martes, 28 de enero de 2020
CAPITULO 114 (TERCERA HISTORIA)
El viaje de cinco horas a Los Hamptons fue silencioso. Ni siquiera escucharon música. Se detuvieron dos veces por sus sobrinos, para que estirasen las piernas. Pedro y Paula tampoco hablaron en las paradas de descanso. Ella, de hecho, no salió del Mercedes y permaneció con los ojos cerrados, callada, pensativa, quizás durmiendo, eso nunca lo supo Pedro.
Los Hamptons era una zona que comprendía varios pueblecitos al este de Long Island, en el estado de Nueva York. Era un lugar bien conocido por tratarse de la residencia de vacaciones, veraniegas en especial, de los estadounidenses más ricos. Los Hamptons fue inicialmente el refugio de artistas en el centro y en el este de Long Island. No obstante, en las últimas décadas, se había convertido en el sitio de moda donde pasaban los veranos los millonarios famosos, de Nueva York principalmente, aunque se estaba internacionalizando.
Los abuelos Alfonso, Ana y Miguel, compraron la impresionante mansión en Los Hamptons cuando él era un bebé, ubicada a las afueras de Southampton.
Ralentizó el motor al llegar a la verja baja que cercaba la propiedad de sus abuelos. Pedro la abrió con el mando a distancia, pues Mauro iba en segundo lugar y Manuel, el último. Continuaron por un camino de gravilla con curvas a la derecha hasta un garaje techado en la parte trasera de la vivienda, donde estaban los coches de los empleados. Aparcaron.
—Hemos llegado —anunció Pedro.
La vivienda, en apariencia, era un regio castillo de piedra gris. Tenía dos torres. La propiedad poseía un grandioso tamaño, el césped se extendía alrededor de la misma, con subidas y bajadas en las que los hermanos Alfonso se habían tirado en invierno en trineo cuando eran pequeños. Existía un invernadero a modo de cabaña en el lateral derecho, repleto de plantas y flores, que constituía el pasatiempo de su abuelo, un enamorado de la naturaleza. En la parte trasera estaban el garaje y otra casa, pequeña, donde se encontraban la piscina y un estanque con peces de colores, oculto para el resto del mundo, una especie de refugio para un rato de soledad e intimidad; en realidad, su rincón favorito, en el que Pedro estudiaba a escondidas durante sus vacaciones de instituto y de universidad.
Paula salió del coche y él se encargó del equipaje. Y una vez todos listos, Pedro caminó hacia la puerta que conducía a un pequeño recibidor. En la pared de la izquierda colgaba un enorme cuadro impresionista en el que se había pintado un colorido jardín con el mar de fondo, relajante y precioso, del mismo estilo que el resto de la mansión. Ana Alfonso era una apasionada de la pintura impresionista y así estaban decoradas casi todas las paredes.
De frente, había un pasillo que se bifurcaba en cinco direcciones. La mansión, además de ser un castillo en el exterior, también lo era en el interior: los pasillos formaban parte de un laberinto en el que los tres mosqueteros habían jugado en infinidad de ocasiones a ocultarse, gracias a su poca iluminación y a cierto grado de miedo que inspiraba por lo estrecho y tácito que era. Él siempre perdía. ¿Por qué? Porque siendo un niño tenía pánico a la oscuridad y terminaba gritando para que lo encontrasen.
—¡Mis niños! —exclamó Daniela, que dio una palmada en el aire mientras caminaba deprisa por el pasillo.
Daniela, el ama de llaves, era una anciana de gran jovialidad, pequeña y rellenita. El negro vestido, de manga tres cuartos, le alcanzaba la espinilla; el pelo blanco como la nieve estaba recogido en un perfecto moño en la nuca.
Los había cuidado y adorado desde el principio.
La acompañaba Julia, la cocinera, una mujer entrañable que amaba a los hermanos Alfonso como si se tratase de sus propios hijos. Era alta, delgada y muy atractiva a sus casi cincuenta años, morena, de cabellos muy cortos y ojos negros saltones.
Las abrazaron.
—Y esta muñequita, ¿quién es? —quiso saber Julia.
Pedro sonrió.
—Os presento a Paula.
—¿Tu novia? —preguntó Daniela, atónita—. ¡Aleluya! —caminó hacia ella—. Es un honor conocerte, querida —la besó en la mejilla con efusividad.
—Soy una amiga —la corrigió la propia Paula.
Él se congeló al instante.
¿Amiga? ¡Que te lo crees tú!
Pedro se enfadó. Gruñó. El ambiente se tensó.
—Será mejor que deshagamos el equipaje —sugirió Zaira.
—Sí, será lo mejor —convino Pedro, frunciendo el ceño—. Te enseñaré tu habitación —le dijo a Paula, y añadió adrede—, amiga.
Ella se sobresaltó, pero arrugó la frente, se irguió y comenzó a estirarse el vestido.
¡Encima se enfada!
La agarró del brazo y prácticamente la arrastró por el laberinto hacia su pabellón.
—¿Te importaría ir más despacio, por favor?
Pedro frenó en seco al escucharla.
Así que hemos vuelto a eso, ¿eh?
—Por supuesto, señorita Chaves—la soltó—. Discúlpeme. Si tiene la bondad de seguirme...
—Gracias, doctor Pedro —contestó, cruzándose de brazos.
Él apretó la mandíbula y retomó la marcha, pero sin disminuir la velocidad.
Oyó que murmuraba incoherencias. La ignoró.
Su enfado aumentaba por segundos. Giraron a la derecha, después dos veces a la izquierda, subieron una escalera, viraron a la izquierda de nuevo y ascendieron cuatro peldaños.
Abrió la puerta que había y dejó que entrara primero Paula.
—Mi pabellón —dijo Pedro, cerrando tras de sí—. Y no se preocupe, señorita Chaves, que hay dos habitaciones.
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