viernes, 27 de septiembre de 2019
CAPITULO 61 (PRIMERA HISTORIA)
Diez minutos más tarde, los hermanos Alfonso atravesaban la alfombra roja, como el resto de invitados de la gala. Posaron para los infinitos periodistas y flashes, aunque Pedro lo hizo con reticencia.
—Podrías sonreír un poco —se quejó Manuel, encantado con la prensa.
Pedro lo ignoró y entraron en el hotel. Las mujeres presentes en la recepción los contemplaron sin pudor, algo que no le gustaba a Pedro; sus hermanos, en cambio, les sonrieron, seductores, provocando suspiros. A continuación, descendieron a la planta inferior por las escaleras del fondo.
—Tomad —Manuel les entregó sus respectivas máscaras.
Las tres eran iguales, excepto por el color; su hermano las había encargado personalizadas: azul para el mediano, negra para el pequeño y gris para el mayor. Cada uno se ajustó la suya mientras caminaban por el amplio corredor, con gruesas columnas en el centro simulando dos senderos.
Casi al final, a la derecha, dos mayordomos erguidos, que flanqueaban la doble puerta abierta del pasillo, los saludaron con rígidas inclinaciones de cabeza, a las que ellos respondieron de igual modo.
El gran salón había sufrido un cambio significativo, muy grato. Había sido idea de Paula quitar la horrible moqueta del hotel y alquilar una de color gris claro. En realidad, todo era gris, en sus distintas tonalidades. Las nueve lámparas de araña, tres por fila, alumbraban el lugar, atestado de gente. Gran parte de los invitados, ataviados con sus respectivos antifaces, disfrutaban ya de una copa de champán luciendo sus trajes de gala: esmoquin para los hombres y vestidos largos de fiesta para las mujeres.
A la izquierda, dos doncellas custodiaban un cofre de madera donde los presentes depositaban sus donativos para la causa de la fiesta benéfica. En las dos terceras partes del espacio, se disponían las mesas para la cena, con los nombres de cada invitado escritos a mano en una etiqueta sobre la porcelana blanca, sencilla y brillante, también idea de Paula. Al fondo, se hallaba la orquesta, que amenizaba la ocasión con música instrumental.
Los camareros les ofrecieron champán, pero los tres pidieron cerveza.
Localizaron a sus padres en el centro. Pedro sonrió al ver a su madre, vestida de satén verde oscuro, con manga tres cuartos y un discreto escote en pico; llevaba la corta melena suelta; la máscara le combinaba y le cubría la mitad de la cara hasta la nariz, no se veía una cinta que la sujetase, lo que significaba que llevaba el enganche por dentro, rodeándole la cabeza, como la de sus hijos.
—Estás guapísima, mamá —la besó en la mejilla.
Manuel la cogió de la mano y la obligó a girar sobre sí misma, ruborizándola.
—¡La mujer más bella del universo! —exclamó Bruno.
Catalina se rio, avergonzada y encantada al mismo tiempo con sus adorados hijos.
—¡Hola, Pedro! —Alejandra se colgó de su brazo, de repente.
—Alejandra —se soltó con delicadeza, sin fijarse en su atuendo, no le interesaba.
—¿Te pasa algo? —le preguntó ella, extrañada.
—Nada —aceptó la cerveza que el camarero les llevó—. Si me disculpas, Alejandra, espero que disfrutes de la gala —añadió y se giró, sin importarle lo más mínimo haber sido descortés.
Entonces, una serie de murmullos comenzaron a poblar el gran salón. Los hermanos Alfonso se miraron, sin comprender qué ocurría. Él escrutó la estancia, alzando la mano para dar un largo trago a la bebida, pero se paralizó cuando sus ojos se clavaron en la entrada, y no fue el único...
Una mujer de pelo rubio y serpentino hasta las axilas, vestida de pedrería azul en el corpiño y seda exquisita y vaporosa desde el ancho fajín, que revelaba una estrecha cintura, hasta los pies, le entregaba la capa y el bolso a uno de los dos mayordomos. La enfermera Moore acababa de sorprender a Pedro. Estaba muy atractiva.
Pensó, sin querer, en que haría muy buena pareja con cierto mosquetero seductor, si no fuera porque no se soportaban.
—Creo que ahora me gustan las rubias... —murmuró Manuel, ronco y embobado.
Pedro ocultó una sonrisa.
—Y yo creía que odiabas a Rocio —comentó Bruno, divertido—, principalmente, por ser rubia.
—¿De qué Rocio hablas? —el mediano arrugó la frente.
—Rocio Moore —le aclaró Pedro, palmeándole el hombro. Apoyó la copa en una mesa—. Es ella.
—¡¿Qué?! —profirió, sonrojado al extremo—. ¿Qué hace ella aquí, joder? —susurró, para que nadie lo escuchara.
