martes, 1 de octubre de 2019

CAPITULO 73 (PRIMERA HISTORIA)




A Pedro le latía el corazón tan deprisa que se le iba a salir del pecho de un momento a otro. 


Estaba en la cocina, arrodillado frente a la secadora, totalmente paralizado; en las manos tenía un conjunto de ropa interior, de un exquisito encaje blanco con transparencias, sujetador y braguitas brasileñas a juego.


La culpa era suya, por supuesto. Si no hubiera cedido a la tentación, si no hubiera rebuscado entre el montón de ropa que Paula le había dejado a los pies de la cama, no estaría en esa situación.


Esto no es propio de un dibujo animado, joder...


Se había imaginado infinitas veces lo que escondía bajo sus prendas coloridas, y también las normales, pero jamás se le había pasado por la cabeza que usara encaje y transparencias, tampoco braguitas brasileñas...


—¡Pedro!


Su nombre lo despertó del trance. Lanzó el sujetador y las braguitas como si lo hubieran quemado, accionó la secadora y se dirigió a su cuarto, de donde provenía la voz.


—¿Tienes un peine? —le preguntó ella, asomándose desde el baño.


—Claro —entró y abrió un cajón del lavabo. Sacó un cepillo—. Toma — en cuanto se giró, desorbitó los ojos.


Paula cogió el peine y se quitó la toalla de la cabeza, que se había puesto a modo de turbante. Una maraña pelirroja y mojada se desparramó por su espalda. Se colocó frente al espejo y procedió a desenredarse los cabellos.


La larga camiseta le alcanzaba la mitad del trasero. Él no podía dejar de examinarla como un demente perturbado... Pedro ladeó la cabeza, despacio, admirando esas nalgas redondeadas y prietas que tensaban los calzoncillos de un modo tan sugerente...


Necesito saber si no es una fantasía... Solo un segundo...


Estiró una mano y se las acarició. Jadeó al instante. Paula dio un respingo, pero Pedro estaba tan obnubilado que no se percató de nada que no fuera palpar, moldear y mimar su suculento trasero. 


Silueteó la tela elástica de los boxer con las yemas de los dedos, en cada pierna, observando cómo se erizaba esa suave y delicada piel. Alzó la amplia camiseta, situándose detrás, y bordeó los calzoncillos por encima de sus caderas. Notó la cicatriz.


Contempló el reflejo de aquella verdadera mujer a través del espejo. Su corazón se suspendió al descubrir que lo miraba con sus gemas turquesas entornadas, y respiraba con dificultad. 


Ella se mordía el labio inferior con tanta fuerza que pensó, convencido, que se haría una herida, por lo que posó la mano libre en su boca para tirar del labio y liberarlo. Con lo que no contaba era con que ella gimiera y le chupara los dedos con la punta de la lengua...


Se volvió loco. Despacio, le separó las piernas con una rodilla. Deslizó las manos por dentro de la camiseta, fascinándose por la tibieza de su piel, desde la curva pronunciada de su estrecha cintura, que lo inflamó, y ascendió hacia el inicio de sus pechos. Paula contuvo el aliento. Y Pedro los apresó entre las palmas.


—Joder, Paula... —susurró, ronco.


Le acarició los senos con una ternura que jamás creyó poseer. Los alzó, los oprimió, los pellizcó, sondeó su peso... Los examinó a través del tacto, con el ceño fruncido, concentrado, atónito ante tanta perfección, tanta delicadeza, tanta suavidad... Eran sublimes, se desbordaban un ápice de sus palmas.


Pedro... —gimió, arqueándose.


Él resbaló una mano hacia los boxer. La introdujo lentamente por dentro de la tela. Fue bajando... y bajando... y...


Si sobrevivo a esto, le pediré a Manuel que erija un monumento en honor a mi alucinante autocontrol...


Paula se dejó caer hacia atrás en su pecho, cerró los ojos y se humedeció los labios. Los dulces sollozos que emitió se sucedieron uno detrás de otro, mientras Pedro estimulaba con languidez su intimidad... mientras exploraba cada milímetro de piel... mientras disfrutaban los dos... Pedro estaba maravillado por tener a esa mujer entre sus brazos, entregándose a sus manos, confiando en él a ciegas. Escondía muchos secretos y, sobre todo, un intenso fuego que lo calcinaba, pero logró mitigar las llamas. Solo importaba ella.


Solo le importaba ella...


Las piernas de Paula se aflojaron. Pedro la sostuvo por la cintura sin dejar de acariciarla, al mismo ritmo pausado y resuelto, agónico para los dos, una mezcla explosiva, salvaje e incoherente... una mezcla impresionante.


Cuánto la deseaba...


Ardieron... Él estaba recibiendo el mayor de los placeres: Paula retorciéndose entre sus brazos... 


No existía nada comparable a tal belleza.


Nada. Jamás había experimentado tal estado de satisfacción, por tocarla, por exprimirla entre los dedos, por conducirla al paraíso...


Pedro se enajenó, jadeó y se mordió el labio. 


Tiró de la camiseta por la espalda, la estrujó, sin soltar a Paula, para deleitarse con la imagen de sus senos erectos estirando la tela. No, no había nada más hermoso que ella en ese preciso momento. Y no quería parar. Sabía que ella comenzaba a perecer, lo sentía en su propia piel, pero no quería detenerse.


Y Paula estalló.


—¡Pedro! —gritó, sufriendo los espasmos del increíble éxtasis que la poseyó.


Le clavó las uñas en las piernas, se curvó, le ofreció los senos sin pretenderlo... Él se estremeció, empujó las caderas contra las suyas y se restregó unos segundos, sin poder evitarlo, pero se frenó a tiempo de hacer el peor ridículo de su vida.


Cuando ella se relajó, exhausta y deliciosamente ruborizada, Pedro retiró la mano de su cuerpo, la cogió en brazos y la transportó al dormitorio.


Necesitaba distraerse, por lo que le peinó los cabellos. Se dio cuenta de lo cotidiano de esa escena y de lo mucho que le gustaba que Paula estuviera en su habitación, en su cama, sentada entre sus piernas, mientras él le cepillaba la melena recién lavada.


Arrojó el peine a los almohadones, la rodeó por la cintura y la acomodó en su regazo. La besó en la cabeza, después, en la sien, con los párpados cerrados, aspirando su aroma primaveral. Había utilizado su champú, pero seguía oliendo a flores, a sol, a ella...


—¿Tienes hambre? —le preguntó él al oído, rozándolo con la punta de la lengua.


—Sí... —suspiró, temblorosa.


—Paula... —gimió, girando la cabeza.


Se miraron. Pedro se inclinó, hechizado por esos labios que pretendía devorar otra vez. Sin embargo, un rayo de lucidez lo atravesó y retrocedió.


Tenía que calmarse. Se levantó.


—Voy a preparar la comida.


—Lo haré yo —pronunció ella, sonrojada—. Tú deberías ducharte para entrar en calor —lo apuntó con el dedo índice.


Él se había quitado las zapatillas y los calcetines, pero nada más.


—Quería invitarte a comer en los muelles —se revolvió el pelo—. No sé qué habrá en la nevera —se dirigió al baño.


Estaba nervioso, cada segundo gozaba más por que Paula estuviera allí y, ahora, dispuesta a cocinar para él.


—Muy bien —sonrió ella—. Veré qué encuentro —salió del dormitorio y cerró tras de sí.


No hay comentarios:

Publicar un comentario