miércoles, 11 de diciembre de 2019
CAPITULO 136 (SEGUNDA HISTORIA)
Cuatro semanas después
—¿Por qué no, Pedro? —ronroneó Melisa, acercándose a su silla.
—He dicho que no —zanjó él la cuestión—. Y te he repetido miles de veces que no te acerques al hospital.
—Eli ya no trabaja aquí, ¡qué más te da! —se sentó sobre su regazo.
—¡Fuera, Melisa! —estalló, empujándola e incorporándose. La contempló sin esconder la repugnacia que sentía hacia ella—. Tú y yo no vamos a cenar, no vamos a tener citas y mucho menos vamos a mantener una relación. ¡Fue un jodido error del que ni siquiera me acuerdo! — no se molestó en tranquilizarse. Estaban solos, Bonnie se encontraba de baja, no tardaría en dar a luz —. Que te entre bien en la cabeza —la señaló con el dedo índice— que lo único que nos une a ti y a mí, lo único que nos unirá de por vida, es el bebé que llevas en tu vientre, nada más. Y ahora —apuntó con la
mano hacia la puerta—, largo de aquí, Melisa, o llamo a seguridad —hizo ademán de descolgar el teléfono fijo de su escritorio.
Melisa bufó, colérica, y se marchó.
Él se sentó de nuevo y se frotó la cara, desesperado.
Cinco minutos más tarde, Mauro se presentó en el despacho con Gaston en brazos.
—¿Está aquí? —se ilusionó Pedro, levantándose de un salto.
—Está con mamá en la cafetería. Han venido juntas —le entregó al niño.
—¡Bribón! —se emocionó al ver a su hijo. Lo abrazó con ternura y lo besó —. Cuánto te echo de menos, cariño, no te lo imaginas... —tragó para controlar las lágrimas.
Gaston sonrió y le acarició la cara, feliz de reencontrarse con su papá.
A pesar de estar con el niño unos minutos diarios en el hospital, era horrible la sensación de soledad que invadía su cuerpo cuando entraba en su casa, en su habitación, sin la cuna, sin Gaston, sin Paula, sin el aroma a mandarina... Ni siquiera las numerosas guardias que hacía lo ayudaban.
—Mamá y papá subirán a verte dentro de un rato. Papá todavía no ha venido, pero mamá me ha dicho que no tardará.
—¿Qué ocurre? —se preocupó él.
—Me acabo de enterar, Pedro, te prometo que...
—Mauro —lo cortó—. Dímelo.
—Traen los papeles del divorcio.
Dios mío... No, por favor...
A Pedro se le borró cualquier rastro de color del rostro. Se le debilitaron las piernas, pero se aferró a Gavin.
—Lo siento, Pedro —le palmeó la espalda con suavidad.
—No puedo más...
Mauro, veloz, cogió al bebé antes de que Pedro cayese al suelo y se mordiera el puño para no gritar y no asustar al niño. Se hizo sangre. Ni siquiera le dolió.
—No puedo más... —repitió, en un hilo de voz—. Tengo que hablar con ella —se incorporó con torpeza y la vista borrosa—. Tengo que...
—No —lo agarró del brazo—. Necesitáis tiempo los dos, Pedro.
—¡No pienso divorciarme!
Y Gaston, al fin, sollozó. Mauro lo calmó enseguida, besándolo y acunándolo.
Por primera vez en cuatro semanas, Pedro Alfonso se desahogó en presencia de alguien. Había estado los últimos veintiocho días sin hablar sobre el tema con nadie, absolutamente nadie. Su familia no lo había interrogado, no habían nombrado a Paula, excepto si alguno le traía al niño al despacho, que solían ser Catalina, Alexis o Mauro.
—Pedro, te prometo que cuando te dejé esa noche en la cama y volví a mi habitación, no vi a Melisa. Creí que se había ido. Te lo prometo —asintió, vehemente—. Debió de esconderse en el salón o en la cocina.
—No es tu culpa... —se desplomó en la silla de piel—. No me acuerdo de nada, solo de su colonia empalagosa, pero de nada más... ¿Qué voy a hacer?
