lunes, 25 de noviembre de 2019

CAPITULO 82 (SEGUNDA HISTORIA)




Paula caminaba hacia la habitación de Nicole Hunter cuando su iPhone vibró en sus pantalones. Arrugó la frente y lo sacó. Ahogó una exclamación de sorpresa. Era un mensaje de su marido en el que le adjuntaba una foto de ella y del bebé: madre e hijo estaban en la cama del ático, de perfil, riéndose y mirándose con infinito amor; Paula llevaba el camisón de marfil arrugado en las rodillas, porque estaba balanceando las piernas en el aire; Gaston tenía sus pequeñas manos en el rostro de ella.


Le respondió, con manos temblorosas debido a la emoción.


Paula: ¿Cuándo la hiciste?


Pedro: Cuando llegué de la guardia del hospital el día que compramos el coche.


Paula: ¿Tienes más?


Pedro: Tengo muchas más. Esa es mi preferida.


Suspiró. Su pulso se aceleró. Y se atrevió.


Paula: Quiero una cita...


Pedro: Creía que odiabas las citas...


Paula: Las odiaba porque ninguno de esos hombres eras tú.


Se apoyó en la pared e inhaló aire repetidas veces para serenarse. Era su marido, no necesitaban un cortejo, ya tenían una relación, pero...


Su teléfono la avisó con un nuevo mensaje, interrumpiendo sus pensamientos.


Pedro: Soy directo y de pocas palabras... ¿Te gustaría cenar conmigo el viernes?


Antes de contestar, se dirigió al despacho de Bruno. Golpeó con suavidad la puerta y esperó a que él le diera permiso para entrar.


—Hola, Paula—le dijo Bruno—. ¿En qué puedo ayudarte?


—Me preguntaba si... —carraspeó—. ¿Podría volver al turno de mañana?


—Por supuesto —sonrió—. Yo mismo hablaré con Emma, no te preocupes. Tómate el día de mañana libre para que descanses y pasado mañana comienzas, ¿de acuerdo?


—No quiero ningún problema con Emma. Y sé que pedírtelo a ti es buscármelo, pero...


—Tranquila. Sé que ella es tu jefa y también sé que no quieres nada que te favorezca por ser la mujer de Pedro, pero llevo quince días viendo cómo te entregas la que más en el trabajo, así que te mereces un regalo —le guiñó un ojo—. ¿Estarás bien de vuelta con Sabrina?


—Lo prefiero —sonrió, ruborizada—, así puedo estar con Pedro.


Él se echó a reír.


—Entonces, no hay más que hablar —la besó en la mejilla.


Paula salió y le mandó un mensaje a Pedro:
Paula: Sí, soldado, me encantaría cenar contigo el viernes por la noche.


Pedro: ¿Y tu trabajo?


Paula: Regreso al turno de mañana...


Pedro: ¿Por qué? Necesito saberlo...


Se mordió el labio y respondió con sinceridad:
Paula: Estos quince días también han sido una tortura para mí... He subido a tu despacho todas las noches, a escondidas. Me aseguraba de que no hubiera nadie en los pasillos. Me sentaba en el suelo, cerraba los ojos y pensaba en ti. Estoy loca, ¿verdad?


No se arrepintió de haberle confesado su actitud infantil, pero las dudas y el miedo encogieron su estómago. ¿Y si se estaba comportando igual de desesperada que las otras mujeres que estaban detrás de las atenciones de Pedro, como Sabrina? ¿Y si se cansaba de ella, de su extraño matrimonio?


Era tan complicado saber lo que sentía él... Era un hombre que ofrecía una cara de conquistador, con sus gestos distraídos de seducción, estuviera serio o alegre, pero ¿qué profesaba a Paula?, ¿solo atracción física o un cariño especial por ser la madre de su hijo o...?


Había ocasiones en que se esperanzaba, como en Los Hamptons, cuando él le había asegurado que ella era importante en su vida, que no se trataba de una conquista, pero la incertidumbre no la abandonaba. Las palabras se marchitaban como las flores... Quería ser valiente en su presencia, no desfallecer, no convertirse en uno más de sus muchos ligues. Sin embargo, su marido era capaz de aniquilar su voluntad con solo una mirada...


