lunes, 21 de octubre de 2019
CAPITULO 140 (PRIMERA HISTORIA)
Después, se vistieron, entre risas cómplices y alegres ladridos de Pepe Alfonso. Le había comprado un collar azul turquesa, detalle que le encantó a su novio. Tomaron prestado el todoterreno de Bruno, porque Paula se empeñó en llevarse al perrito al aeropuerto para despedir a Rocio.
—¡Amiga! —exclamó Moore, abrazándola, entre lágrimas.
—¿Estás segura? —insistió Paula, apartadas de los dos hombres.
—Sí —sonrió—. Me vendrá genial un cambio y Ariel es maravilloso.
—Estamos en contacto, por favor —le rogó, llorando—. Te deseo toda la felicidad del mundo, Rocio, te la mereces.
—Tú, también —se apretaron con fuerza unos segundos.
La despedida fue rápida, Rocio así lo quiso, así que, unos minutos más tarde, la enfermera y el empresario embarcaban rumbo a París.
—No será feliz con él —declaró Paula, convencida, secándose el rostro con las manos, de regreso al parking.
—Lo sé —convino Pedro, rodeándola por los hombros—, pero es su decisión y hay que respetarla.
—La echaré mucho de menos... —suspiró, muy triste, porque un año era mucho tiempo sin ver a su única, y verdadera, amiga.
Regresaron al apartamento.
Catalina y Samuel se presentaron de visita un rato más tarde, con Callem King, Manuel, Bruno y Ernesto. Pepe Alfonso los enamoró a todos al instante, menos al mediano de los hermanos, que le guardaba rencor por haberle destrozado unos cuantos pares de zapatos la noche anterior.
Tomaron chocolate caliente, café y dulces.
Repasaron el plan para atrapar a Georgia esa misma noche, en la fiesta que habían organizado en honor al treinta y siete cumpleaños de Pedro Alfonso. Ya no era ninguna sorpresa porque, precisamente, la fiesta era el plan.
Dos horas después, la joven pareja se arreglaba en la habitación, en profundo silencio, roto solo por los gruñidos del cachorro, que jugaba con una vieja pelota de tenis que le habían dado.
Paula eligió un sencillo vestido de color gris marengo, ceñido a cada una de sus curvas hasta la mitad de los muslos, de manga larga, cuello redondo y un fajín ancho, cosido en las caderas. Cuando observó su reflejo de perfil en el espejo, se enterneció y se acarició la pequeña curva del vientre, ya se apreciaban los casi tres meses de embarazo.
—Creo que debería cambiarme... —dudó ella—. Todavía no se lo hemos dicho a tus padres y...
—No se te ocurra cambiarte —susurró él, envolviéndola desde atrás, posando sus manos sobre las suyas—. Hoy se lo diremos, ¿de acuerdo? Aunque no hará falta —sonrió—, porque, con este vestido tan sexy —le pellizcó el trasero—, se nota perfectamente. Y no te imaginas lo mal que lo voy a pasar —le mordisqueó la oreja— hasta que te rapte.
—Pedro... —gimió—. Hoy, no puedes raptarme...
—Lo sé —suspiró, retrocediendo y dejándola vacía de su contacto—. Ponte la diadema nueva.
Paula asintió. Al día siguiente de confesarle el embarazo, ella se había despertado con un regalo envuelto en la cama: una diadema de alambre muy fino, forrado en seda gris, con una estrella de nueve puntas curvas y lentejuelas
oscuras, en un lateral. Se alisó los cabellos con el secador y se la colocó. Y, para terminar su atuendo, se calzó unas manoletinas de lentejuelas negras y punta redonda, a juego con la diadema.
Pedro, sin gafas, se enfundó, a petición de ella, en un traje del mismo tono del vestido, sin chaleco ni corbata, y con una camisa blanca de cuello corto, abierto, levantado y con los extremos redondeados, igual que la noche en que debía haberse llevado a cabo el rito de iniciación de Paula en Alfonso & Co, el día del atropello. Ella reprimió un jadeo al verlo tan guapo, se le ralentizó la respiración, una maravillosa costumbre...
Dejaron al perrito en la terraza, aprovisionándole de comida, bebida y unos cojines, a modo de cama temporal, en una esquina. Y partieron rumbo a la mansión de la familia Alfonso, en Suffolk, con Manuel y Bruno, en el todoterreno
de este último.
Un sinfín de periodistas esperaba junto a las puertas, fotografiando y preguntando a los invitados, la alta sociedad de Boston.
Entraron por la parte trasera, directamente al garaje, y, de ahí, por la escalera que conducía al hall de la vivienda. La casa estaba atestada de gente.
Las estancias se hallaban cerradas, menos los baños y el gran salón, en el que se habían dispuesto dos barras, una a cada lado, y una orquesta, al fondo, que entonaba canciones tradicionales en versión instrumental y con suavidad. Los camareros recorrían la estancia ofreciendo canapés en bandejas de plata.
—Ahí está Georgia —Manuel señaló un punto a la izquierda, en una de las puertas que daban al jardín.
Callem, de paisano —en traje, acorde al evento—, se reunió con ellos.
Ernesto lo imitó dos minutos después. Pau suspiró y miró a Pedro, que gruñó y se mezcló con los presentes para agradecer las felicitaciones; su novio había aceptado, pero seguía teniendo miedo de las consecuencias.
La señora Alfonso se acercó a Paula y se colgó de su brazo. Ambas anduvieron despacio por la sala, saludando a unos y a otros, hasta que se detuvieron donde estaba la orquesta, a unos pasos de la señora Graham, que no les quitaba el ojo de encima.
—No me miran bien, Catalina... —comentó Paula, un poco angustiada, retorciéndose los dedos—. Necesito salir de aquí... —se acarició el vientre, adrede.
—Tranquila, querida —le frotó la espalda—. Hagamos una cosa, ¿qué tal si te refrescas un poco? Ve al baño. Me encargaré de que nadie te moleste.
Paula atravesó el salón y se encerró en los servicios. Se aproximó al lavabo, donde apoyó el bolsito negro.
Al minuto exacto, Georgia entró. Los tacones resonaron con premura. Se contemplaron a través del prisma.
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