lunes, 30 de septiembre de 2019

CAPITULO 72 (PRIMERA HISTORIA)




En ese instante, una moto gris oscuro metalizado aparcó en la acera, interrumpiendo sus pensamientos. El conductor se quitó el casco y se revolvió los cabellos. Paula suspiró al admirar a ese hombre que se había apoderado de su corazón, el cual latía de forma inestable.


Su doctor Alfonso llevaba las zapatillas grises de ante y los vaqueros claros gastados que tanto le gustaban a ella, que se pegaban como un guante a su trasero y a sus piernas —lo comprobó cuando él desmontó, de espaldas a la
cafetería—. La chaqueta de cuero, negra, que marcaba sus anchos hombros, hizo que Pau suspirara de deseo. La camiseta blanca, cubierta por un jersey gris oscuro fino le alcanzaba el final de las caderas, lo que pudo apreciar gracias al corte perfecto de la chaqueta. 


Suspiró de nuevo.


Está para comérselo, madre mía...


Se mordió el labio y gimió cuando Pedro se giró para entrar en el local.


Las mujeres ahogaron exclamaciones de asombro al verlo, por su atractivo y porque lo reconocieron de la prensa. Más de una se abanicó, otras pestañearon. Paula se enfureció.


—Son unas descaradas... —refunfuñó ella.


—Acostúmbrate, Pau. Los tres mosqueteros son muy guapos y tu novio es uno de ellos.


—Manuel, también —señaló adrede.


Su amiga enrojeció. Paula se carcajeó, divertida por su reacción, pero la alegría se esfumó en cuanto la hierbabuena la envolvió.


—Doctor Alfonso...


Espera, espera, espera... ¿Novio? ¿Rocio ha dicho que es mi novio?


—Paula —correspondió, serio, arrodillado.


Era tan alto que tenían los rostros a la misma altura y a escasos centímetros de distancia. Ella suspiró por tercera vez. Él sonrió y se sentó a su lado.


Sin gafas está soberbio, pero con ellas... ¡puf! ¡Y se las ha puesto hoy!


Una camarera se acercó a tomarle nota al recién llegado, camarera que se pegó demasiado a él.


—No quiero nada, gracias —Pedro apenas la miró.


—¿Está seguro? —ronroneó la mujer.


Pau alzó las cejas, incrédula; pero, de repente, una mano atrapó su muslo debajo de la mesa. Dio un brinco, no se lo esperaba. Y tal gesto ahuyentó a la ofuscada camarera, que lo había presenciado. Su doctor Alfonso ocultó una
sonrisa, sin retirar la mano ni moverla, abrasando a Paula por encima de las tupidas medias marrones. Ella se percató, entonces, de que había escogido unos shorts vaqueros demasiado cortos.


—Tengo que irme —anunció Rocio, incorporándose.


Pedro la imitó. A Pau le encantaba todo de él, pero su caballerosidad la desbordaba... ¿Cómo podía ser tan perfecto?


Paula también se puso en pie. Las dos amigas se abrazaron.


—Nos vemos mañana, doctor Alfonso—le indicó Rocio, tendiéndole la mano.


Pedro se rio, tiró de Moore y la besó en la mejilla con naturalidad.


—Creo que ya es hora de llamarme Pedro, ¿no te parece?


—Me parece perfecto, Pedro —asintió, feliz—. ¡Pasadlo bien! —le guiñó un ojo a Pau y se fue.


La pareja se quedó a solas. Se miraron el uno al otro.


—¿No te terminas el chocolate? —se interesó él, que se inclinó para coger la taza.


Las pulsaciones de ella se ralentizaron. Creyó que iba a besarla; sin embargo, el muy tunante solo estaba jugando.


—No quiero más chocolate —le susurró Paula, incapaz de pronunciar las palabras con claridad.


—¿Y qué quieres? —emitió, en el mismo tono, antes de terminarlo.


¡Ha bebido de mi taza!, gritó en su interior, eufórica perdida.


—Paula —le rozó la oreja con los labios al posar la taza vacía sobre el mantelito de tela—, ¿qué quieres?


—A ti...


¡Ay, madre!


Paula carraspeó. Pedro la contempló, respirando de manera tan acelerada como ella. Cogió su bufanda, que reposaba en la silla, se la enroscó en el cuello y la ayudó con la chaqueta, también de cuero, pero marrón y forrada por dentro para el frío. Pau estaba hipnotizada por sus ojos grises y se dejó abrigar como si se tratase de una muñeca. A continuación, Pedro se agachó y volvió a levantarse con los dos cascos.