En esos quince días, Paula se había creído los comentarios malintencionados de las arpías del hospital, aunque las ignorase. A la mínima oportunidad que coincidían con ella a solas, en los pasillos, en el vestuario o en la sala de descanso, se jactaban del semental que era el doctor Pedro Alfonso en la cama.


No las creas, se repetía sin cesar, Pedro te pidió que confiaras en él, que no escucharas a nadie. Pero era tan difícil...


Y al comentar los resultados de la operación del paciente Jack Kilber, había sentido a su marido diferente. Se había asustado al pedirle él la información del historial del paciente, de repente se había sentado a su lado. Y se había quedado impactada por la desolación que había apreciado en sus ojos. Y, al besarla en la comisura de la boca, su aliento se había desvanecido de golpe. Había llorado tanto en esas dos semanas que el dolor de sus párpados se acercaba al de su alma. Le había resultado imposible alejarse y correr en dirección contraria. Le pertenecía, independientemente de que Pedro correspondiera o no sus sentimientos...


Paula guardó el teléfono y empezó la ronda de habitaciones. Acababa de entrar en el cuarto de Nicole Hunter cuando su iPhone vibró en el bolsillo de su pantalón.


Pedro: Perdona el retraso, pero he leído tu mensaje cien veces seguidas...
Ahora entiendo por qué llevo quince días oliendo a mandarina cada vez que entro o salgo del despacho. Y yo que creía que me estaba volviendo loco de cuánto te echaba de menos...


Se cubrió la boca abierta con la mano libre.


Paula: ¿Me echabas de menos?


Pedro: No he hecho otra cosa que echarte de menos...


Su corazón se precipitó hacia el firmamento. 


Emitió una risa entrecortada.


Paula: Mi guardián...


Pedro: Joder, rubia... Creí que te había perdido... Por favor, cuando necesites tiempo y espacio, móntate en tu precioso BMW y date una vuelta, pero no vuelvas a abandonarme, no lo soportaré una tercera vez...


Paula: ¿Una tercera vez?


Pedro: La primera vez, te fuiste a Europa y la segunda, te cambiaste de turno en el hospital para no verme ni siquiera en casa. No habrá una tercera. Esto es una orden de tu neandertal favorito.


Paula estalló en carcajadas, aunque rápidamente se contuvo.


Paula: Nunca hemos hablado de Europa.


Pedro: No quiero hablar de lo bueno que fue Howard contigo. Pídeme lo que quieras, menos eso. Ni siquiera me lo nombres. Pensar que otro hombre que no era yo te abrazó y te cuidó es algo superior a mí. Y sé que la culpa fue mía por abandonarte como lo hice. Jamás me lo perdonaré.


Paula: Me refería a por qué me marché a Europa. Relájate, que los celos no son buenos, te hablo por propia experiencia. Además, ya te perdoné. Perdónate tú a ti mismo.


Sonrió. Sí, en ese preciso momento, lo perdonó.


Le escribió un nuevo mensaje sin esperar a que él le mandara otro:
Paula: Si recuerdo el ascensor del hotel Liberty, ya no siento dolor ni enfado. Creo que las cosas pasan por algo y que los dos necesitábamos un tiempo separados. En ese tiempo, tú no has estado con ninguna mujer, y esa es la razón por la que te perdono. Aunque siga con miedo y me
duelan los comentarios de mis compañeras, te creo, Pedro.


Pedro: No las escuches, por favor...


Paula: No puedo evitarlo...


Pedro: Hagamos una cosa: cuando oigas o te digan algún comentario, por muy tonto que sea, escríbeme un mensaje.


Paula: ¿Y qué te digo?


Pedro: Podíamos tener una palabra de seguridad.


Paula: ¿Como las parejas que practican relaciones sexuales de dominación?


Desorbitó los ojos en cuanto lo envió. ¡¿A quién se le ocurría decir algo así?! ¡En qué estaba pensando, por Dios!


Nerviosa, caminó por la habitación. El iPhone vibró a los pocos segundos.


Pedro: Joder... Pensaba que era imposible sorprenderme, pero tú lo haces todo el maldito tiempo... Y tu última pregunta se lleva la medalla de oro...
¿Te importaría explicarme qué sabes tú sobre relaciones sexuales de dominación?


Paula: ¡Nada!


Paula comenzó a sudar.