—La ha invitado mamá, así que sé amable —lo previno el pequeño.
Pedro, seguido de Bruno, caminó hacia Rocio, ignorando los gruñidos de Manuel. Sin embargo, a pocos pasos, frenó en seco. Bruno se chocó con él.
—Cuidado, Pa. ¿Estás bien? —posó una mano en su espalda.
Pero él no podía articular palabra, apenas respiraba...
Dios mío...
Su hermano pequeño lo empujó para que reaccionara, riéndose al percatarse de lo que sucedía. Paula acababa de entrar.
A medida que avanzaba lentamente, no podía ir rápido, su corazón se precipitaba hacia el abismo. La pelirroja que le había robado el sueño se presentaba ante él como una auténtica belleza salvaje. El impresionante cabello ondulado, que tanto lo enloquecía, estaba recogido en la nuca de forma desenfadada, hacia atrás, sin raya ni ningún mechón que escondiera su dulce rostro; sus labios, a los que echaba mucho de menos, parecían fresones maduros...
La máscara de ella lo impactó: llevaba pintada la mitad de la cara. Era negra, simulando curvas que bordeaban su ojo y silueteaban la nariz, terminaba rodeando el labio superior y le alcanzaba la oreja.
Y su cuerpo... Pedro apretó los puños un segundo para controlarse, la hubiera raptado en ese preciso momento... El vestido era una maravilla, pero, en ella, se convertía en una joya única, de lentejuelas oscuras que destellaban discontinuas a la luz de las lámparas, alternando el gris y el negro; eran hipnotizadoras... Los tirantes transparentes finalizaban en el escote en forma de corazón. La tela se ajustaba a su maravillosa anatomía, hasta el inicio de los muslos, desde donde se deslizaba hacia la moqueta, con abertura por delante, desde las rodillas, dejando entrever sus preciosas piernas, y una cola corta se arremolinaba en los altos tacones plateados.
Paula estaba hablando con la enfermera entre susurros, cuchicheaban.
Tenía las manos en la espalda y se balanceaba sobre sus pies, lo que indicaba que estaba agitada. A Pedro se le secó la garganta cuando ella se colocó de perfil. Admiró sus altos y redondeados senos, bien pronunciados gracias a lo ceñido que era el vestido, su vientre plano, su delicioso trasero...
Esto va a ser imposible... Estoy muerto, literalmente...
Le daba miedo tocarla, pero se armó de valor.
Su sexy y elegante bruja giró el rostro en su dirección y se quedó boquiabierta. Él se detuvo a escasos centímetros. Bruno y Rocio entablaron conversación, pero Pedro no los escuchaba, no oía nada, excepto los poderosos latidos de su corazón. No podía apartar los ojos de esas gemas turquesas, intensificadas por la pintura del antifaz, unos ojos que lo analizaban a él con un brillo cegador. La tomó de una mano y le besó el interior de la muñeca con los labios y la punta de la lengua.
Ella gimió... y Pedro a punto estuvo de imitarla, pero se contuvo a tiempo, carraspeó.
—El fantasma de la ópera —señaló Paula, acariciándole la máscara gris —. Estás muy guapo, doctor Alfonso, pero que muy guapo... —agregó en un susurro entrecortado.
—Y tú estás impresionante... —entrelazó una mano con la suya—. ¿Una cerveza?
—¡Sí! —exclamó Moore, colgándose del brazo de Bruno con total confianza.
Los cuatro se rieron. Pidieron las bebidas a un camarero.
Paula tiró hasta soltarse. Él la observó con el ceño fruncido y la agarró otra vez, molesto por el gesto.
—No me siento cómoda —confesó ella en un hilo de voz—, por favor...
Reticente, Pedro accedió.
—¡Señoritas mías! —dijo una mujer de mediana edad, vestida entera de negro, con el pelo oscuro recogido en un moño bajo, tirante y con la raya lateral marcada. Era muy elegante, sobria y desprendía una seguridad innegable: Stela Michel.
—¡Stela! —Paula la abrazó, entusiasmada—. ¡No sabía que venías!
Rocio la saludó del mismo modo.
—Era una sorpresa —la mujer les pellizcó la nariz a las dos jóvenes.
—Pedro, Manuel, os presento a Stela Michel —declaró la pelirroja, con una sonrisa henchida de orgullo.
Era obvio cuánto se querían. Y eso le apresó a él el estómago con regocijo.
—Es un placer —su hermano pequeño estrechó la mano de la diseñadora.
—Stela —sonrió Pedro, antes de besarle los nudillos.
—Pedro, es un honor conocerte en persona, aunque me gusta mucho tu voz por teléfono —bromeó Stela.
—¿Ya os conocéis? —preguntó Paula, confusa.
