lunes, 30 de septiembre de 2019
CAPITULO 70 (PRIMERA HISTORIA)
Pero para obtener las respuestas a sus inquietantes cuestiones, requería saber su apellido, un apellido también secreto, como su pasado, como todo lo que la rodeaba. Quizá, con su nombre, que era bastante poco común, podría investigar. No obstante, si Paula guardaba con tanto recelo su vida, Pedro no
debía hurgar. Pero la intranquilidad lo devoraba a pasos agigantados. No era curiosidad, sino una necesidad imperiosa de borrarle esa tristeza, de hacerla feliz. Ahora que empezaba a conocerla, había descubierto que sus eternas sonrisas poseían un toque de ahogo, como si pidiera a gritos ser rescatada de un tormento. Y Pedro estaba más que dispuesto a salvarla.
El poeta ha regresado...
—¡Vamos, peque! —Manuel la sacó a bailar al fin.
Pedro contempló a Paula, mientras esta se movía al son de la salsa con su hermano, que la abrazaba por las caderas adrede para picarlo.
¡Ella, encima, se reía!
¡Suéltala, joder!
Apretó los puños, conteniéndose. Más le valía aprender... Sospechaba que no sería la única canción que el idiota de Manuel bailase con ella. Y no se equivocó... Tras tres condenadas canciones, la pareja volvió a él, entre carcajadas. Pedro estaba tan cabreado que echaba humo y ella se percató, desapareciendo su alegría de inmediato. Él quiso estrangularse a sí mismo por
ello.
— ¡Si solo ha sido un baile, Pa! —se rio el astuto Manuel.
—Déjame en paz —se alejó del grupo.
Pidió un whisky solo y con hielo, en una barra pequeña que había a la izquierda de la orquesta.
En vez de saborearlo, se lo bebió de un trago.
El calor le quemó el pecho, lo agradeció. Le sirvieron otro y repitió el proceso.
Su iPhone vibró en el bolsillo interior de su chaqueta. Lo sacó.
Paula: ¿Odias otra vez a Manuel?
Emitió un gruñido. Tecleó la respuesta.
Pedro: Y a ti, también.
Paula: Eso es nuevo... ¿Qué he hecho yo?
Pedro: Tontear con mi hermano en mis narices, ¿te parece poco?
Paula: Yo no he tonteado con tu hermano.
Pedro: Sí, lo has hecho. ¡No soy ciego, joder!
Paula: ¿Estás celoso?
Pedro: ¡Claro que no!
Paula: ¿Cómo era? ¡Ah, sí! Has contestado demasiado rápido, doctor Alfonso...
No pudo evitarlo,Pedro soltó una carcajada.
Notó una presencia a su lado, pero no prestó atención porque le llegó otro mensaje.
Paula: Me gusta cuando te ríes.
Pedro: Qué voy a hacer contigo...
—Raptarme... —le susurró una candente voz al oído.
Él se giró, sobresaltado, y descubrió a la culpable de la agitación de su cuerpo, sonriéndole con esas gemas turquesas que destellaban extraordinarios fogonazos de luz, suspendiendo su corazón durante varios latidos.
—Ya han tocado las campanadas —dijo Paula, entrelazando una mano con la suya.
—Pues vamos, Cenicienta —tiró de ella y la rodeó por los hombros—. Te llevo a casa.
No se despidieron de nadie. Salieron del hotel y tomaron un taxi hasta el portal de Paula. La acompañó hasta la puerta.
—Te recojo a las once —le indicó Pedro, antes de besarle los nudillos sin dejar de admirar sus preciosos ojos—. Dulces sueños.
Ella suspiró de manera irregular y asintió. Pedro la soltó, retrocedió unos pasos y se detuvo.
—Hasta que no vea la luz, no me iré —le recordó él, serio.
Paula se mordió el labio, observó la calle, desierta a ambos lados, y corrió hacia Pedro, que enseguida le abrió los brazos. Se arrojó a su cuello y él la alzó sin esfuerzo, encantado por lo menuda que era, quedando los dos rostros a la misma altura.
—Pedro...
—Joder... Adoro que digas mi nombre...
—Solo tú y yo...
Él la besó como respuesta. Ella bebió de su boca, totalmente entregada a él... Pedro se enajenó. Aquella mujer lo desbordaba. Llevaba semanas en un persistente estado de excitación.
La erección no disminuía un ápice y la culpa era de esos labios que estaba acariciando con la lengua, que succionaba como un loco entre los suyos... La bajó al suelo, la sujetó por la nuca y engulló su boca entre jadeos, respirando de un modo tan acelerado que pensó que moriría. Y Paula gemía de manera tan descontrolada como él.
