ahora te toca a ti actuar como corresponde.
Paula tragó en repetidas ocasiones el nudo de la garganta que le impedía respirar con normalidad.
Cuando entraron en el taller de la diseñadora, Zaira las recibió con una intachable educación. No había rastro de su espíritu alegre, ni tampoco la saludó con un abrazo o un beso.
Dios mío... Qué ha hecho Ramiro...
Stela se reunió con madre e hija y les mostró dos bocetos hechos a lápiz: uno era un vestido largo, de falda voluminosa, encaje en el corpiño y una inmensa cola; el otro era corto, pero no pudo apreciarlo porque Keira lo desestimó antes de verlo.
—¿Corto? ¡Ni hablar! El largo, sin duda. Me encanta el encaje. Vas a estar preciosa, cariño —añadió su madre, de repente, con dulzura.
—Necesito... —pronunció ella en un hilo de voz. Carraspeó—. ¿Podría ir un segundo al baño, por favor?
—Por supuesto, querida —asintió la diseñadora—. Zaira te indicará dónde es.
La pelirroja atravesó el probador, con Paula a su espalda, hasta el servicio, una puerta al final de un pasillo.
—Zaira, yo... —tragó por enésima vez, pero las lágrimas al fin se derramaron—. Lo siento... Yo no... —cerró los párpados con fuerza. Se ruborizó por la vergüenza—. No recuerdo qué le dije ayer a Pedro, pero... — se detuvo.
¿Cómo podía disculparse de algo que desconocía?
Entonces, Zaira la contempló con una expresión de confusión, analizó su rostro, suspiró y le dedicó una triste sonrisa.
—Entra ya en el baño, no sea que tu madre se preocupe.
Ella asintió. Se refrescó la cara y la nuca.
Respiró hondo para serenarse, en vano. Y regresó al probador.
—Súbete al podio para tomarte las medidas, por favor —le pidió Stela con una sonrisa de fingida alegría.
Paula así lo hizo.
CAPITULO 59 (TERCERA HISTORIA)
—La semana que viene encargaremos las invitaciones —anunció su madre, antes de dar un sorbo a la copa de vino tinto—. ¿Te gustaron, Ramiro? Te envié la invitación definitiva por e-mail, pero no me has respondido.
Estaban cenando en un restaurante; Elias había reservado para disfrutar de un rato en familia. Esperaban el primer plato.
—¿Las invitaciones? —pronunció Paula, pasmada—. ¿Cuándo has hecho eso, mamá?
—Un momento... —dijo su padre, receloso—. Karen, me dijiste que Paula había sido la que había elegido las invitaciones.
—Tu querida hija ha estado un poco distraída últimamente —comentó Karen, dirigiéndole una escueta mirada a la aludida, a su derecha—. Las clases y el móvil la tienen absorbida.
—Eso no es verdad —contestó ella, sintiéndose traicionada—. Es pronto para las invitaciones, mamá, te pedí...
—¿Pronto? —la cortó su novio, a su izquierda, con el ceño fruncido—. Nos casamos en menos de tres meses, Paula. Ya deberían estar enviadas a los invitados.
Paula desvió los ojos a su plato vacío. Había sido una semana horrible en la que su mente había rememorado las escenas vividas con Pedro. Lo echaba tanto de menos que cada segundo se ahogaba más...
Había tenido que acudir al psicólogo dos veces en cinco días porque no había podido tranquilizarse, debido a la presión a la que estaba sometida. El doctor Fitz le había aconsejado que hablase con su familia, que ya no callase más, pero le resultaba tremendamente difícil hacerlo, sobre todo porque Karen había conseguido quitarle el iPhone el día anterior...
Su madre se había presentado en su casa con otra copia de las llaves. Era obvio que había sido Ramiro quien se la había proporcionado. Y Karen se enfureció cuando la descubrió impartiendo una clase de yoga a una señora de mediana edad. Mientras Paula terminaba la clase, su madre la esperaba en la cocina bebiéndose una infusión. Pero no solo hizo eso... había buscado su teléfono y había leído todos los mensajes de Karen...
—Mi niña —la llamó su padre, sonriendo con tristeza, enfrente. Alargó una mano y apresó una de las suyas—. ¿Estás bien?
—Está demasiado bien, diría yo —respondió Karen en un tono irritante, agudo.
—Le estoy preguntando a ella —la reprendió Elias—. ¿Qué demonios está pasando, Karen? ¿Tomas decisiones de la boda cuando no eres tú quien se casa, ignorando a Paula, a la novia, que resulta que es tu hija? —se recostó en la silla y cruzó los brazos—. Y llevas toda la semana de mal humor.
—Hombre —bufó su madre—, si a ti te parece normal cómo actúa tu hija...
—¿Y cómo actúa, Karen? —inquirió él, entrecerrando la mirada—. Porque yo lo único que veo es que tanto Ramiro como tú no dejáis de decirle lo que tiene o no tiene que hacer. Es adulta, y bastante madura para su edad.
—Yo solo me preocupo por ella —se defendió su prometido, irguiéndose, orgulloso.
—Karen, habla —la exigió Elias, ignorando a Ramiro—. Dime qué sucede.
Paula estaba a punto de echarse a llorar. Su madre la observó un interminable momento, como si estuviera decidiendo qué paso dar a continuación. Paula le suplicó con los ojos que no abriera la boca, pero...
—Lo siento mucho, Ramiro —comenzó Karen, firme en su voz, aunque con la expresión compungida—, pero mi hija te ha estado engañado, a ti y a nosotros, que somos sus padres —hizo una pausa—. Eres como un hijo para nosotros y estamos a menos de tres meses de la boda. Tenías que saberlo.
Su novio palideció, al igual que Paula, y su padre. ¿Cómo se atrevía su madre a delatarla de ese modo? ¿Desde cuándo Ramiro era más importante que su propia hija, la única que le quedaba?
—Pero no te preocupes, Ramiro —continuó Karen—, que yo sepa, solo ha sido un beso, nada más. Y si quieres saber quién...
—¡Karen! —vociferó Elias—. ¡Cállate!
—Pero, Elias...
—¡Que te calles de una maldita vez! —lanzó su servilleta a la mesa.
—¿Cómo has podido engañarme, Paula? —pronunció su novio, rechinando los dientes, conteniéndose, a juzgar por su rostro enrojecido. No obstante, no parecía sorprendido—. Déjame adivinar... —se inclinó— el doctor Pedro Alfonso. ¿Me equivoco?
Ella se levantó de un salto, cogió el bolso y salió corriendo del restaurante.
—¡Paula! —le gritó Ramiro a su espalda.
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