Pedro: ¡Ni de coña! Habla ahora o te hago hablar. Siempre puedo atarte a la cama para que hables... O, a lo mejor, prefieres que te caliente el culo con mi mano... Las veces que lo he hecho te ha gustado. Y te aseguro que con solo recordarlo... Joder, rubia... Es que tienes un culo...


El corazón de la joven derrapó. Sus rodillas flaquearon. Se guardó el móvil y comprobó el suero de la paciente. Estaba todo en orden, menos ella misma...


Respiraba de un modo tan acelerado que temía sufrir un mareo.


Recibió otro mensaje.


Pedro: Sube a mi despacho o bajo a por ti. Tú decides.


Paula: ¡No! ¡Estoy trabajando!


Pedro: Pues dime qué sabes tú de la dominación sexual.


Paula: ¡Que no sé nada, te lo prometo!


Se sentó en el suelo. Se tiró de la oreja izquierda.


Pedro: ¿Y por qué lo has dicho?


Paula: ¡Solo ha sido un ejemplo tonto! ¡Déjalo ya, me estás poniendo muy nerviosa!


Pedro: ¿Te estás tirando de la oreja izquierda?


Paula alucinó. Ahogó una exclamación. Se soltó la oreja despacio.


Paula: ¿Cómo sabías lo que estaba haciendo?


Pedro: Porque siempre lo haces cuando estás nerviosa. Y no te desvíes del punto... ¿Te interesa la dominación? Nunca lo he probado, pero contigo me vuelvo un bruto...


Paula: No tienes vergüenza...


Pedro: Contigo no, rubia.


No obstante, frunció el ceño y tecleó en el teléfono.


Paula: Pedro... ¿Estás satisfecho conmigo?


Pedro: No te sigo...


Paula: Me refiero al sexo... Has dicho que no has probado la dominación, pero en ningún momento has dicho que no quieres probarla. A lo mejor, necesitas algo más fuerte que lo que hacemos tú y yo. Pero yo no sé si podré darte lo que necesitas... No quiero que me pegues con un látigo, ni que me ates a una cama, ni que me pongas un collar para ser tu sumisa... Lo siento, Pedro, no creo que pueda hacerlo, y tampoco quiero probarlo.


La contestación de su marido tardó dos interminables minutos en llegar...


Pedro: No te gustan los halagos, pero me acabas de obligar a hacértelos... No necesito que cambies nada de ti, eres perfecta. Tu cara es la más bonita que he visto en mi vida... Eres dulce y sexy a la vez, y eso me vuelve loco, porque me encanta cuando te pones colorada y tímida, pero también me encanta cuando tomas las riendas, en el ámbito que sea... Tus curvas no tienen comparación con nada ni con nadie, la de tu cintura me marea, lo juro... Tus pechos son dos caramelos muy jugosos, y no me gustaba el dulce, pero ahora no quiero otra cosa... Tu culo es increíble, se merece un monumento aparte... Tus piernas son preciosas, y no sueles mostrarlas, lo que hace que me gusten aún más, porque las quiero solo para mí... Tus ojos me tienen hechizado y tu sonrisa es capaz de derretirme... Pero no solo eso... Cuando te acaricio, te beso y te hago el amor, tiemblas y haces que yo tiemble... Ya te lo dije una vez y te lo repito ahora: nunca he sentido con nadie lo que siento cuando estoy contigo. No necesito nada más que a ti, lo que tenemos es perfecto. Y, por si te asalta la duda, no, rubia, jamás le he dicho estas cosas a ninguna mujer porque jamás una mujer me había gustado tanto como me gustas tú. Y si te interesa saber cuánto me gustas, recuerda tus propias palabras: una mirada funde el hielo...


Dos lágrimas cayeron a la pantalla encendida de su móvil. Lo leyó tantas veces que perdió la cuenta. Cuando le escribió la respuesta, lo hizo sonriendo.


Paula: Me gustaría cenar contigo el viernes en el restaurante donde trabajé. Es pequeño y, aunque esté en un buen barrio, no es lujoso ni tiene la categoría a la que estás acostumbrado...


Pedro: Me encantará cenar en el restaurante de Luigi. Siempre podremos jugar al billar después... Por cierto, ¿qué te parece «calcetín» como palabra de seguridad?


Paula vislumbró corazoncitos volando a su alrededor...


Paula: Me parece perfecto, soldado. Será nuestro secreto.


Pedro: Solo nuestro, rubia... Nos vemos en unas horas.



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