lunes, 16 de septiembre de 2019
CAPITULO 25 (PRIMERA HISTORIA)
—¡Alejandra! —vociferó Pedro, separándose de golpe—. ¿Qué mosca te ha picado, joder? —se limpió los labios de carmín con desagrado nada disimulado.
—Pero... ¿qué te pasa? —Alejandra, avergonzada, lo miró con el dolor por el rechazo reflejado en su rostro. Más de uno los observaba con obvia curiosidad.
En ese momento, frente a él, después de dos semanas sin verla, se percató de que su belleza ya no lo atraía ni un ápice siquiera. Era atractiva, no lo negaba, pero ya no se sentía eclipsado. Se habían acostado los dos últimos años de forma ocasional. Se conocían desde que eran niños, sus familias eran amigas —sus madres eran íntimas—.Alejandra Graham poseía un cuerpo que quitaba el aliento, enfundado siempre en vestidos ajustados, cortos y atrevidos, con escotes pronunciados. Utilizaba tacones de aguja milimétricos que estilizaban aún más su impresionante figura.
Era guapísima, de líneas delicadas y finas en su perfecto rostro —gracias a una operación de nariz—, y al que sacaba provecho gracias al buen uso que hacía del maquillaje —nunca la había visto sin pintura en la cara— . Jamás se recogía el cabello, negro y liso, que le alcanzaba las axilas, y, desde hacía un mes, lucía un flequillo que le ocupaba toda la frente.
La elegancia la caracterizaba, con un toque provocativo que llamaba la atención en cualquier lugar; se giraban todos los hombres, y muchas mujeres, al cruzarse con ella. Tenía treinta y dos años y se dedicaba a la decoración de interiores —ella había sido la encargada de amueblar el apartamento de los hermanos Alfonso—. Sin embargo, lo que él estaba viendo en ese momento era justo lo contrario: nada.
—No te entiendo, Pedro —las lágrimas se agolparon en sus ojos.
Eso sí que no lo soportaba... Y ella lo sabía. La cogió del codo y la condujo a la zona de los servicios, un pasillo a la derecha de los sofás.
—Yo lo que no entiendo es tu saludo —retrocedió para guardar una distancia prudente.
Pedro nunca había mostrado sentimientos cálidos delante de nadie, jamás, con ninguna mujer. Sus amigos sabían de su relación con la decoradora porque Alejandra lo proclamaba a los cuatro vientos cada vez que quedaban a solas, que era siempre en casa de ella, porque Pedro tenía una norma infranqueable: en su apartamento no entraban mujeres; una regla que Manuel y Bruno cumplían a rajatabla.
—Mierda... —masculló él, al recordar a Paula—. Ya hablaremos.
Regresó a los sillones, pero Paula no estaba. La buscó por la discoteca, deteniéndose cada pocos pasos. Encontró a su hermano con una chica que ronroneaba entre sus brazos.
—¿Dónde está? —le preguntó Pedro al oído.
Manuel se giró, sobresaltado.
—¿La has perdido? —inquirió, furioso—. ¡Estabas con ella, joder!
—Tranquilízate —le pidió Pedro, frunciendo el ceño—. Apareció Manuel y se abalanzó sobre mí.
—Mierda... —comprendió su hermano al fin, frotándose la cara.
—Eso mismo dije yo... —musitó él—. Me voy —decidió al instante.
Manuel le palmeó el hombro, deseándole suerte. Pedro casi corrió durante quince minutos, callejeando para acortar el camino, hasta alcanzar el portal de la pelirroja, a oscuras y desierto. Le escribió un mensaje a su hermano para que le mandara el número de teléfono de Paula y este le respondió al segundo. Marcó y esperó.
Un tono... Dos tonos... Tres tonos... Cuatro tonos... Cinco tonos...
Estaba a punto de colgar, cuando escuchó su melodiosa voz. El alivio lo inundó.
—¿Sí? —sonaba algo áspera.
No podía estar dormida, pensó, apenas hacía veinte minutos que se habían visto.
—Soy Pedro.
—¿Doctor Alfonso? —preguntó, sorprendida.
—¿Dónde estás?
—En mi casa, ¿por qué?
Frunció el ceño. Su tono era escéptico, cortante, enfadado.
—¿Te importaría asomarte a la ventana para asegurarme de que estás en casa?
—¿Perdón? ¿Usted no estaba ocupado con una morena?
Pedro sonrió. Un regocijo revoloteó en su estómago.
—¿Estás celosa?
—¡Claro que no!
—Estás mintiendo —afirmó, divertido, mientras cruzaba la calle para observar la fachada del edificio.
Había una luz prendida en la segunda planta y una silueta, detrás de una cortina amarilla, caminaba de un lado a otro, claramente agitada.
—¿Cómo lo sabe si ni siquiera me está viendo? —rebatió en tono agudo.
—Primero, porque has contestado demasiado rápido y, segundo, porque no paras de moverte, lo que significa que estás nerviosa. Si no estuvieras celosa, estarías tranquila.
La silueta se acercó a la ventana y se detuvo.
—Estoy bien —pronunció ella, calmada—. No estoy celosa porque no tengo motivos para estarlo. Espero que disfrute de la noche.
—Me voy a casa, mañana empiezo una guardia de cuarenta y ocho horas.
¿Por qué le estaba dando explicaciones, y, encima, repitiéndole algo que ya sabía? No tenía ni idea, pero le gustaba la cadencia de su voz, no quería terminar la llamada. Y, por alguna absurda razón que no comprendía, sintió la imperiosa necesidad de decirle, sutilmente, que no pensaba quedarse con la morena.
—¿Cuándo quedamos para preparar la conferencia? —quiso saber Pedro, ajustándose el cuello de la chaqueta sin dejar de mirar la ventana.
—Pues... supongo que el jueves —respondió, sin ánimos.
La silueta desapareció.
—¿Adónde has ido? —se preocupó, avanzando un paso.
Paula se rio con suavidad.
—Me he tumbado en la cama, es que mi cama está pegada a la ventana.
Pedro sonrió, cautivado por la dulce melodía que escuchaba.
—Te dejo descansar. Nos vemos el jueves —no se quería despedir ya, pero ella trabajaba para Stela Michel al día siguiente y durante toda la jornada, necesitaba descansar.
—Sí —suspiró—. Hasta el jueves, doctor Alfonso.
—¿Tanto te cuesta decir mi nombre? —se molestó, no pudo evitarlo.
La silueta regresó.
—Perdona mis malos modos —se disculpó él enseguida, aunque continuó enfadado—. Buenas noches, Paula —y colgó.
A los cinco segundos, le vibró el teléfono con un mensaje de cierta pelirroja:
Buenas noches... Pedro.
La luz se apagó, y también su propio corazón...
Con una sonrisa radiante, caminó hacia su casa. Se lo había dicho por escrito, pero se lo había dicho, al fin y al cabo.
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