lunes, 21 de octubre de 2019
CAPITULO 139 (PRIMERA HISTORIA)
La noche anterior al cumpleaños de su doctor Alfonso resultó la más larga y tediosa. Manuel no dejaba de gruñir a Paula.
—¡Ya vale! —le contestó ella, enfadada.
—¡Es que a quién se le ocurre, joder! —exclamó su amigo.
—Cállate, que lo vas a despertar. Es una sorpresa, solo son unas horas.
—Me está destrozando los zapatos.
—Solo unas horas —le repitió Pau, rechinando los dientes—. Es lo único que te he pedido desde que nos conocemos.
Manuel gesticuló como un loco sin emitir un solo sonido.
—Se lo podías haber dado a medianoche.
—¿Sabes una cosa? —inquirió Paula, apuntándolo con el dedo índice—. No me extraña que Rocio se vaya, con tal de no aguantarte en la misma ciudad.
—¿Cómo que se va de la ciudad? —la agarró del brazo—. Explícate.
El enojo cedió paso a la preocupación. Se sentaron en los taburetes de la barra americana, en la cocina. Bruno y Pedro dormían. Eran las dos de la madrugada.
—Ayer, Pedro fue al hospital porque Rocio se lo pidió —le confesó ella, con suavidad—. Le presentó su carta de renuncia. Ariel le ha propuesto un viaje de un año por Europa con él. Ha aceptado. Su vuelo sale mañana a las tres de la tarde. Hoy estuvimos en su casa, ayudándola con el equipaje.
Silencio.
—Manuel... ¿No dices nada?
—¿Qué quieres que diga, Paula? —pronunció con dureza—. Pues que le vaya bien con Howard. Lo que tuvimos —se levantó— fue un maldito error. Y hace bien en poner un océano de por medio entre ella y yo. Por fin, me la voy a
quitar de encima, una rubia menos molestándome —añadió, erguido, y se encerró en su cuarto de un portazo.
Pau suspiró, meneando la cabeza. Lo admitieran o no, a Manuel le dolía la partida de Rocio, y a Rose le dolía partir. Y Paula sabía que su amiga se marchaba por culpa de él. Rezó una plegaria por ellos, para que ambos encontraran la paz que necesitaban, porque estaba claro que los dos requerían de un tiempo para entender, olvidar o aceptar. Y por separado.
Se dirigió a su habitación. Se quitó la rebeca larga que la cubría y se metió entre las sábanas. Al instante, un glorioso cuerpo cálido y fuerte la aprisionó.
—Te he echado de menos... —murmuró Pedro, adormilado.
—Duerme —se rio Paula, ruborizada.
—Ahora sí podré —la apretó un segundo.
Y se durmieron.
Ella se había programado la alarma en el móvil para preparar la sorpresa antes de que él abriera los ojos, pero estaba tan cansada, últimamente, que no se despertó hasta el mediodía.
—¡Ay, madre mía! —exclamó Paula, en cuanto vio la hora.
Se bajó de la cama y corrió hacia el cuarto de Manuel, sin fijarse en nada, ni siquiera en el escaso camisón de seda y tirantes que llevaba.
—Manuel —lo llamó, entrando sin llamar.
Pero Manuel no estaba. La sorpresa, en cambio, la saludó enseguida...
La estancia parecía haber sufrido un terrorífico vendaval.
—Manuel me va a matar —gimoteó, agachándose para recibir al cachorrito de Terranova marrón oscuro que le había comprado a su maravilloso doctor Alfonso—. ¡Hola, gordito! —ladró, gustoso, mientras ella le rascaba las orejas —. ¿Te ponemos el lazo? —lo puso en su regazo.
—¿Paula, qué...? —preguntó Pedro, pero no pudo terminar.
—¡No mires! —gritó ella, girándose para ocultar al perrito.
Pero el cachorro comenzó a emitir ladridos agudos y a mover el rabo en dirección a su nuevo dueño. Entonces, Paula se dio la vuelta y las lágrimas brotaron de sus ojos sin control.
—Lo siento... Iba a ser una sorpresa... pero me dormí... Le iba a poner un lazo... —se lamentó ella, entre hipos—. Soy torpe... hasta para hacerte un regalo...
Él, muy serio, se acercó despacio, tomó al perrito y lo alzó en el aire. Y se lo entregó de nuevo.
—Ponle el lazo —le susurró Pedro.
Pau se sorbió la nariz con la cabeza agachada. Le anudó un lazo ancho, azul turquesa, en el lomo. A continuación, lo guardó, con cuidado de no hacerle daño, en una caja con agujeros, forrada con un papel con los colores del arcoíris, y se lo tendió.
—Feliz cumpleaños...
Él suspiró y aceptó el regalo fingiendo no saber nada. Se sentó en el suelo y lo abrió. El cachorrito se lanzó a su pecho y comenzó a chuparle la cara.
Pedro estalló en carcajadas y, de repente, tiró de Paula, que se cayó en su regazo.
—Es el mejor regalo que me han hecho jamás, el mejor... —sus ojos grises brillaban con una preciosa emoción que le robó el aliento a Pau.
—¿De verdad?
—Bueno, de momento, es el mejor —le acarició el vientre con la mano libre.— ¡Soy un desastre, lo siento! —lo abrazó por el cuello, en llanto desconsolado.
—¿Y qué haría yo sin mi desastre favorito? —le dijo él antes de besarla en los labios—. Por cierto, agradece que estemos solos... —la analizó de la cabeza a los pies.
Paula soltó una carcajada y se adueñó del cachorro.
—¿Cómo lo vas a llamar? —quiso saber ella, encantada por el nuevo miembro de la familia.
—No sé —se encogió de hombros—. Ahora es un Alfonso, necesita un nombre que simbolice el gran apellido al que pertenece.
—¡Pero qué gordito y precioso eres, mi amor! —le obsequió al animal.
—Ni hablar, ¿eh? —sentenció Pedro, caminando junto a Pau—. Nada de cursiladas al perro.
—Voy a hacer lo que quiera con el perro —lo acurrucó entre los senos, adrede para picarlo.
—Joder... —se sofocó por el gesto.
—Esa boca, doctor Alfonso.
—Lo siento... —musitó él, embobado en ella—. ¿Cómo quieres llamarlo tú? —le preguntó, ronco.
—Pepe, como tú, Pepe Alfonso—se mordió el labio y se encerraron en su dormitorio.
—Llámalo como quieras, pero déjalo en el suelo.
—¿Por qué? —ladeó la cabeza y se retiró los cabellos hacia la espalda, coqueta.
—Porque... —rugió él, acortando la distancia. El cachorro ladró, juguetón —. Es mi cumpleaños y quiero más regalos.
Paula se humedeció los labios y dejó al animal en la cama. Retrocedió hacia el baño, con andares provocativos.
—Tus deseos, doctor Alfonso —se sacó el camisón por la cabeza lentamente, quedándose solo en braguitas—, son órdenes... —se volvió y deslizó el encaje muy despacio por las piernas—, para mí... —le guiñó un ojo y giró sobre sí misma, con los brazos en alto, estirándose como una felina.
—Joder... —se desnudó por completo, lanzando la ropa sin miramientos, y avanzó hacia ella—. El embarazo —la atrapó entre sus brazos— te sienta —la alzó por el trasero— demasiado bien... —y la mordió.
Oh, Dios... ¡Cuánto adoro a este hombre!
Y se amaron como locos en la ducha...
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