—Vámonos —le ordenó él, permitiendo que Paula precediera la marcha —. Me gusta mucho cómo te has vestido hoy —le colocó el casco, sonriendo, seductor.


Ella se ruborizó. La verdad era que había dormido poco porque la noche anterior, al llegar a casa, se había probado el armario al completo... Se había decantado por algo cómodo, imaginaba que, como iban a pasar todo el día juntos, caminarían o montarían en moto. Los shorts vaqueros claros eran la opción más acertada y los había conjuntado con una sencilla camiseta blanca de manga larga, un fino jersey del mismo tono que la chaqueta y sus botines planos, beis, con hebillas, sus favoritos. El pelo se lo había dejado secar al aire, de hecho, aún estaba húmedo porque había salido de su apartamento con el tiempo justo para desayunar con Rocio. Y en cuanto al maquillaje, se le había olvidado con las prisas...


Se subió primero él a la moto. Pau lo hizo después y lo abrazó por la cintura con brazos temblorosos. Se incorporaron al tráfico. En uno de los semáforos donde tuvieron que parar, el conductor de un coche, a su izquierda, comenzó a rugir el motor mientras le dedicaba gestos lascivos con la lengua.


Paula se sobresaltó. La rigidez la poseyó. Pedro se dio cuenta, porque ella le apretó las caderas con las piernas, sin querer hacerlo, y giró la cabeza hacia el coche. Pau creyó escuchar un gruñido... Entonces, él se recostó sobre su cuerpo y le acarició lentamente una pierna con su mano enguantada, mientras miraba al conductor. Este desvió la mirada, al fin. Ella sonrió, Pedro la pellizcó con cariño y regresó a su posición inicial. Paula recostó la cabeza en su espalda y cerró los ojos.


Cruzaron el río Charles y se detuvieron, escasos minutos más tarde, en el puerto de la ciudad. Aparcaron en la línea de costa llamada Harborwalk. Esa zona de los muelles era uno de los lugares más bonitos de Boston, llena de preciosos embarcaderos.


—Dijiste que preferías caminar —le explicó él, al inicio del sendero compuesto por tablas anchas y gruesas de madera—. Pensé que te gustaría dar un paseo antes de comer.


Un tenue rubor tiñó los pómulos de Pedro


Paula se obligó a reprimirse, se hubiera lanzado a su cuello para darle un largo beso en los labios, pero había público presente. Que fuera tan atento con ella hacía que lo amara mucho más.


Anduvieron en silencio, con los cascos colgando del brazo, hasta la estatua de Cristóbal Colón, que estaba siendo fotografiada por numerosos turistas.


Familias, parejas, solitarios y grupos de amigos disfrutaban del domingo.


Paula suspiró, extasiada por los muelles y por estar con él, porque era una cita, aunque ninguno lo hubiera nombrado así.


Paula paró en una esquina. A una niña, se le había escapado el sombrero, ella lo atrapó al vuelo y se acercó para devolvérselo. La niña la besó en la mejilla a modo de agradecimiento. 


Paula la observó con el corazón encogido
hasta que escuchó un chasquido... Giró el rostro hacia el sonido. Otro chasquido instantáneo...


—¡No! —gritó ella, tapándose la cara con una mano y evitando reír.


Pedro la estaba fotografiando con el iPhone.


—Mírame.


—¡No! —repitió y empezó a retroceder.


Él avanzó, pero ella no frenó, sino que aceleró la marcha atrás. Pedro también aumentó la velocidad, sonriendo con picardía. Paula dio media vuelta y salió corriendo, ya entre carcajadas que no pudo reprimir más. Él la atrapó entre sus brazos por la cintura apenas unos segundos después.


—¡No! —chilló cuando la levantó en el aire.


—Baja la voz —le susurró al oído, riéndose—, van a creer que te estoy raptando en serio.


La gente, en efecto, los miraba, pero intentando esconder la diversión, sin éxito.


— Yo me dejaría raptar encantada si fueras tú mi captor...


Entonces, la bajó al suelo, le dio la vuelta y se apoderó de su boca con una pasión increíble... 


