sábado, 12 de octubre de 2019
CAPITULO 110 (PRIMERA HISTORIA)
Su hermano Bruno condujo el todoterreno con excesiva velocidad, sorteando el tráfico con destreza. Pararon en la puerta de urgencias sin molestarse en aparcar en condiciones. Pedro corrió, seguido de sus hermanos. Presenció cómo la traspasaban a otra camilla y cómo se perdía en el pasillo en dirección al quirófano, junto con Bruno y Rocio.
Se revolvió los cabellos y se deslizó por la pared. Como Manuel y él eran médicos del hospital, les permitieron permanecer en el corredor para uso exclusivo del personal.
Su hermano recibió una llamada y salió, regresando con sus padres al minuto escaso.
—¡Hijo! —Catalina se sentó a su lado y lo abrazó, rehilando.
Pero Pedro no reaccionaba, contemplaba la puerta sin pestañear y con el cuerpo en suspenso.
—¿Qué le ha pasado a Paula? —exigió saber el director West, irrumpiendo en el lugar, vociferando por lo preocupado que estaba—. He parado la denuncia de la policía, hasta que hable con ella. Pedro, por favor...
—La han atropellado —respondió Pedro en un hilo de voz, con la mirada perdida en el infinito.
—Yo soy su teléfono de contacto en caso de urgencia —le explicó Jorge, abatido, con el ceño fruncido y frotándose la barbilla mientras caminaba de un extremo a otro del pasillo—. Es como una hija para mí... —se llevó las manos a la nuca—. Otro accidente más, no... —se lamentó, restregándose la cara—. Por favor... —entrelazó las manos como si rezara una plegaria.
Samuel lo palmeó en la espalda para calmarlo, entendía sus palabras.
Cuatro interminables horas más tarde, Bruno salió del quirófano y se reunió con ellos.
—Fractura abierta de tibia, fisura en una costilla y traumatismo leve craneoencefálico —les informó Bruno, directo al asunto—. Venía con un
coágulo en el cerebro, pero estaba localizado y se lo hemos aspirado bien. Ahora, pasará a la uci. Las primeras cuarenta y ocho horas son cruciales, ya conocéis el protocolo.
—Dios mío... —susurró Catalina, aliviada.
—Gracias, Bruno... —le susurró Pedro, emocionado.
—Deberías ir a cambiarte, cariño —le aconsejó su madre.
—No me muevo de aquí —apretó los puños a ambos lados del cuerpo.
—Me cambio y voy a buscarte ropa —anunció Bruno antes de marcharse.
—Yo hablaré con Sara —informó Manuel, marchándose también para buscar a la anciana.
Cuando Rocio surgió en el pasillo, vestida de uniforme, Pedro avanzó.
—Ya puedes entrar —le indicó ella, con una triste sonrisa.
No tardó ni un segundo en dirigirse a la uci. Se colocó el traje esterilizado y buscó a Paula. El personal que se cruzaba con Pedro le saludaba en voz baja, pero él no se daba cuenta, solo pensaba en ella, necesitaba verla.
—Bruja...
Y ahí estaba, al final, tras una cortina, con la pierna enyesada y sujeta en alto con una tela rígida que colgaba de un gancho de la camilla.
La mitad de la cabeza, incluido el ojo derecho, estaba cubierto por una venda blanca. La
mejilla que quedaba libre se había tornado morada, como el ojo izquierdo, los brazos... Los labios magullados lucían pequeños cortes.
Estaba intubada y conectada a los monitores. Y su piel se había quemado por la calzada.
—Bruja... —repitió con la voz rota.
Las lágrimas calaron sus mejillas sin darse cuenta. La tomó de la mano y se la besó, temblando por el miedo. Era demasiado pronto para que despertase, pero ¿y si no lo hacía? Ya había sufrido un coma con catorce años. Y lo cierto era que el coma suponía todo un misterio aún por descifrar en la medicina.
Cogió una silla y se sentó, apoyando la cabeza sobre las sábanas, observándola, con sus dedos en los labios, sin separarse un milímetro.
Así permaneció hasta que Manuel entró con Sara.
—¡Mi niña! —exclamó la anciana, en llanto desolado.
Pedro se secó la cara y se incorporó para cederle el lugar a la mujer, que acarició con gran cuidado, cariño y dulzura el rostro de su nieta.
—Bruno te ha preparado una bolsa con ropa —le explicó su hermano al oído, entregándole su bolsa de piel pequeña—. Será mejor que te quites la que llevas y te refresques un poco. Hazlo en tu despacho. Yo me quedaré con Sara.
Él asintió, aunque con reticencia. No quería marcharse, pero la anciana merecía su rato a solas con su niña. Subió a la tercera planta por las escaleras, saltando los peldaños de tres en tres. El hospital al completo ya sabía que la novia del doctor Pedro Alfonso había sido atropellada y que se encontraba en estado crítico. Ningún empleado de Pediatría se atrevió a preguntarle, su aspecto gritaba que ni siquiera lo mirasen.
Se encerró en el despacho, prendió la luz y caminó hacia el baño. Observó su reflejo en el espejo y se asustó de sí mismo. Tiró de la camisa, manchada con la sangre de Paula, arrancó los botones y la arrojó a la papelera, debajo del lavabo. Se lavó con agua fría y jabón.
No le importó, ni notó, la baja temperatura. Cuando terminó de secarse con la toalla, recordó el accidente.
Ella lo había empujado, gritándole que tuviera cuidado. Como no se lo había esperado, se había caído a la calzada, desorientado. Había escuchado un golpe, otro... y otro... Había oído el chirrido de las ruedas de un coche al acelerar.
Y, al girar la cabeza, había descubierto a su novia, a unos metros de distancia, tirada en el suelo, inconsciente; había salido disparada por el impacto. Jamás había sentido tanto pánico como en ese momento, como ahora...
Se puso la ropa que le había llevado su hermano pequeño: vaqueros, camiseta, jersey y zapatillas. Y, como Bruno había pensado en todo, Pedro guardó las lentillas y se colocó las gafas. Sonrió con tristeza. A Paula le encantaba verlo con ellas puestas. Se le formó un nudo en la garganta, pero lo ignoró y regresó a la uci.
—Muchacho —Sara avanzó hacia él y lo abrazó, llorando en silencio.
Pedro la correspondió al instante. No pudo hablar, pero sí consolar a la anciana, a la vez que contemplaba a Paula con lágrimas en los ojos. La acompañó a la silla y le pidió a una enfermera que le suministrara un tranquilizante.
Fueron las cuarenta y ocho horas más largas de su vida.
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