sábado, 19 de octubre de 2019

CAPITULO 135 (PRIMERA HISTORIA)




Apenas diez minutos después, estacionaba la moto frente a una casa abandonada, sin ventanas, sin vida en el que había sido el jardín delantero, con la reja corroída, los ladrillos ennegrecidos, los cristales rotos... Todas las
casas eran adosadas. ¿Por qué no la habían tirado y construido una nueva? ¿Por qué permanecía intocable?


Respiró hondo y entró en la propiedad. Probó a girar el picaporte y la puerta se abrió. Sigiloso, recorrió la primera planta. Las estancias estaban
vacías y cubiertas de polvo. La humedad inundaba las paredes, el empapelado estaba levantado y enrollado a su antojo.


Escuchó un murmullo.


Aguzó el oído, mientras se acercaba a la escalera. Subió al segundo piso lentamente. Su corazón se disparó al reconocer cierta melodía en ese murmullo... Contempló los tramos de peldaños y el hueco de una ventana en la entreplanta, que daba a la parte trasera de la casa. La cicatriz de Paula... Se le encogió el pecho al recordar la historia de su accidente. Se obligó a serenarse, no podía desfallecer, ella lo necesitaba. Y asomó la cabeza en la habitación de la izquierda.


—Pedro...


—Paula...


Estaba sentada en el suelo, pero, al verlo, se levantó. Corrieron el uno al otro y se abrazaron a mitad de camino.


—¡Pedro! —lloró, histérica.


Él la apretó contra su cuerpo. Ambos temblaban, de miedo, de alivio... Las piernas no le sostuvieron más y se le doblaron, pero no la soltó, sino que la estrechó a punto de romperle los huesos. Ella se colocó a horcajadas sobre su regazo y lo envolvió con los brazos, estremecida, tiritando. El alivio era tan grande que Pedro también se desahogó. Cerraron los ojos. No supo el tiempo que permanecieron así.


Oyó coches aparcando, pasos cada vez más cercanos, pero nadie los interrumpió.


Paula se hizo un ovillo, aún llorando. Él no se alejó un solo milímetro.


—Es cierto —le confesó ella en un susurro—. Fue mi culpa, Pedro... Cuando recibí el alta, mis abuelos maternos vinieron a recogerme al hospital para llevarme con mi madre. Yo me negué. Estaba con mi tía y mi abuela. Les supliqué que no lo hicieran, les grité que no quería irme con ella. Sara y Caro me protegieron —se sorbió la nariz—. Tenía miedo de caerme por las escaleras otra vez, o de que me encerrara... Mi padre no estaba en la habitación porque, según mi tía, no podía acercarse a mis abuelos ni a mi madre, la policía se lo había prohibido.


Pedro gruñó, no pudo evitarlo.


—Al final, me fui con mi tía —continuó Paula, sin variar el tono triste y apagado de su voz—. Mi abuela Sara se quedó esa noche con nosotras. Me preguntaron por qué no quería estar con mi madre y les conté la verdad, les conté lo que pasó desde que se separaron: los gritos, los encierros, los insultos, lo de mi amigo Alex... Todo —suspiró—. Me quedé dormida. Cuando me desperté, era de noche y solo estaba mi abuela. La vi llorando y me asusté. No me dijo nada. Llamé a mi padre, pero no me cogió el teléfono, lo que significaba que no estaba en su casa. Tampoco sabía nada de Carolina. Me puse el abrigo y salí a la calle con mi bicicleta. Siempre iba en bici a todas partes —sonrió, nostálgica—, mi padre me la regaló y mi tía me enseñó a montar. »Vine a casa de mi madre, aquí. Desde el porche, se escuchaban los gritos. Los tres discutían. La puerta estaba abierta. Entré y me escondí en la entrada. Mi madre estaba borracha, como siempre. Ella y Carolina lloraban, enfadadas, se reprochaban cosas que yo no entendía. Mi padre también estaba furioso y acusaba a mi madre de haberlo engañado antes de que yo naciera. Y se volvió loca... Empezó a lanzarles cosas: libros, revistas, velas, cojines... Arrojó la botella que tenía en la mano. Se hizo añicos en el suelo, pero algunos cristales le saltaron a mi tía en la cara. Carolina chilló. Mi padre se la llevó de allí para curarla. »Nunca odié tanto a mi madre como en ese momento —rechinó los dientes —. La odié con toda mi alma por hacerle daño a mi tía... Muchas noches, cuando rezaba antes de acostarme, le pedía a Dios que me regalara una nueva mamá, y que esa mamá fuera Carolina. Quería una nueva familia: mi padre, mi tía,
mi abuela Sara y yo. Todos juntos y felices en una misma casa —se encogió de hombros—. Lo peor de todo era que no me sentía mal al pensar así, al desear eso, al odiar a mi madre... Nunca jugó conmigo, nunca me dio la mano por la calle, nunca me arropó, nunca me contó un cuento... ¿Sabes quién sí lo hizo?


