martes, 1 de octubre de 2019

CAPITULO 74 (PRIMERA HISTORIA)




Pedro se arrancó la ropa a manotazos, frustrado consigo mismo. Se duchó.


Permaneció un buen rato debajo del chorro del agua caliente con las manos apoyadas en los azulejos. Su mente revivió los últimos acontecimientos.


Continuaba excitado sin remedio y la felicidad inundaba cada poro de su cuerpo.


Se colocó una toalla en torno a las caderas y se sacudió los cabellos con otra más pequeña. Recogió las que había utilizado ella y las extendió en el radiador eléctrico que colgaba de la pared.


Una vez seco, se vistió con un vaquero viejo, que tenía algún roto en las rodillas y el trasero y estaba deshilachado en los talones, y una camiseta gris de manga corta. No se molestó en peinarse, como tampoco en ponerse calcetines, prefería estar descalzo. Y se encaminó hacia la cocina.


Paula estaba removiendo algo en una cacerola, algo que olía demasiado bien. Sonrió al escucharla tararear. Se acercó con sigilo. Sus brazos la envolvieron por debajo del pecho.


—Hola, doctor Alfonso.


—Hola.


—Espero que te guste la pasta con salsa de roquefort, no he encontrado otra cosa.


Notó que Paula se aceleraba por el contacto.


—Huele muy bien —la besó en la mejilla y la soltó, arrastrando los dedos, sin querer separarse—. ¿Una cerveza?


—Sí, por favor —sonrió.


Pedro le sirvió la bebida en un vaso y se quedó lo que sobró. Ella sacó dos platos del armario, sin dudar, los rellenó de la pasta cocinada y espolvoreó un poco de orégano.


—¿Dónde comemos? —quiso saber Paula.


—¿Eh?


Se había quedado embobado. Estaba preciosa con su ropa... Estaba preciosa en su casa... Estaba preciosa cocinando... Estaba preciosa allí, con él...


—¿Dónde comemos? —repitió, riéndose, sonrojada.


—Donde tú quieras, no tengo preferencias —le respondió Pedroencogiéndose de hombros.


Paula optó por la barra americana. Entre los dos, prepararon la mesa y degustaron la comida en silencio, uno al lado del otro.


—Yo me encargo —declaró él, recogiendo los platos—. Ponte cómoda. ¿Quieres postre?


—¿Tienes chocolate caliente? —sus ojos brillaron, expectantes.


—Siempre tengo chocolate caliente —le guiñó un ojo—. Muy espeso, ¿no?


—Sí —asintió y se marchó al salón, donde se sentó en el sofá, abrazándose las piernas.


Pedro limpió la cocina y preparó dos tazas de chocolate caliente. Se sentó junto a ella y le tendió el ansiado postre.


—Vives con tu abuela —afirmó Pedro—. ¿Desde cuándo?


—Desde hace ocho años —contestó—. Se llama Sara —dio un sorbo.


Estaba deseando conocerla más, lo necesitaba, pero tenía miedo de que se asustara si le hacía un interrogatorio.


—Me dijiste que tu padre era pediatra —pronunció él en voz baja.


—Sí —su rostro se tornó serio y triste a la par—. Trabajaba en el Boston Children’s Hospital.


—¿En serio? —arqueó las cejas—. Mi padre es el director.


—Lo sé —desvió la mirada y bebió más chocolate.


—¿Cómo se llama? Quizá mi...


—No —lo cortó, poniéndose en pie de un salto. Apoyó la taza en la mesa baja de cristal, a pocos centímetros del sillón—. Será mejor que me vaya.


—Paula —se levantó—. Perdona, yo... —inhaló aire y lo expulsó de forma sonora—. Solo quiero saber de ti. Y no sé nada —arrugó la frente, preocupado—. Hace unas semanas, me dijiste que no me hacía falta saberlo — dejó la taza junto a la suya—, pero entiende que me interese —se metió las manos en los bolsillos del pantalón.


—Yo no te pregunto sobre tu vida —se enfadó.


—¿Acaso no te interesa mi vida?


Paula se frotó la cara.


—Perdona, Pedro, no sé por qué he dicho eso... Claro que me interesa tu vida... —agachó la cabeza—, pero la mía no ha sido, ni es, como la tuya.


—Quiero conocerte —la tomó de las manos y las entrelazó con las suyas —. Lo que más deseo es que te abras a mí, que confíes en mí.


—No es que no confíe —lo miró, con sus gemas turquesas enrojecidas por las inminentes lágrimas—, es que me resulta difícil... —se le quebró la voz—. Y tú no lo entenderías, no comprenderías mi vida... Y tampoco sé si estoy preparada para contártela...


—Que no estés preparada, vale, pero no me digas que no lo entendería, porque no lo sabes —pronunció él, tajante.


A ella se le escapó un sollozo involuntario, que provocó que Pedro tirara de ella y la apresara entre sus brazos. La sintió vibrar. No quería permanecer en la ignorancia, si supiera lo que le había ocurrido... Un instinto de protección se clavó en su pecho, estrujándole el corazón sin piedad.


—Eres la primera y la única mujer que ha entrado en esta casa —le confesó Pedro.


—¿De verdad? —su expresión fue de incredulidad.


Pedro le secó las lágrimas con los dedos.


—Compramos este apartamento hace más de dos años —se tumbó en el sofá, boca arriba, recostando el cuello en los cojines; Paula lo hizo sobre su cuerpo, con total naturalidad—. Mis hermanos y yo impusimos una serie de normas —comenzó a acariciarle la espalda. Ella lo miraba, tranquila—. La principal de todas ellas era que ninguna mujer pisara esta casa.


—¿Ni siquiera una amiga? —se ruborizó—. ¿Nunca habéis hecho una fiesta?


—No y no, hasta que te invité para preparar la primera conferencia del seminario —sonrió con travesura.


—¿Por qué lo hiciste, entonces? —dibujó una tímida sonrisa.


—No sé —se encogió de hombros—, no lo pensé. Directamente, te invité. No sé por qué lo hice, la verdad —y era cierto, no tenía ni idea de por qué actuaba como actuaba en lo referente a esa mujer, su niña colorida.


—¿Alejandra tampoco...? —jugueteó con el cuello de su camiseta, nerviosa.


—Alejandra estuvo antes de que viviéramos aquí. Fue la decoradora.


—Pues no me gusta —refunfuñó ella.


Pedro la alzó para subirla hasta que sus rostros quedaron a la misma altura.


—Mi habitación es lo único que no decoró —le susurró, ronco, observando sus labios.


—¿Por qué? —inquirió, en un suspiro irregular.


—Soy muy celoso de mi privacidad —bajó las manos a sus nalgas, despacio.


—Yo la he invadido antes... —resopló, alterada por la caricia.


—Tú eres especial —le rozó la nariz con la suya—. Ya te lo he dicho, eres la única que ha estado aquí. Y me gusta... —le apretó el trasero, incendiándose los dos—, mucho... —lo moldeó a placer—, que estés aquí... —le levantó el muslo para que le rodeara la cadera.


Pedro... —gimió, escondiendo la cara en su cuello—. Lo de antes... Me ha gustado... mucho... Ha sido raro...


—Has perdido el control —adivinó él, cerrando los ojos, controlando la respiración para no jadear como un animal.


—Sí... Pero... ¿Tú no...?


—No te preocupes por mí —introdujo las manos por dentro del boxer.


Un error...




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