martes, 26 de noviembre de 2019

CAPITULO 85 (SEGUNDA HISTORIA)




El restaurante era pequeño. A través de los dos grandes ventanales en la fachada, a ambos lados de la puerta de madera, contó quince mesas cuadradas, con manteles a cuadros verdes y blancos, de cuatro comensales cada una.


Quedaban dos libres. Detrás de las mesas, a la izquierda, había una cristalera, por donde se podía ver cómo cocinaban, y, a la derecha, una cortina corrida de color verde oscuro.


—¡Luigi, Paula está aquí! —gritó una mujer mayor, con acento italiano, corriendo hacia ellos en cuanto entraron—. ¡Mi niña! —abrazó a Paula.


La anciana tenía la piel de un tono aceitunado, las caderas anchas, una nariz prominente y los ojos negros, como su atuendo sobrio y de luto; un mandil a juego con los manteles se anudaba a su cintura; su semblante alegre y emocionado revelaba una dulzura que contrastaba con sus facciones, en exceso fuertes para tratarse de una mujer, una combinación que resultaba fascinante.


—¡Francesca! —saludó ella, con una sonrisa radiante.


Francesca observó a Pedro con una mirada inquisidora. Lo analizó de los pies a la cabeza. Después, dibujó una gran sonrisa en su arrugado rostro.


—Tienes muy buen gusto, niña. Es muy guapo tu acompañante.


—Es mi marido —anunció Paula—. Francesca, te presento a Pedro Alfonso.


—¡Marido! —se cubrió la boca con las manos—. ¡Luigi, que la niña se nos ha casado! —y añadió, dirigiéndose a Pedro—: Es un placer, muchacho.


—El placer es mío —convino él, tomándola de la mano para besarle los nudillos.


La anciana se rio con coquetería, un gesto que le encantó.


El local olía a salsa de tomate y a una mezcla de diferentes quesos que hizo rugir su estómago.


Salió un hombre de la cocina, delgado y alto, pero no tanto como Pedrotenía el pelo negro como el carbón y canas en las sienes, además de una mirada autoritaria; la nariz era la misma que la de Francesca, por lo que dedujo que se trataba de su hijo, Luigi. A medida que se acercaba, el hombre se erguía más y enarcaba una ceja sin apartar los ojos de Pedro, con quien
parecía querer batirse en duelo. Él sostuvo aquella mirada, frunciendo el ceño, sin amilanarse. Su interior se revolvió. No había duda: Luigi era más que el antiguo jefe de su mujer, era como un padre, uno de verdad, no Antonio Chaves.


—Doctor Pedro Alfonso, supongo —lo saludó el dueño del restaurante, extendiendo una mano. Su acento italiano apenas se notaba—. Soy Luigi Bassi.


Los dos se apretaron, midiendo su fuerza.


—Luigi, por favor... —lo avisó Paula, abochornada.


El hombre se soltó.


—Mi pequeña —la abrazó con cariño—. He tenido que enterarme por la prensa de que te habías casado —la reprendió con severidad—. Y nada menos que con el padre de tu hijo —observó a Pedro con desagrado.


—Lo siento, Luigi —se disculpó ella, con pesar—. Todo fue muy rápido y...


—No te justifiques conmigo, pequeña —la besó en la mejilla y la condujo hacia una mesa.


Pedro los siguió, enfadado. Lo que prometía ser una noche memorable acababa de torcerse... 


¿Qué problema tenía el italiano?


El local resultaba acogedor y la luz era la justa para favorecer la intimidad.


Había una lamparita en cada mesa y otras, repartidas por las paredes. Se acomodaron pegados al ventanal derecho, en una esquina. Él le retiró la silla a su mujer, que le sonrió tímidamente, y se sentó a su izquierda. Dejaron los abrigos en una tercera silla.


—Me gustaría enseñar el restaurante a tu marido, ¿te importa, pequeña? — le preguntó Luigi a Paula.


—Claro. Aquí os espero.


—¿Doctor Alfonso? —el hombre sonrió sin humor.


—Solo Pedro —contestó él con sequedad, poniéndose en pie.


Traspasaron la cortina y entraron en el área de descanso de los empleados, donde estaba, en efecto, el billar. El italiano se detuvo, se giró y lo apuntó con el dedo índice.


—Si vuelves a hacer daño a Paula, tú y yo tendremos más que palabras. No me fío un pelo de ti, doctor Alfonso.


—¿Para esto quería enseñarme el restaurante? —se cruzó de brazos.


—Paula es como una hija para mí —avanzó—. La abandonaste estando embarazada. Te desentendiste del bebé. Eso no lo hace un hombre —escupió.


—¡Luigi! —lo reprendió Francesca, que se unió a ellos con el semblante cruzado por el enfado—. Deja en paz al chico. No eres nadie para inmiscuirte.


—¡Por supuesto que lo soy, madre! —se quejó el italiano, gesticulando con las manos—. Paula es mi pequeña y no permitiré que cometa el error de estar con él.


—Pues ya es un poco tarde, ¿no crees? —rebatió la anciana con los puños en la cintura—. Ha sido su decisión casarse con Pedro, respétala o tendrás un problema con Paula.


—Yo no me desentendí del bebé —les aclaró Pedro, rechinando los dientes —. No sabía que estaba embarazada cuando se marchó a Europa.


—Pero Paula nos dijo... —comenzó el italiano, pero se detuvo. Chasqueó la lengua—. En cualquier caso, no me caes bien. Eres un mujeriego. No me gustas.


—Tú a mí, tampoco.


—Basta, los dos —los cortó Francesca—. Ve con Paula, Pedro —y añadió a su hijo—: A la cocina, Luigi, pero ya.


Los dos hombres obedecieron a regañadientes, irradiando chispas venenosas por los ojos. Pedro necesitó respirar hondo antes de sentarse, pero no se calmó.





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