viernes, 18 de octubre de 2019

CAPITULO 131 (PRIMERA HISTORIA)





Paula se escondió en uno de los escusados del servicio, se quitó el sombrero y escribió a Pedro para avisarlo de que había gente, que no estaba sola. Pero aquello no frenó a su doctor Alfonso, porque le escuchó entrar y saludar a las invitadas. Ellas se rieron.


—Estoy buscando a una bruja —les informó él—. ¿No sabrán dónde está, queridas damas?


—Creía que el fantasma de la ópera —comentó una de las mujeres— a quien buscaba era a la diva Christine Daaé.


—Es que me hechizaron en el camino —les explicó Pedro con seriedad —, y necesito a la bruja que me robó el corazón.


—¡Oh! —exclamaron todas.


Paula estalló en carcajadas, revelando su presencia.


Unos pasos se aproximaron.


La puerta se abrió despacio.


—Aquí está mi bruja —anunció él, mirándola con picardía y determinación.


Se encerró con ella. La atrapó entre sus poderosos brazos.


—¡Pedro! —se quejó, retorciéndose avergonzada—. ¡Sal, por favor! ¿Qué van a pensar?


Las presentes rieron de nuevo.


—Que piensen lo que quieran —pronunció su fantasma, en voz lo suficientemente alta como para que lo oyeran—. Eres mía, nada más importa.


—¡Di que sí, muchacho! —convino otra, con el tono más envejecido—. Ay, el amor de la juventud... —suspiró—. ¡Qué suerte tienes, bruja!


La pareja sonrió. Las mujeres se marcharon.


Y el deseo los poseyó. Pedro la tomó por la nuca con fuerza y se apoderó de su boca con rudeza. Paula gimió, se sujetó a las solapas de su frac y lo correspondió.


—Dímelo —le exigió él, dejándole un reguero de besos por su mandíbula —. Dime si Rocio está embarazada de Manuel... —la mordió en el cuello.


—Oh, Dios... —jadeó—. ¡No y no! —lo empujó, despertando del trance.


Él parpadeó, confuso.


Paula no podía contestar a la pregunta por dos razones: porque no lo sabía y porque supo, en ese instante, que esa pregunta iba dirigida a ella... Y se asustó, no le había contado nada aún, y lo haría, por supuesto, pero quería que fuera especial y había pensado en el cumpleaños de Pedro, para el que faltaba una
semana; había hablado con Catalina para prepararle una fiesta sorpresa, ya estaba todo organizado. Hasta entonces, no desvelaría nada.


Y Paula no era tonta. Podía asegurar a ciencia cierta que conocía a Pedro Alfonso. El muy tunante intentaba sonsacarle información nublándole el entendimiento a través del deseo, porque sabía que ella se deshacía con tan solo recibir una de sus seductoras miradas de color gris. Pero no lo conseguiría.


Entonces, Paula recordó cierta promesa formulada semanas atrás... Sonrió, acortando la distancia, subió las manos por su pecho hasta el pañuelo, que soltó lentamente, sin dejar de observarle a los ojos, atenta a su expresión: aturdimiento, lujuria, trastorno, amor, desconcierto...


Él fue a abrazarla, pero ella retrocedió, negando con la cabeza y frunciendo el ceño.


—Pero...


—No, Pedro. Esta vez tú eres mi paciente y yo, tu doctora.


La mirada de Pedro se ensombreció, un gesto que hizo sentir poderosa a Paula. Lo instó a apoyarse en la puerta y comenzó el examen médico... Le desabrochó el chaleco y, a continuación, la camisa, a medida que depositaba dulces besos, cada vez más húmedos, en dirección descendente, alterándose la respiración de los dos por igual. 


Le encantaba la suavidad de sus músculos, las cosquillas que le producía el fino vello de su pecho, la calidez que irradiaba... Alcanzó los pantalones y los desabotonó sin dudar. Se arrodilló.


Es todo mío...


El interior de Paula se revolucionó al verlo boquiabierto. Lo desnudó muy despacio hasta los tobillos. Se mordió el labio inferior ante la magnífica erección de su doctor Alfonso.


—No tienes que hacer esto —le susurró él en tono ronco, acariciándole la mejilla con ternura.