—Sí —respondió la diseñadora, acariciando su mejilla libre de pintura—, pero le dejo a él que te lo explique. Rocio—le frotó el brazo a la enfermera—, estás sensacional y has dejado a un médico por ahí bastante aterrorizado —le guiñó un ojo y se fue.
Los dos hermanos Alfonso se echaron a reír, porque encontraron a Manuel, a pocos metros, contemplando a Moore con una mezcla de disgusto y deseo, atacado de los nervios y rumiando como un demente. Rocio también se percató y arrugó la frente, aunque el rubor la delató.
—¿De qué conoces a Stela? —inquirió Paula, tirando de su chaqueta.
—De nada —negó él con la cabeza—. Le hice un encargo hace un par de semanas —se encogió de hombros, fingiendo despreocupación.
Un sirviente les ofreció la bebida que habían solicitado, cosa que agradeció porque ella no dejaba de escrutarlo.
—Pedro Alfonso, ¿me has comprado este vestido? —quiso saber Paula, cruzándose de brazos.
—¿Por qué te enfadas? —frunció el ceño y cogió dos copas de cerveza, una para ella.
—¡No tenías que haberme comprado nada!
—Oye, no grites —se quejó Pedro, apretando la mandíbula—. Y hago lo que quiero.
—No necesito tu limosna —se giró y se encaminó hacia la salida del gran salón.
—Joder, otra cerveza a la mierda... —apoyó las bebidas en una mesa y la siguió—. ¿Se puede saber qué mosca te ha picado? —la tomó del brazo, en el corredor, frenándola.
—¡Suéltame! —se retorció.
—Ya basta —la pegó a su cuerpo—. No te voy a soltar hasta que me expliques cuál es el problema.
Ella le dirigió una mirada tan intensa que le debilitó las piernas, aunque no lo demostró.
—No necesito tu limosna —repitió Paula, rechinando los dientes y presionando con los puños el pecho de Pedro—. No tendré tu dinero, tampoco lo quiero, pero soy perfectamente capaz de comprarme un vestido de gala.
—No es limosna, ¡maldita sea! Es un regalo —entornó los ojos—. Solo deseaba hacerte un regalo, ¿tan malo es?
—¡Sí! ¡No quiero tu dinero!
—Es un vestido, joder, no un cheque —la apresó entre los brazos, inmovilizándola—. Cualquier mujer estaría encantada.
—Yo no soy cualquier mujer —ambos respiraban con dificultad.
—Lo sé, Paula —asintió, sin lugar a dudas—. Solo acéptalo y punto.
—¡No! —lo golpeó a la altura de las solapas de la chaqueta—. ¡Todas pensarán lo mismo que Georgia y me niego a ser la cazafortunas!
Aquello lo paralizó.
—¿Qué es lo que piensa Georgia? —la zarandeó con suavidad.
—Que lo único que veo en ti es tu atractivo, tu dinero y tu prestigio — declaró ella en un hilo de voz—, que no soy como su hija, que Alejandra es una verdadera mujer, a tu altura... —una lágrima descendió por su rostro.
La rabia fluyó por las venas de Pedro a un ritmo desmedido. Se separó de ella y paseó sin rumbo por el espacio.
¿Cómo se atreven a hacer daño a Paula? Le da cien mil vueltas a Georgia, a Alejandra, ¡a todas! Son ellas las que quieren el dinero y el prestigio
de mi familia, no Paula. No necesito que me lo confirme nadie, lo sé.
—¿Por qué no me lo contaste ayer cuando te lo pregunté? —quiso saber él, colocándose enfrente de Paula, a gran distancia.
—Déjalo, no merece la pena. Olvídalo —agachó la cabeza y se giró para regresar a la fiesta.
—No —se interpuso en su camino, sin variar el palpable enfado que lo poseía, resoplando como un animal enjaulado—. Le pedí a Stela que diseñara el mejor vestido que pudiera imaginar solo para ti, para esta noche, independientemente de que asistieras conmigo o no a la gala —se apuntó a sí mismo—, ¡porque me apetecía, joder! Y ni tú ni nadie me va a decir lo que puedo o no hacer. Vas a aceptar el vestido, ¿queda claro? —le sujetó la barbilla, obligándola a mirarlo. Le limpió la lágrima con ternura, relajándose poco a poco. Le contempló los labios—. Quiero quitarte el carmín... — confesó en un suspiro discontinuo.
—¿No...? ¿No te gusta? —se preocupó, insegura y vulnerable.
—Quiero quitártelo a besos, Paula, porque me vuelve loco el carmín que te has puesto, pero más loco me vuelven tus labios...
Ella contuvo el aliento.
Algunos invitados pasaron a su lado, en dirección al baño, situado enfrente de las puertas del gran salón. Cuchicheaban sobre ellos, pero a Pedro no le importó. Por primera vez en su vida, deseaba que lo vieran con una mujer en público, con Paula, y creyeran lo que parecía, que estaban juntos, porque Paula era suya.
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