miércoles, 25 de septiembre de 2019
CAPITULO 56 (PRIMERA HISTORIA)
Aparcó en el garaje de la mansión de los Alfonso y entró por la puerta principal, como siempre. El mayordomo lo recibió con una sonrisa excesivamente radiante.
—Buenas noches, señorito Pedro —se quedó con su chaqueta y su casco.
—Buenas noches, Augusto. ¿Dónde están?
—Arriba.
—Gracias.
Subió al segundo y último piso, formado por un pasillo que distribuía, a la izquierda, las estancias de sus padres y las habitaciones de invitados, y, a la derecha, las áreas de ocio, como la sala de cine, música y juegos y alguna habitación más que Catalina utilizaba para su asociación. También estaban las habitaciones de los hermanos Alfonso, que se encontraban al fondo, en un segundo corredor, perpendicular al primero.
El jaleo provenía de una de las estancias de ocio, la última de la derecha, la destinada a la asociación, por lo que caminó por la alfombra estrecha y mullida que cubría el parqué hasta que alcanzó la puerta. Abrió y se quedó clavado en el suelo.
Ella estaba ahí, con Manuel, Bruno y cuatro matrimonios amigos de sus padres. La sala se hallaba repleta de cajas abiertas y un sinfín de disfraces, máscaras y otros complementos desperdigados por el lugar.
—¡Cariño! —su madre se acercó a saludarlo.
—Hola, mamá —le besó la mejilla.
Sus ojos se dirigieron a los de Paula, que lo miró, sonrojada y furiosa, a juzgar por las profundas arrugas que poblaban su frente. Se había arreglado, no llevaba sus ropas estridentes y el pelo le tapaba parte de la cara.
Y Pedro se frustró, deseaba retirarle los cabellos que ocultaban una de sus gemas turquesas.
—Estamos eligiendo los accesorios de la gala. Llegas justo a tiempo —le indicó Samuel, antes de abrazarlo—. ¿Qué tal, hijo?
—Bien, papá —hablaba de manera autómata, sin perder de vista a Paula, que decidió darle la espalda en ese momento.
Saludó a los otros matrimonios. Las cuatro mujeres pertenecían a Alfonso & Co, eran las mejores amigas de Catalina, entre las que se encontraba la madre de Alejandra, Georgia Graham. Eso fue lo que provocó que regresara de golpe a la realidad. No era tonto, los señores Graham tenían conocimiento de su relación con su hija, aunque nunca hubiera salido el tema a colación en los dos años que habían estado juntos.
—¿Un vino antes de cenar? —les sugirió Samuel, con una sonrisa.
Solo los hombres, Pedro incluido, aceptaron y fueron al salón, donde charlaron sobre trivialidades.
—¿Cómo va el trabajo, muchacho? —se interesó el señor Graham.
Eduardo Graham era un arquitecto de gran reputación e intachable profesionalidad, y un buen hombre, educado, simpático y afable.
—Bien, gracias, ¿y el estudio? —contestó Pedro antes de dar un sorbo al vino. Prefería la cerveza, pero en compañía de invitados de su familia no le importaba beber lo que sus padres dictasen.
—Muy bien, gracias —le sonrió Eduardo.
Las mujeres se les unieron minutos después y se sentaron en torno a la mesa del comedor. Catalina situó a Paula en el centro, frente a su hijo mayor.
La cena comenzó.
—¿Te gustó el Bristol Lounge, Pedro? —le preguntó Georgia Graham con una sonrisa deslumbrante.
Pedro observó a Paula en un acto reflejo; esta palideció.
—No sabía que hubieras ido al restaurante del Four Seasons, hijo —le dijo su madre, con el ceño fruncido.
—Sí —respondió la señora Graham por él—, cenó con mi Alejandra, el sábado pasado.
Pedro se tensó. ¿Desde cuándo su vida privada se comentaba abiertamente y en presencia de desconocidos? Miró a Paula, pero ella agachó
la cabeza y procedió a probar la crema de verduras que habían preparado como primer plato del menú. Sus hermanos también se alarmaron.
—¿Con Alejandra? —quiso saber Catalina, simulando indiferencia.
Sin embargo, conocía a su madre. Era todo fachada en ese instante, y no le gustó lo más mínimo que su hijo hubiera salido a cenar con la decoradora.
—Espero que en el hospital todo se solucionase —agregó Georgia, después de tomar una cucharada de la comida—. Es una pena que tuvierais que posponer la cena para otro día, aunque es mejor, así salís de su casa de una vez por todas y os dejáis ver. ¡La prensa cree que eres gay, muchacho! Hacéis una pareja encantadora —soltó una risita—. ¿Cuándo pensabais decírnoslo?
Paula se atragantó, igual que los Alfonso; el resto escondió una sonrisa y Pedro carraspeó, conteniéndose para no estirar los brazos y zarandear a la señora Graham. Que pensasen que era gay no le importaba, pero que Georgia diera por hecho que Alejandra y Pedro tenían una relación, eso sí que no lo toleraba, porque no había sido una relación y porque ya no había nada entre ellos.— Tú eres muy guapo —continuó la señora Graham, parloteando sin parar —, y mi hija ha heredado mi belleza, no es de extrañar que os hayáis enamorado.