— Tu verdadera madre —sonrió él con dulzura—, Caro.


Ella asintió, llorando de nuevo. Pedro le besó la cabeza, acunándola en su pecho con infinita ternura. La emoción lo abrumó. Y la rabia lo poseyó. ¿Cómo una madre podía actuar así con su propia hija?


—Entré en el salón —prosiguió Paula, tranquila—. Mi madre se puso a chillar, a insultarme, como hacía siempre, pero ese día no me afectó. Cogí las botellas que había y las vacié delante de ella por todo el salón. Quería hacerle daño: quitarle lo que más le gustaba. El salón olía fatal... —respiró hondo—. Mi padre y mi tía escucharon el jaleo. Cuando vi la cara de Carolina... —meneó la cabeza—. Estaba ensangrentada... —apretó la mandíbula—. No lo pensé. A mi madre le encantaban las velas, y las cerillas abundaban en mi casa. Cogí la primera caja de cerillas que vi. Sabía que el alcohol prendía. »Mi madre me gritó que no me atrevería, que era igual de cobarde que mi tía. Eso fue lo que hizo que guardara la cerilla en la caja... Me recordó lo mucho que me parecía a Carolina, sonreí y se lo agradecí. Te prometo, Pedroque me sentí tan bien en ese momento al saber que me parecía tanto a mi tía... —se sorbió la nariz—. Y eso la enfadó. Me quitó la caja, encendió una cerilla y la dejó caer en la alfombra —le recorrió un horrible escalofrío—. Mi padre corrió hacia mí y me sacó a la calle. Al segundo, las llamas devoraron todo...
Regresó a por mi tía, pero no salieron... Los bomberos sacaron a mi padre cuando consiguieron apagar el fuego.


El llanto retornó. Ella le estrujó la ropa entre los dedos, temblando como nunca.


Pedro la tomó por la nuca, obligándola a mirarlo.


—No fue tu culpa, Paula.


—Sí... Si yo no hubiera vertido el alcohol, mi tía estaría viva y mi padre...


—No fue tu culpa —repitió con fiereza, interrumpiéndola.


Pedro tiene razón —dijo una voz masculina a su espalda.


Los dos se giraron.


—Papá... —pronunció Paula, atónita al verlo allí.
Carlos Chaves, con los guantes y la venda cubriéndole la piel, los observaba desde el marco de la puerta de la habitación. Sara estaba detrás, limpiándose con un pañuelo las incesantes lágrimas que rociaban su cara.


—Tu madre era una mala persona, hija —le dijo Carlos—, pero hizo una sola cosa buena en toda su vida: tú. Si no llega a ser por su engaño, yo no te tendría a ti, cariño. Y eso es por lo que jamás me arrepentiré de nada de lo que pasó, ni antes ni después del incendio —avanzó a su característico paso lento, pero decidido—. Echo muchísimo de menos a mi Caro... —se le quebró la voz —, pero te miro y la veo a ella en ti, y eso es un doble regalo, porque eres mi hija y porque eres el vivo retrato del amor de mi vida.


Ella se levantó y lo abrazó con cuidado. Chaves la correspondió con su escasa fuerza, resultó evidente cuánto sufría ese hombre a consecuencia del incendio.


—No me siento orgulloso por haber traicionado a tu madre —declaró Carlos—, pero tampoco me arrepiento. Lo único que lamento es no haberte protegido como debía...


—No, papá —negó con la cabeza, sonriendo—. Siempre estuviste conmigo. Cuando me encerraba, pensaba en ti y en la tía. Mamá nunca consiguió que te odiara o que la odiara a ella.


—Hija mía, ¿podrás perdonarme algún día? —la rodeó de nuevo.


—¿Y tú a mí, papá? —lloró—. Lo siento tanto... ¡Yo le di la idea a mamá! ¡Yo! 


Chaves la agarró por los hombros, zarandeándola.


—No, Paula —zanjó, furioso—. Tú no prendiste la cerilla. Lo sabes. Tú estabas allí. Dilo tú ahora.


Paula giró el rostro y observó a Pedro. Caminó hacia él.


Pedro...


—Paula —sonrió, rozándole el rostro con los nudillos.


—Yo no... —suspiró, trémula—. Yo no prendí... la cerilla... —pronunció, al fin.


Pedro se petrificó. La había pronunciado para él, no para su padre, solo para él... Se le formó un grueso nudo en la garganta. Incapaz de articular palabra, la atrajo hacia su cuerpo, envolviéndola en su calor. Ella se rio con dulzura, el sonido más celestial que había oído Pedro en toda su vida.


Carlos posó una mano en la espalda de Pedro. Paula tenía los párpados bajados y la cara en la otra dirección, por lo que no se percató. Chaves inclinó la cabeza en señal de respeto, con los ojos brillantes, un gesto que le devolvió Pedro de inmediato.




1 comentario:

  1. Al fin se sacó todo ese peso de encima Pau. Me encanta cómo la contiene Pedro.

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