miércoles, 25 de septiembre de 2019

CAPITULO 54 (PRIMERA HISTORIA)




De noche, caminó hacia su casa al terminar su jornada en el hospital y, como sus pensamientos se centraban en ella, no se dio cuenta de que se estaba dirigiendo al portal de la pelirroja. En realidad, le sucedía a diario... Era el tercer día que acababa en el edificio donde vivía Paula con su abuela.


Increíble... ¡Basta! ¡Espabila!


Cuando se disponía a enfilar hacia su propio apartamento, se chocó con alguien.


—Perdone —se disculpó ella, enseguida—. Iba distraída, lo sien... —se detuvo al percatarse de que era Pedro.


El pánico se apoderó de él. Su respiración se aceleró a punto del colapso.


Qué bonita es, joder...


Paula se irguió con una expresión de enfado que le hizo temblar. No obstante, Pedro entornó los ojos al analizar su atuendo: abrigo negro abierto, revelando un vestido de terciopelo granate, medias negras tupidas, bailarinas negras, de terciopelo también, y el pelo suelto, precioso... Una verdadera mujer...


Un momento... ¿Por qué está tan guapa?


—¿De dónde vienes? —le exigió Pedro, desconfiado.


Paula parpadeó ante su tono seco.


—No te debo ninguna explicación —lo rodeó para entrar en el portal.


—Te he hecho una pregunta —la agarró del brazo.


—¿De verdad, doctor Alfonso? —intentó soltarse, pero fue en vano—. Déjame en paz —se retorció.


Pedro le quitó las llaves de la mano, abrió la puerta y se metió en el edificio, arrastrándola consigo.


—¿De dónde vienes? —le repitió él.


—¿En serio? —exclamó Paula, empujándolo hasta que logró separarse—. ¿A qué juegas, maldita sea? Me dices que no huya —gesticuló—, te escribo para vernos, no me contestas, pero te presentas en mi casa pidiéndome explicaciones de mi vida al día siguiente.


—Sí, en serio —no cedió—. Contéstame.


—No pienso hacerlo —le dedicó la peor de las miradas.


Pedro gruñó, regañándose a sí mismo en su interior por su absurdo comportamiento. Respiró hondo, procurando relajarse, pero le resultó imposible. Estaba tan bonita, tan dulcemente sexy, que los celos lo devoraban.


—¿De dónde vienes, Paula? —avanzó.


Ella, indignada, resopló sin delicadeza y se giró, pero Pedro fue rápido, la tomó por la muñeca y tiró, pegándola a su cuerpo. Sin querer, contempló sus labios ligeramente carnosos y recordó sus besos.


¡Oh, Señor!


Se inclinó, buscándola.


—¡No! —gritó Paula, golpeándolo en el pecho—. ¡Ni se te ocurra! —se ruborizó—. Dijiste que te gustaba, Pedro, y no he sabido nada de ti en cuatro días. ¡Suéltame!


Ella nunca gritaba...


—He estado ocupado —mintió Pedro, apartándose.


—¿Ocupado? —pronunció, alucinada—. ¿Sabes qué? Sigue ocupado, haz lo que quieras, pero déjame en paz —una lágrima descendió por su rostro.


Pedro arrugó la frente, reprimiéndose para no lanzarse a acariciarla y abrazarla, lo que más deseaba en ese momento, lo necesitaba. Se frotó la cara, se revolvió los cabellos, comenzó a pasearse de un lado a otro por el espacio.


¿Qué le ocurría? ¿Por qué actuaba así? ¿Desde cuándo era celoso y su comportamiento dejaba tanto que desear?


Sin decir nada, sin mirarla, salió a la calle y se marchó a su casa.



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