viernes, 8 de noviembre de 2019

CAPITULO 50 (SEGUNDA HISTORIA)




Los sollozos del bebé transformaron la pasión en un gélido invierno comparable a la nieve exterior. Pedro se incorporó y se abrochó los pantalones, a punto de unirse a los lamentos de su hijo por la intromisión. Se acercó a la cuna y lo cogió con cuidado.


—Eres un bribón —le dijo, acariciándole la cara con un dedo, calmando su angustia—. Iba a hacer muy feliz a mami, ahora se quedará con las ganas.


Ella, ya vestida, aunque con los vaqueros rotos, se echó a reír. La pareja se tumbó en la cama con Gaston en medio. Cada uno agarró una manita del niño, que ya no lloraba, sino que se estiraba y se encogía, tarareando sin orden ni concierto.


Pedro observó a su mujer y a su hijo con el corazón henchido de amor. Se inclinó, cerró los ojos, besó a Gaston en la cabeza y, después, a Paula en la mejilla. Sonrió. Ella le devolvió el beso y la sonrisa, sonrojada por completo.


Sin embargo, él se tornó serio. Necesitaba decírselo. Fue superior a él seguir ocultándolo.


—No te gusta, pero ahora tengo que decirlo —confesó Pedro, a escasos milímetros de su boca—. Eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida, Paula.


El tiempo se congeló, hasta que el bebé chilló, sobresaltándolos.


—Es la primera vez que me llamas por mi nombre, soldado —declaró ella, con una sonrisa de satisfacción.


—Pues no te acostumbres, rubia —le guiñó un ojo.


Los dos se rieron y se centraron en el niño. Una hora más tarde, tras deshacer el equipaje, Pedro le enseñó el pabellón.


—Todas las habitaciones de esta parte están comunicadas, y tienen acceso al recibidor.


Caminaron hacia una puerta que había junto al armario y que formaba parte de la pared. La abrió y le cedió el paso. Entraron al lujoso baño privado, del mismo color y con la misma decoración que la habitación. Paula giró sobre sus talones para admirar extasiada el lugar.


—¡Es precioso!


Lo era. Los dos inmensos lavabos de mármol blanquecino estaban a la izquierda, debajo de un impresionante espejo rectangular con marco de madera gris oscuro y gastado; en el centro, había un puf bajo, ovalado, sin respaldo, mullido y de terciopelo verde grisáceo. A la derecha, se ubicaba la bañera exenta, debajo del ancho ventanal que ofrecía las vistas del invernadero, en un lateral de la mansión, a modo de cabaña; una cómoda en el rincón de la derecha, al fondo, se situaba justo enfrente de una estantería baja, provista de toallas y con espacio suficiente para guardar los neceseres.


Paula continuó hacia la puerta, entre la cómoda y la estantería.


—¡Oh! —exclamó, al introducirse en el salón—. Pero ¡qué bonito! —dio una vuelta sobre sí misma.


La estancia era grande y estaba dividida en dos: a la derecha, había una biblioteca, con las estanterías repletas de libros desde el suelo hasta el techo, un escritorio, con un tablero de cristal, y una silla de piel, ambos sobre una alfombra de color azul celeste; estaba separada por un biombo de los sofás de piel y una mesita, una zona sencilla y despejada.


—¿Son tuyos? —le preguntó ella, acercándose a las estanterías para rozar los lomos de los libros con un dedo.


—Sí.


—¿Y te los has leído todos?


—Sí, desde muy pequeño —asintió él, avergonzado, de repente.


—Eres muy listo, Pedro. Intimidas —se ruborizó.


—Claro que no —respondió al instante. Odiaba alardear, pero más odiaba que Paula se sintiera mal por su culpa. Hizo un ademán restando importancia —. Sigamos.


La mitad superior de la pared del fondo era acristalada. Las cortinas estaban descorridas y se podía ver la terraza, cerrada en invierno por las bajas temperaturas.


—¿Toda esta zona es tuya?


—La mansión es de mis abuelos —le explicó Pedro, dirigiéndose hacia la izquierda, pues al lado del mueble de la televisión existía una puerta que formaba parte de la pared y que conducía a la última estancia del pabellón—. Somos sus únicos nietos. Cuando la compraron, nosotros éramos muy pequeños, pero la reformaron para que Mauro, Bruno y yo tuviéramos nuestro propio pabellón.


Entraron en la última sala, su favorita.


—¡Un billar! —chilló Paula, corriendo hacia el centro de la habitación, donde estaba el billar, que ocupaba gran parte del espacio; era la estancia más pequeña.


El cuarto tenía la misma cristalera que el salón y conducía al mismo balcón. En cuanto a la decoración, estaba vacío, excepto por un mueble cerrado que ocupaba toda la pared de la izquierda, no había nada más.


Paula cogió una bola de billar y avanzó hacia el mueble. En ese momento, él se la imaginó desnuda sobre la mesa de billar, mientras le hacía el amor con una pasión descomunal...


Paciencia, campeón, todo llega y el billar llegará... ¡Eso seguro!



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