Más de uno se atragantó... otra vez.
—Disculpen —anunció Paula, incorporándose—, necesito ir al baño — sonrió con timidez.
Él fue el primero que se levantó, seguido de los demás hombres. Cuando ella se perdió de vista en el hall, todos se sentaron, menos Pedro.
—Ahora vuelvo —salió detrás de ella.
—Voy contigo, Pa —le dijo Manuel, alcanzándolo.
—¿Qué quieres? —le exigió, en el recibidor, tras cerrar la puerta del salón.
—Sacarte de un lío —su hermano rechinó los dientes—. No sé qué te traes con Paula —se cruzó de brazos—, pero es obvio que hay algo entre vosotros, es obvio para todos los que estamos cenando... —aclaró en un suspiro—. ¿Por qué crees que esa gilipollas te está dando tanto por culo?
—Controla esa lengua, Manuel —gruñó—. ¿Te refieres a Georgia?
—¡Lo está haciendo aposta, joder! —exclamó Manuel, empujándolo hacia los servicios—. Te espero detrás de la escalera. No tardes. Y no controlaré mi lengua con gilipollas que hacen daño gratuito a la gente que me importa.
Tuvo que darle la razón a su hermano. Georgia Graham no era una persona de fiar, nunca lo había sido.
Entró con sigilo en el baño.
Paula estaba apoyada en los lavabos, de espaldas a él. Pedro contempló su reflejo en el espejo. El semblante de la pelirroja estaba cruzado por una innegable tristeza.
—Puedo explicarlo —declaró Pedro, sin alzar el tono, pero firme.
Ella se sobresaltó, se giró y arrugó la frente.
—No necesito explicaciones —caminó hacia la puerta, donde estaba él parado.
—Yo sí necesito explicarme —se interpuso en su camino—, por favor...
Paula lo rodeó, pero de nada sirvió, por lo que retrocedió y le ofreció el perfil. La repentina frialdad que transmitió ella estrujó su pecho con crueldad.
—Cenaste con Alejandra el día que yo cené con Ernesto —pronunció Paula en voz baja y afilada—. Y has vuelto a quedar con Alejandra. No hay nada que explicar. Está todo muy claro.
—No —la tomó del codo y la obligó a mirarlo—. Cené con Alejandra, sí, pero porque quería verte. Y no he quedado con ella. Su madre se lo ha inventado.
—¿Para verme, necesitas quedar con tu novia? —se carcajeó sin humor, incrédula.
—No, a ver... —se alejó unos pasos y se revolvió el pelo—. Cuando le dijiste a mi madre que tenías una cita en el Bristol Lounge, me... me... — chasqueó la lengua—. Se me ocurrió ir para saber con quién habías quedado. Estaba muerto de celos —se detuvo y la observó—. El mensaje que me escribiste... —suspiró de manera irregular. Su corazón latía a la velocidad del sonido—. Me dijiste que nunca salías de tu burbuja —frunció el ceño—, y, de repente, me entero, por casualidad, de que sí sales de tu burbuja para quedar con un hombre que no soy yo.
Paula meneó la cabeza y posó las manos en la curva de su cintura, pronunciada en exceso gracias al corte del vestido azul oscuro. Estaba tan bonita, que, por un momento, se le nubló la vista, se quitó las gafas y se restregó los ojos. Parpadeó y se las volvió a poner.
—Lo que dije en el mensaje es cierto, y no me arrepiento de nada de lo que te escribí —confesó ella, adelantando una de sus preciosas piernas—. Y ya te conté lo que pasó con la cena de Ernesto, pero tú... —lo apuntó con el dedo índice—. Tú sí que saliste con una mujer que no era yo, con tu novia —apretó la mandíbula—, porque Georgia ha dejado bien claro la relación que tenéis. ¡Me mentiste!
—Alejandra no es mi novia —se acercó—. No sé por qué cojones esa mujer ha dicho eso, pero Alejandra no es mi novia —insistió, furioso—. Lo que Alejandra y yo tuvimos no...
—En su casa —lo interrumpió, girando el rostro—. No salís de su casa. Yo solo soy una ingenua con la que estás jugando, a la que has besado un par de veces, pero, luego, vas a casa de tu novia para... —se ruborizó—, para acostarte con ella porque es una mujer totalmente distinta a mí, que soy una cría.
—Paula —la cogió por los hombros—. No eres una cría, tampoco tonta y no estoy jugando contigo.
Ella se soltó bruscamente y lo encaró.
—¿Por eso me dices que te gusto y, después, desapareces del mapa? ¿Y lo que acabo de escuchar? ¿Alejandra no es tu novia? —inquirió, dolida—. ¡Ja! Si eso no es jugar, ¿qué puñetas es?
Él dio un respingo, pasmado por su reacción.
Manuel entró en ese momento. Los miró como si fueran dos niños pequeños a quienes hubiera que castigar y le ordenó a Paula, más serio que nunca:
—Ve al salón.
Ella inhaló aire y lo expulsó muy enfadada.
Obedeció.
—Tú y yo ya hablaremos —sentenció su hermano, antes de salir del baño.
Pedro respiró hondo. Se peinó con los dedos y regresó al salón, rezando una plegaria para que Georgia lo dejara en paz.
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