Los cascos cayeron al suelo. Pau jadeó y lo correspondió al instante, rodeándole la nuca, de puntillas. Pedro la pegó a su cuerpo con fuerza. Y no les importó nada, ni siquiera la lluvia que se desató en ese instante. Se devoraron con tanta ansia que gimieron sin control. Se apretaron el uno contra el otro. Sus lenguas embistieron con rapidez, poderosas, intensas...


Y, cuando sus dentaduras chocaron, se detuvieron, de golpe. Ella sonrió y le quitó las gafas, que se habían cubierto de vaho y de agua; su doctor Alfonso ofrecía una imagen muy graciosa y adorable a partes iguales.


—Trae que, como no me las ponga, a ver quién conduce ahora —bromeó él, guiñándole un ojo.


La soltó, muy a su pesar, y cogió las lentes, que limpió para colocárselas sobre el puente de la nariz.


—¿Tan cegato estás, doctor Alfonso? —le pinchó ella, agachándose para recoger los cascos.


—Depende de para qué...


Pedro entrelazó una mano con la suya y corrieron por el paseo hasta donde estaba la moto. Se montaron, empapados, y partieron rumbo a la casa de él. Aparcaron en el garaje. El Aston Martin de Manuel no estaba, tampoco el Mercedes de Bruno.


—¿Y tus hermanos? —le preguntó Paula, de camino al ascensor.


—Manuel se marchó por la mañana —se sacudió los cabellos, soltando gotas de agua—, no creo que aparezca en unos días. Y Bruno está de guardia.


—¿Por qué dices lo de Manuel? —le extrañó que se tomara unos días libres.


Subieron al piso número catorce. Los nervios de Paula afloraron a una velocidad alarmante. Estaba hecha un asco. Debería haber ido a su propio apartamento a cambiarse. Y, encima, estaban solos...


Ay, Señor... ¡Me va a dar un síncope, lo sé!


—Porque se ha ido temprano a Los Hamptons —le contestó Pedroabriendo la puerta.


—¿Los Ham... Hamptons? —pronunció ella, en un hilo de voz—. ¿Tenéis una casa en Los Hamptons?


Ya está, acabo de sufrir un ataque irreversible...


Él tiró de ella para entrar, se había quedado estupefacta y con los ojos desorbitados.


—La casa es de mis abuelos. En invierno, nunca hay nadie. Mi familia suele ir en primavera y en verano —cerró—. Dame la chaqueta y el bolso. 


Paula obedeció de manera autómata. Bastian se dirigió a la terraza, apoyó los cascos y el bolso en el suelo de madera, extendió los abrigos en las sillas que había a la derecha, se secó las gafas con el jersey y regresó.


—Tienes que cambiarte o te resfriarás —le dijo él, tomándola de la muñeca y arrastrándola por el pasillo, hacia la izquierda, hacia el extremo donde solo existía una puerta al final.


—Claro, pero me voy a... —las palabras se le atascaron en la garganta al entrar en una habitación de ensueño.


Aquello no podía ser un dormitorio... pero lo era. 


Sobrecogedor. ¡Gigante!


Y muy masculino, todo gris oscuro y blanco, seductor y hogareño al mismo tiempo. El aroma a hierbabuena era tan intenso que hasta se mareó unos segundos. La habitación de Pedro Alfonso.


Él la soltó y abrió el inmenso armario que ocupaba toda la pared, a la derecha. Sacó una camiseta de manga larga y unos calcetines. Se los entregó.


—Ponte esto mientras se seca tu ropa. El baño está ahí —señaló con el dedo una puerta a la izquierda, perpendicular a la majestuosa cama.


—Debería irme... —se dio la vuelta, pero Pedro la agarró del brazo.


—No me tengas miedo, por favor...


Paula lo miró, asustada por el temblor que había escuchado en su ruego.


—No es eso... —declaró ella, agachando la cabeza—. Es que necesito unos pantalones, no puedo... —suspiró, estaba muy nerviosa, demasiado—. No puedo andar por tu casa desnuda, porque... porque mi ropa interior también está... mojada —parecía que hubiera corrido una maratón cuando, al fin, terminó de formular su inquietud.


—Lo único que puedo ofrecerte son unos calzoncillos.


—Si no te importa...


Pedro asintió y sacó unos boxer negros con el logotipo de Calvin Klein sobre una franja blanca en la parte superior.


Un ataque fulminante...




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