—Averiguar lo que sucedió esa noche —le respondió su hermano con gravedad—. Te conozco. Te conocemos todos. Bruno siempre ha sido el mayor defensor de Paula, pero ahora piensa igual que todos: no pudiste acostarte con
Melisa. Y si no te hemos dicho nada en estas semanas es porque creíamos que necesitabas tiempo, pero... —chasqueó la lengua—. Estoy harto de verte así, Pedro, haciendo guardias sin descansar. Estoy harto de ver a Paula tan demacrada como lo está, como lo estás tú. Estoy harto de ver alejadas a dos personas que están locas la una por la otra, y todo por culpa de una loca como Melisa.
No había coincidido con Paula desde que esta se había marchado del apartamento. No se habían visto. Lo único que sabía era que se hospedaba en el hotel de Howard, un hecho que, cuando se enteró, le volvió tan loco que se presentó en el hotel y le exigió a Ariel, con gritos e insultos, que le confirmara la noticia.
Howard, sonriendo con suficiencia, le dijo que ella estaba viviendo allí desde la primera noche en que se habían separado, y que no permitiría jamás la entrada de Pedro en ninguna de sus propiedades, en especial en ese hotel. Hicieron falta cinco guardias de seguridad para echarlo a la calle.
—¿Y si Melisa está jugando? —inquirió Mauro, serio.
—¿A qué te refieres? —preguntó, sorprendido y extrañado a partes iguales.
—Estabas muy borracho, apenas podías abrir los ojos. Me costó mucho arrastrarte a la cama. Es imposible que rindieras. Somos hombres y médicos, Pedro, esas cosas las sabemos de sobra. Te recuerdo que en tu boda te amenazó.
—¿Crees que es tan retorcida como para mentir con algo así?
—¡Cuándo no ha sido retorcida, joder! —frunció el ceño—. Tienes que comprobar las dos ecografías que, supuestamente, le ha hecho su ginecólogo de Nueva York, y los análisis. Qué curioso... —entrecerró los ojos—. Cuando tú le pediste que se cambiara al doctor Rice, se negó. Resulta que prefiere viajar una vez al mes a Nueva York para una supuesta revisión. ¿Y deja el trabajo? ¿Deja a su padre solo en la clínica? —resopló—. No, Pedro. Todos vimos cómo es Melisa y cómo es Antonio Chaves. ¿Crees que un padre como Chaves permite que su adorada hija lo abandone para instalarse en Boston porque se queda embarazada del marido de su otra hija, un hombre al que detesta? Porque Chaves te odia, igual que tú a él —levantó una mano y añadió —: Y que no se te olvide que Melisa mantuvo una relación con Howard nada más anunciarse tu compromiso con Paula, una relación que, también, curiosamente —recalcó, ladeando la cabeza—, se rompió justo cuando Melisa decidió pedir perdón a su hermana y acostarse contigo, su cuñado, la misma noche que consiguió hablar con Paula. No, Pedro. Nada de lo que ha sucedido en relación a Melisa puede calificarse de sincero.
Pedro se golpeó el mentón con los dedos, pensativo. ¿Y si su hermano tenía razón? ¿Por qué no se le había ocurrido a él comprobar el historial, verificar el embarazo? ¡¿Dónde demonios estaba su inteligencia?!
Mi rubia se lo ha llevado todo... Sin ella, no soy nadie...
—¿Se lo habéis dicho a Paula? —preguntó Pedro, esperanzado—. ¿Habéis hablado con ella?
—Ya sabes que Zaira queda con Paula todas las tardes, pero no hablan de ti. Cuando Zaira saca el tema, Paula se marcha y la deja con la palabra en la boca.
En ese momento, sus padres entraron en el despacho. Sus expresiones apenadas de las últimas cuatro semanas se habían acrecentado. Samuel portaba un gran sobre marrón en la mano.
—No me voy a divorciar —masculló Pedro, cruzándose de brazos—, así que ya podéis devolverle los papeles —se incorporó—. Mejor aún, lo haré yo —le arrebató el sobre a su padre—. ¿Dónde está?
—Pedro, cariño, no creo que... —comenzó Catalina.
—No. Si quiere divorciarse de mí, tendrá que decírmelo a la cara. Estoy hasta las narices de ver a Gaston porque uno de vosotros me lo trae al despacho cuando a ella le da la gana. Se acabó. ¿Dónde está?
—En el despacho de Bruno.
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