Oh, Señor... Definitivamente, esto no es normal... Ella tiene razón, no es real... No se puede sentir tanto con un jodido beso... ¿o sí? ¡Por el amor de Dios!
Pedro ardió. Sus pantalones estaban tan tensos que estallarían en cualquier momento, por lo que se detuvo. Su interior bramó al observar esos labios magullados, enrojecidos y mojados por su culpa.
—Sube ya —le ordenó Pedro, apartándose.
Ella le dedicó una sonrisa y obedeció.
Había sido rudo, pero estaba tan caliente que cometería una locura si seguían besándose. Esperó a que encendiera la luz y se asomara a la ventana.
La expresión de cariño de Paula casi le hizo subir a por ella, pero emprendió el camino a casa. Requería una ducha de agua helada urgente.
Y se duchó con agua muy fría. Y gimió como un auténtico imbécil al pensar en ella. Dirigió una temblorosa mano hacia su erección.
—Joder...
No pudo, sabía el resultado: lo dejaría vacío; el alivio apenas duraría unos segundos, después retornaría al punto de partida: la soledad. La deseaba de todas las formas posibles y en todos los rincones de su apartamento: en su cama, sobre la alfombra, contra la pared, en el sofá, en la cocina, bajo el chorro de la ducha, en la terraza con las vistas de la ciudad de fondo... ¡Hasta en su despacho, en casa de sus padres, en el hotel Liberty, en la moto...! Y la quería ya.
Pero ella era una delicada flor inocente. Debía armarse de paciencia, pero cada día era un suplicio mayor. Tres semanas hacía desde que se habían besado por primera vez, las mismas tres semanas que llevaba delirando de deseo por esa niña colorida.
No, tres semanas no... Llevas meses soñando con Paula...
Ahora que lo pensaba, las noches que se había acostado con Alejandra en los últimos ocho meses habían sido las de los jueves, no todos, pero sí algunos jueves.
Esto se complica...
Tanto pomelo, tanta fresa y tanto plátano que no probaba desde hacía ocho condenados meses por miedo... Miedo de volverse dependiente, miedo de no saber reaccionar, miedo de hacer el ridículo. Se sentía como un adolescente anclado, como Peter Pan, el niño que nunca creció, con la diferencia de que Peter Pan decidió no avanzar; Pedro, en cambio, sí quería, pero algo se lo impedía. Una presión en el pecho le dificultaba la entrada de aire, y su cerebro tampoco estaba viviendo su mejor momento...
Siempre había sido un hombre de emociones controladas. Con esfuerzo, dedicación y paciencia obtenía cada meta que se proponía: una buena calificación en la carrera, un extraordinario expediente por su residencia en el hospital, una operación de éxito, un gran puesto de trabajo, una buena relación con su familia, una atractiva mujer entre las sábanas, una impresionante cuenta bancaria que crecía y crecía... La lista era extensa, pero ya nada de eso le importaba.
Apenas durmió esa noche. No dejó de pensar en Paula, en su sonrisa, en sus ojos, en sus pecas, que esa noche no había apreciado por el maquillaje.
¿Tendría más en el cuerpo?, se preguntó cientos de veces. Rodó en la cama, se levantó, paseó, bebió agua, contempló Boston a través de la cristalera de la terraza, se tumbó en el sofá, encendió el televisor... Nada, Paula no se marchaba de su cabeza ni de su cuerpo.
A las cinco de la madrugada, Manuel entró en casa. Su aspecto era deplorable: la pajarita colgaba deshecha en su cuello, la camisa estaba abierta hasta la mitad del pecho y por fuera de los pantalones, y la chaqueta había sufrido una batalla en las solapas. Su cara, además, era todo un amasijo de consternación.
—¿Qué? —le sonrió Pedro, incorporándose del sillón—, ¿te han plantado esta vez?
—Nunca me plantan —contestó su hermano, con arrogancia.
—¿Te han rechazado?
—Jamás me rechazan —siseó, furioso por la cuestión planteada.
—Entonces, ha sido un fracaso.
—No —negó Manuel, de repente, ensimismado—. Ha sido el mejor polvo de mi vida...
Pedro frunció el ceño. ¡Lo que daría él por estar en su situación! Al menos, así cierta parte de su anatomía dejaría de dolerle...
—¿Eso es malo? —quiso saber Pedro, extrañado.
—Sí —asintió su hermano lentamente—, porque no se va a volver a repetir.
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