martes, 28 de enero de 2020
CAPITULO 115 (TERCERA HISTORIA)
Se encontraban en el último piso, el tercero, con acceso a una de las dos torres; la otra pertenecía a las dependencias de sus abuelos.
Sus hermanos y sus padres tenían sus zonas en la segunda planta. Podían gritar cuanto quisieran, que nadie acudiría al rescate.
Estaban prácticamente aislados.
Ella se quedó parada en el pequeño hall, con los ojos muy abiertos y una mano en el corazón.
—¿Todo esto es tuyo?
—Sí. Le enseñaré su cuarto, señorita Chaves.
Paula dio un respingo. Pedro no pensaba tutearla ni ablandarse. ¿Amigos?
¿Desde cuándo los amigos se besaban y se acariciaban? Claro, que hacía ya tres días que se habían besado y acariciado...
La actitud de ella había cambiado desde la llamada de Karen, unas horas atrás. No lo había mirado y acababa de confirmar que eran amigos.
Bueno, pues yo no quiero ser su amigo, ¡y estoy harto de estar detrás! Se acabó. Si me quiere, que venga a mí. Punto y final.
El recibidor estaba decorado con una mesa alargada pegada a la puerta, un ventanal ancho, al fondo, que ofrecía las vistas a la arboleda que escondía el estanque de peces de colores y, por consiguiente, la piscina, y un inmenso cuadro impresionista en tonos rojo, blanco y negro en la pared de la derecha, al lado de la escalera que subía a la torre.
Se dirigieron a la izquierda, traspasaron el hueco existente y se introdujeron en el salón, con biblioteca y sala de estudio nada más entrar, a la derecha, vacías desde que terminó Medicina. Las cortinas y los muebles eran blancos; los cojines, las alfombras y los asientos, negros. Ya desde niño, Pedro Alfonso había sentido predilección por el negro, como su padre, y ese pabellón contenía su marca registrada: modernidad, geometría simple, sencillez y un toque de sombras. Las sombras representaban sus temores a defraudar a su familia, a no alcanzar la grandeza de sus hermanos, secretos que solo conocía cierta leona blanca.
Presionó los interruptores. Las lámparas eran de pie, una en cada rincón, con el talle alto, fino y curvado y una pantalla grande, fruncida y blanca. Se creaba así un rombo oscuro en el centro de la sala, justo donde se encontraba el sofá alargado, los pufs, el baúl que hacía de mesa baja y la televisión ultraplana y demás aparatos tecnológicos que reposaban en un mueble con cajones abiertos.
Más cuadros impresionistas, como el del recibidor del pabellón, colgaban de las tres paredes con marcos negros y de diferentes tamaños; la cuarta pared, la de la derecha, era una cristalera que accedía a la terraza rectangular, cuya barandilla, de un metro de altura, era de piedra gris, como el resto del castillo, y con vistas a la piscina y al estanque.
Lo peor de todo era la temperatura que se respiraba en verano. Constituían las estancias más calurosas de la mansión, que en otoño, en invierno y en primavera se agradecía, pero en ese momento, no. Ya notaba el sudor formándose en su nuca. Solo con mirar la chimenea de piedra, a la izquierda, se asfixió.
Atravesaron la estancia. Al fondo, en las dos esquinas, existían dos huecos; cada uno conducía a una habitación y estas, a su vez, comunicaban al baño, emplazado entre las dos. Ya no había más salas.
Se metieron en la estancia de la derecha, la más grande.
—Su habitación, señorita Chaves.
Dejó su maleta encima del gigantesco lecho, a la derecha, debajo de una de las dos ventanas; la otra se hallaba enfrente. El cabecero alcanzaba el principio del cristal.
—¿Puedo ver tu habitación? —preguntó Paula, recelosa.
—No, es privada. Voy a cambiarme —salió al salón.
—Si no hay puertas, puedo verla, ¿no?
—¿Qué problema hay con la habitación, joder? —inquirió Pedro, observándola, irritado.
—No me mientas, Pedro—posó las manos en la cintura y adelantó una pierna.
—¡Qué bien! —ironizó—. ¿Vuelvo a ser Pedro?
—Eres tú quien empezó con señorita Chaves —lo señaló con el dedo índice.
Él soltó su equipaje, que aterrizó en el suelo con un golpe seco.
Estaban, en ese instante, detrás de la televisión, pisando una alfombra mullida y rectangular.
—Esto es increíble... —masculló Pedro, entornando los ojos e inclinándose—. ¿Amigos, Paula? ¿Eres mi amiga? ¿Te lo crees cuando lo dices?
—Así que es eso... —levantó una ceja—. ¿Te has enfadado porque he dicho que soy tu amiga? Eres un niño.
Él se ruborizó, molesto.
—Es que soy tu amiga —declaró ella, tranquila.
—Tú y yo nunca hemos sido amigos, señorita Chaves.
—Es evidente que no, doctor Pedro —rechinó los dientes.
—Haz lo que te plazca —cogió la maleta otra vez—. Yo me pondré el bañador y me iré a la piscina.
—¿A estas horas?
—Cena con los demás, no me esperes.
—¿Que no te espere? —repitió en un tono agudo—. Estoy aquí por ti, Pedro. ¿Me vas a dejar sola?
—No soy una jodida niñera, Paula —escupió, rabioso—. Somos adultos y, según tú, amigos, ¿no? —sonrió sin humor—. Que yo sepa, los amigos no están pegados como lapas —añadió aposta—. Además, estamos de vacaciones y yo, en vacaciones, no me sujeto a un horario normal. Pregunta a mis hermanos si no me crees.
—No te he pedido que seas mi niñera —se sonrojó, tímida y disgustada al mismo tiempo—. Tampoco he dicho que somos amigos para molestarte o que te pegues a mí como una lapa. Lo siento si te he incomodado —respiró hondo —. En vez de enfadarte conmigo, deberías preguntarme primero —se dio la vuelta y se alejó.
¿Que le pregunte el qué? Mujeres... ¡Quién las entiende!
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