Ella sonrió; por un momento, la timidez se adueñó de su cuerpo... ¿Y si no era capaz? ¿Y si su inexperiencia convertía tal intimidad en algo patético y ridículo?


—Enséñame... —le pidió Paula, sonrojada al extremo—. Quiero hacerlo. Quiero aprender a... —desvió la mirada— a ser la mujer que necesitas...


—Ay, Paula... —suspiró de manera entrecortada—. Ya eres todo lo que necesito. Eres perfecta.


Ella lo contempló con la piel erizada y el corazón a punto de explotar.


—Qué guapo eres, doctor Alfonso... Por dentro y por fuera... Tú sí que eres perfecto...


Paula no requirió más para desterrar el miedo y acercó los labios a su abdomen, movida por sus instintos. Necesitaba tocarlo, rozarlo y mimarlo con la boca, saborearlo con la lengua, perderse en la hierbabuena que desprendía aquel hombre tan exquisito... Lo mordisqueó. Se emborrachó de su aroma, de su suavidad, del fuego que los estaba consumiendo a ambos. Y aquella anatomía tan perfecta se contrajo cuando ella descendió y descendió y...


No hubo palabras, solo besos y más besos atrevidos, y ruiditos roncos y graves. Lo degustó con dulzura, también con inocencia, pero con infinito deleite... Él tembló bajo su boca, contuvo el aliento, arqueó las caderas hacia ella y enterró los dedos entre sus largos mechones, conteniéndose y dominándose a la par.


—Paula...


Paula lo sintió vulnerable y entregado por completo. Le observó mientras le acariciaba con los labios y con las manos. El fantasma de la ópera estaba subyugado al indescriptible poder de aquella mujer que lo había embrujado, lo que él desconocía era que la bruja había caído en su propio hechizo...


Traviesa, decidió utilizar los dientes con suavidad.


Pedro gritó, al borde del clímax.


—Suficiente —concluyó él, cogiéndola por las axilas para que se levantara.


Pedro... —gimió, sujetándose a sus hombros—. No me rompas las medias...


—No lo haré, nena —introdujo las manos por la abertura de la túnica—. Nunca haré nada que no quieras que haga. Nunca —y se las bajó.


Pedro se subió los pantalones hasta las caderas con premura, sin abrochárselos, para poder arrodillarse. Enseguida, le quitó las Converse y las medias.


—¿Y si entra alguien? —se preocupó ella, vibrando de excitación.


—Entonces, tendrás que ser silenciosa —sonrió—. ¿Qué tal tu pierna?, ¿te duele? —le acarició la extremidad con los dedos.


Paula suspiró, trémula, negando con la cabeza. 


Su doctor Alfonso se rio y, de un repentino tirón, le retiró las braguitas de encaje.


—Perfecto, nena —se sentó en la taza y la acomodó en su regazo a horcajadas, levantándole el vestido—. No hables —le ordenó en un gruñido, alzándola por el trasero—. No te imaginas cuánto deseaba esto... —y se enterró profundamente en ella—. Eres... increíble...


Pedro... —pronunció con voz casi inaudible, echando hacia atrás la cabeza, enroscando los brazos en su nuca—. Pedro... —comenzó a mecerse sobre él, arrancándoles resuellos irregulares y sonoros a los dos—. Te amo...


—Joder... bésame —rugió, desesperado.


Y obedeció, se curvó y lo besó con urgencia. 


Hicieron el amor con fiereza, él dominándola... ella dominándolo...


—Me encanta... Eres mía, joder...


—Esa... boca... —no podía hilar una frase con coherencia, imposible...


—Límpiamela a besos —rechinó los dientes, aplastándole las nalgas sin piedad.


Se besaron. Se enloquecieron. Y el clímax los rebasó a los pocos segundos.


Desfallecieron entre jadeos. Paula se desplomó sobre Pedro, que la envolvió al instante con inmenso cariño y la besó en el cuello hasta que se tranquilizaron. Después, la ayudó a vestirse.


Y volvieron a besarse, con los labios entreabiertos, un maravilloso momento. Se arreglaron la ropa y se reunieron con los invitados.




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