miércoles, 9 de octubre de 2019
CAPITULO 99 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro se revolvió los cabellos y suspiró de forma sonora una vez se quedó a solas. De pronto, empezó a ponerse muy nervioso, las nuevas emociones contenidas le estaban pasando factura... Se frotó el rostro sin control, caminando por la estancia de manera desesperada, se sentía muy agitado y le costaba respirar.
¿Qué me pasa?
Se agobió. Se asfixió. Le sudaron las manos.
Y así lo vio Paula.
—¿Estás bien? —se preocupó ella, que corrió a su lado y lo agarró de los brazos.
—¡No! —explotó él, retrocediendo.
Ella se asustó, palideció.
—¡Joder! —exclamó Pedro, tirándose del pelo.
—Pe... Pedro... —alargó una mano y lo tocó en el pecho.
Entonces, él se relajó, de pronto. La apresó entre sus brazos con excesiva fuerza, pero ni ella se quejó ni Pedro aflojó. La toalla de Paula cayó al suelo, como Pedro, que quedó arrodillado.
Ella sonrió y lo acunó con una ternura increíble.
—Perdóname... —murmuró Pedro, con la cara en su pecho, aspirando su aroma—. Siento haberte gritado. No sé qué me ha pasado...
—Creía que eras médico —ironizó.
Pedro se levantó y sonrió. Sin embargo, la alegría se esfumó al percatarse de lo que le había sucedido: había sufrido un ataque de pánico. Respiró hondo.
Pánico de perderte... Qué me has hecho, bruja...
Se duchó y se vistió a solas, Paula lo esperaba en el salón. Escogió unos vaqueros oscuros, una camiseta blanca, un jersey de lana gruesa, de color gris claro, de cuello vuelto, y las zapatillas de ante, a juego con el suéter.
Cuando salió al pasillo, peinándose con los dedos los cabellos mojados, se paralizó. Paula estaba bailando con los ojos cerrados, tarareando. Y lo hacía muy bien. Él sonrió con embeleso. Se había puesto un vestido camisero de rayas verticales muy finas, verde oscuro y beis, un cinturón marrón trenzado en las caderas, unas medias verdes y unas Converse, también verdes. La melena se la había recogido en dos trenzas de raíz de espiga.
Pedro, sigiloso, avanzó y la atrapó por las caderas.
—¡AY! —chilló ella, asustada—. ¡No te he oído, tonto! —se dio la vuelta y lo golpeó en el hombro, traviesa.
Él tiró de sus trenzas.
—Estás preciosa —se inclinó y la besó, entre risas—. Hoy más que nunca pareces una niña.
—¿Tu niña? —sonrió Paula, alzándose de puntillas.
—Mi niña —la besó otra vez—. ¿Preparada?
—¡Sí! —contestó, feliz.
Salieron del edificio con una inmensa sonrisa.
Y compraron un árbol artificial inmenso. Ser rico y famoso, provenir de una familia de gran prestigio como la suya, tenía ventajas muy agradables, en su opinión; una de ellas era que poseía cuentas abiertas en las mejores tiendas
de Boston, por ejemplo, o que los empleados de esos establecimientos se ofrecieran a ayudar en todo, lo que se traducía en que, a última hora de la tarde, les llevarían el árbol a su apartamento. Lo mismo sucedió con los adornos navideños que adquirieron.
—Pedro, vas a hacer trabajar a una persona más horas de las necesarias solo por pereza —señaló su novia, en la calle.
—¿Pereza mía? —repitió Pedro, con una expresión de total incredulidad—. Va a ganarse un dinero extra por traernos el árbol y los adornos a casa —la corrigió—. ¿A qué viene esto? —frunció el ceño.
—Podríamos haber llevado nosotros todo —colocó los puños en los costados.
—El árbol es enorme porque a cierta nena le ha gustado el más grande de la tienda —arqueó las cejas, cruzándose de brazos—. ¿Has probado a cogerlo? El dueño ha dicho que nos lo llevan porque pesa mucho, cosa que es cierta —se irguió, orgulloso—. Además, ha sido decisión de ellos y yo me evito un dolor de riñones.
Paula, de repente, estalló en carcajadas, doblándose por la mitad, para consternación de Pedro. Los que pasaban a su lado los observaban con evidente interés, entre divertidos y escandalizados.
—¿Me puedes recordar en qué momento has cogido tú el árbol para saber a ciencia cierta que pesa mucho? —quiso saber ella, convulsionándose por las risas—. ¡Eres un exagerado! —lo apuntó con el dedo enguantado.
Él se ruborizó.
—No me ha hecho falta cogerlo para saber que pesa —se enfurruñó Pedro—. ¿No me crees?
—Lo que creo es que eres un blandengue, que, por no cargar con una cajita de nada, has preferido pagar un extra para no ensuciarte las manos.
Pedro abrió la boca, pasmado.
—Perdona, ¿cómo me has llamado? —inquirió él, avanzando hacia aquella mujer que, supuestamente, era su novia.
—¡Blandengue! —repitió, retrocediendo, sin perder la alegría.
—Uy... —resopló, fingiendo enfado—, no sabes lo que acabas de decir... A un Alfonso jamás se le llama blandengue. Y —agitó un dedo en el aire— te voy a demostrar, ahora mismo, lo equivocada que estás, a parte de que has cometido una falta terrible y, por consiguiente, estás castigada, nena.
—¡No! —chilló, se giró y corrió en dirección opuesta a Pedro.
Pedro ocultó el regocijo que le provocó verla tan dichosa. La cazó en apenas cinco segundos, la levantó, desde atrás, y procedió a hacerle cosquillas.
