domingo, 20 de octubre de 2019
CAPITULO 136 (PRIMERA HISTORIA)
Sara y Carlos los dejaron solos.
—¿Cómo sabías dónde estaba? —quiso saber Paula.
—Pensé que el haber desempolvado el pasado habría removido tus fantasmas. Estabas tan asustada... Cuando saliste a la calle y te montaste en el taxi... —la apretó un instante—. Tuve tanto miedo de perderte... Más que con el atropello, te lo aseguro... Fue mi padre quien dijo que estabas escondida y que, pronto, aparecerías. Recordé lo que hacía tu madre contigo y creí que habrías vuelto a tu habitación —añadió con rudeza—. Al verte aquí... —se mordió la lengua.
—Solo tú me has encontrado, Pedro... Me salvaste el día que te tiré el chocolate —suspiró, serena, aliviada.
—No habrá más secretos entre nosotros —le peinó los cabellos con los dedos—. Estoy harto...
—Todavía queda uno —se ruborizó, entrelazando las manos a la espalda y balanceándose sobre sus pies, atacada de los nervios—, pero tendrás que esperar unos días.
—Espero que sea el último secretito —gruñó Pedro, tomándola de la mano y tirando para salir de la casa—. No he conocido mujer más misteriosa que tú, joder.
—Esa boca, doctor Alfonso —se carcajeó ella.
Pedro se contagió de su felicidad, la alzó en el aire y la llevó al exterior.
Entonces, la bajó a la acera e, inmediatamente, Paula recibió un abrazo tras otro. Catalina, Samuel, Manuel, Bruno, Rocio, Ernesto, Jorge, Ana, Miguel, Sara, Stela... Todos le brindaron su apoyo sin necesidad de escuchar su versión de los hechos, ignorando las acusaciones de Georgia. Él se sintió el hombre más orgulloso del mundo; primero, por la suerte de haber conocido a Paula; segundo, porque lo amaba tanto como él a ella, y, tercero, por la maravillosa familia que tenía.
Su padre le tendió las llaves del Rolls Royce. Pedro le entregó las de la moto a Manuel y condujo el coche, junto con Paula, Sara y Carlos, hacia Jamaica Plain. Entraron en la casa de Chaves por una puerta trasera de la residencia. Abuela y nieta se acomodaron en el salón. Él acompañó a Carlos al despacho.
—¿Sabes por qué no hay un solo cristal en esta casa? —le preguntó Chaves, sentándose en la silla de piel—, ¿o por qué todas las ventanas están siempre tapadas por algún estor sin cuerdas, bloqueados en la misma posición?
—Por Paula —adivinó al instante, apoyándose en la pared, al lado de la puerta.
—No quería tener nada que le recordase a su madre, y la cicatriz es un recuerdo constante de por vida.
—¿No hay posibilidad...? —se interesó Pedro, cambiando de rumbo la conversación.
—Estuve once meses ingresado en el hospital —recostó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos—. Me sometieron a treinta y seis intervenciones. Llegó un momento en que no pude continuar. Me negué. Compré esta casa y me encerré. Me aislé. De vez en cuando, ayudo con los pacientes de la residencia, pero me canso muy rápido y me cuesta respirar. Hay días que no me levanto del sofá. Sé que esto no es vivir.
—¿No lo intentarías de nuevo? Han pasado ocho años, quizá...
—No —lo cortó, seco—. Tengo que echarme pomadas tres veces diarias en todo el cuerpo. Prefiero eso a que me operen otra vez —y añadió con rudeza—: esos once meses en el hospital fueron mucho peor que los continuos dolores que sufro cuando tengo que aplicarme las cremas desde hace ocho años...
—Si necesitas ayuda, no me asustaré.
Chaves lo contempló, penetrante, y dijo:
—No soy ningún inválido, puedo hacerlo yo solo, pero te lo agradezco. De momento, quiero ser el único que me vea como realmente soy.
—¿Paula nunca...?
—En los últimos ocho años, no —se irguió en el asiento—. Solo me ha visto una vez y, créeme, no se repetirá —su voz se tornó más rasposa—. Le prohibí la entrada en la habitación del hospital. Al verme sin las vendas... su cara fue de horror, pero no por mis quemaduras, sino porque fue en ese instante cuando comenzó a culparse del incendio. Me vio y se condenó — respiró hondo—. No la vi en esos once meses, se quedó con mi madre. Mis suegros desaparecieron de su vida a raíz de la muerte de Alicia y Carolina. Le pidieron perdón a Sara, pero no se acercaron nunca más a Paula y a mí.
—Sé que no sirve de nada —dijo Pedro, frunciendo el ceño—, pero lo siento mucho.
Carlos se rio.
—Siempre fuiste muy sentido —comentó su mentor, levantándose—, por eso, eras mi preferido. Tu hermano Manuel tenía una mente brillante y Bruno, recuerdo lo despistado que era —se carcajearon los dos—, pero tú... — avanzó lentamente, estaba agotado—. Eras especial, Pedro, porque siempre mirabas más allá de la ciencia. Un buen médico, en mi opinión, debe operar con mente y corazón. Eso que dicen de que hay que separar los sentimientos es mentira. Nos regimos por ellos, salvamos vidas, o lo intentamos, pero lo hacemos entregando las nuestras sin importar nada más que los demás. Y, para mí, es el mejor regalo que seas, precisamente, tú quien cuide de mi hija, Pedro. Protégela siempre.
—Nunca dejaré de hacerlo —declaró con solemnidad.
—Lo sé, muchacho —le tendió la mano—, lo sé...
Pedro se la estrechó con cuidado.
La joven pareja se despidió de Chaves y de Sara, pues la anciana decidió acompañar a su hijo esa noche, y regresaron a la mansión.
Los señores Alfonso habían invitado a los presentes a chocolate caliente y dulces en honor a Paula. Charlaron y rieron hasta el amanecer.
Algunos se marcharon con la promesa de verse pronto, como Stela, Sullivan y Rocio; sus hermanos se dirigieron al apartamento y sus abuelos ocuparon una de las habitaciones libres de la casa de sus padres.
Él cogió en brazos a su novia, que se había quedado dormida en un sofá, y la transportó a la que fuera su cama de adolescente. Se tumbó a su lado, de perfil los dos, enfrentados. La contempló, impresionado por los últimos acontecimientos. Georgia Graham pagaría por sus actos, de eso estaba convencido. Rezó una plegaria para que el policía localizara al tal John Smith lo antes posible.
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