—¡Bájame! —gritó Paula, retorciéndose de risa.
Él se contagió, pero lo que hizo a continuación la enmudeció de golpe: la cargó sobre el hombro, a ojos de todos, coches y peatones. En ese momento, fue Pedro quien se desternilló de risa.
¡Me vuelves loco! ¡Y qué bien sienta, joder!
—Pedro... por favor... —le suplicó Paula, en un susurro.
—No —emprendió la marcha hacia el apartamento.
—¡Pedro! —le golpeó la espalda.
—Vas a provocarme el dolor de riñones que no quería, bruja.
—¡Haz el favor de bajarme! ¡Ay, madre mía! ¡Pedro! Nos está mirando todo el mundo... ¡Pedro! —le pellizcó el trasero—. ¡Bájame, Pedro!
—¡Oye! —se quejó Pedro, dando un brinco, y frenó en seco—. Repítelo y te muerdo aquí mismo.
—No te atreverás... —emitió en un suspiro entrecortado.
—Pruébame —la amenazó y continuó el camino, satisfecho, nadie osaba nunca retarlo.
Pero sí, se atrevió... ¡Le pellizcó por segunda vez!
Pedro se paró, asombrado por haber sido desafiado. La bajó. La sujetó del cuello, la atrajo hacia él con fuerza y la besó, mordiéndole el labio inferior con cuidado. Paula forcejeó cuando aquello sucedió, emitiendo ruiditos de frustración. Sin embargo, la pasión... Oh, la pasión... La pasión se desataba en cuanto se rozaban, así que, enseguida, se fundieron en tal abrazo que vibraron sin control.
Ella se alzó de puntillas. Él la envolvió por las caderas. Y se besaron, absortos del presente, del lugar donde se hallaban, de todo y de todos... hasta que alguien carraspeó.
Se detuvieron de golpe.
—¿Hijo? —dijo su madre, detrás de Paula.
Y no iba sola, la acompañaba la asociación Alfonso & Co al completo, incluyendo a los cónyuges de los miembros.
Pedro y su novia carraspearon, incómodos y sonrojados, aunque no pudieron esconder el indiscutible aspecto de recién besados.
—¡Hola, cariño! —saludó Catalina a Paula, abrazándola.
Samuel imitó el gesto con él, palmeándole la espalda, intentando contener la risa.
—No sabía yo —le dijo su padre— que teníamos un troglodita en la familia. Eso de cargarla en el hombro... —todos se rieron.
Pedro gruñó. Estrechó la mano al resto de los presentes, pero Georgia se arrojó a su cuello y lo besó en la mejilla con una confianza que dejó a todos con la boca abierta y enfadó a Pedro. Se apartó de ella con la mandíbula tensa.
—Estábamos hablando de ti, Pedro —ronroneó la señora Graham.
—Hablábamos de la fiesta de Paula —la corrigió Bianca Adams con la frente arrugada—. Es un placer volver a veros, chicos —le dijo a la joven pareja, con su característica sonrisa tan dulce.
—¿Qué hacéis aquí? —se interesó Catalina, colgándose del brazo de Paula, con naturalidad.
—Hemos comprado un árbol y los adornos navideños —les explicó ella, sonriendo con timidez.
—¿De verdad? —exclamó su madre muy contenta—. ¡Cuánto me alegro! Esa casa necesita una mano femenina y un poco de colorido. Mis hijos no salen del negro, del azul y del gris —hizo una mueca cómica que recreó a todos.
Georgia bufó y anunció, sacando el móvil de su bolso:
—Llamaré ahora mismo a mi Alejandra para que os decore el apartamento; al fin y al cabo, gracias a ella contáis con una casa preciosa. Mi Alejandra sí sabe lo que hace.
Eso cegó a Pedro de rabia. ¿Qué demonios pretendía esa mujer? Fue a replicarle, pero su novia se le adelantó, tomándolo de la mano. Él la miró y ella sonrió, tranquilizándolo.
—No se moleste, señora Graham —le indicó Paula—. Precisamente, están pensando en cambiar la decoración actual, es demasiado triste y aburrida. Si Alejandra volviera a decorarla, seguiría siendo igual; ahora quieren un poco de luz y color. Ya sabe lo que se dice, hay que renovarse o morir —sonrió ampliamente.
Eduardo Graham rompió a reír por la elegante pulla. Los demás procuraron no contagiarse, pero se convulsionaban con discreción. Georgia, en cambio, se tornó roja de cólera. Pedro y sus padres contemplaron a Paula con orgullo.
—Me encanta tu novia —le obsequió Eduardo, estrechándole la mano con gran afecto.
—Créeme, a mí, también —sonrió, aún mirándola a ella, que se mordía el labio, avergonzada.
Cuando se despidieron de Catalina, de Samuel y de sus amigos, la señora Graham ignoró a Paula de un modo deliberado, pero no les importó lo más mínimo.
—Vamos, nena —la apremió Pedro, colocándose delante y agachándose—. Te llevaré a casa a caballito.
—Voy con vestido.
—Yo te tapo.
Paula soltó una carcajada de júbilo, se impulsó y trepó a su espalda. Él la sujetó por el trasero y dio una vuelta sobre sí mismo, haciendo que ella enroscara los brazos en su cuello con fuerza, entre risas.
—¡Me estás ahogando! —bromeó Pedro, contagiándose de su buen humor; era un soplo de aire fresco, pura libertad.
Vio a sus padres antes de tomar el camino a casa. Habían presenciado aquella escena infantil y sonreían con un brillo especial en los ojos, emocionados. Él les devolvió el gesto. Su corazón sufrió una sacudida.
Y regresaron a casa.
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