miércoles, 9 de octubre de 2019

CAPITULO 100 (PRIMERA HISTORIA)




Paula flotaba entre nubes de ensueño... Hacía demasiado tiempo que no experimentaba tanta felicidad, tantos mimos, tanta atención, tantas risas, que se le había olvidado; incluso, creía que no se lo merecía.


Vieron una película por la tarde, tumbados en el sofá, hasta que les trajeron el árbol de Navidad. Era tan grande que tardaron tres horas en decorarlo, mientras escuchaban alegres villancicos. Primero, el doctor Alfonso colocó las luces blancas, entremezcladas con las de colores y, a continuación, lo vistieron con bolas grandes, medianas y pequeñas, lazos, figuras en forma de angelitos, bastones de caramelo, guirnaldas y cintas.


Más tarde, adornaron las mesas del salón y de la terraza con velas blancas en forma de estrella. Habían comprado, también, dos renos de luz blanca, uno alcanzaba sus rodillas, el otro, más pequeño, lo dejaron en la terraza.


—No me puedo creer que me haya dejado convencer para esto... —musitó Pedro, meneando la cabeza.


—¡Son monísimos! —exclamó ella al enchufar los renos, dando palmas en el aire, emocionada.


—En este piso vivimos tres tíos —alzó los brazos al cielo—. ¡Los renos son cursis, joder! Cuando mis hermanos los vean... —chasqueó la lengua—. Ya estoy oyendo las carcajadas de Manuel hasta el fin de los tiempos...


—No son cursis, son bonitos. Y ya oíste a tu madre —se acercó y lo abrazó por la cintura, sonriendo—, esta casa necesita un toque de color.


—Con el árbol era suficiente —se quejó como un niño pequeño, sin tocarla —. Es dorado y rojo, ¿cuántos colores más quieres?


—A mí me gustan los renos —lo miró. No llevaba las zapatillas, por lo que se apoyó en sus pies descalzos y subió las manos por su pecho, cubierto por una camiseta blanca—. Me gustan muchísimo —recalcó, traviesa, rodeándole el cuello.


—Joder, Paula... —claudicó, levantándola por el trasero—. Tienes razón, los renos son monísimos... —añadió en un ronco susurro, aplastándole las nalgas.


—¿De verdad te gustan? —le preguntó en voz muy baja, enroscando las piernas en su cintura—, ¿o solo lo dices por mí? —atrevida, le lamió el labio inferior.


Él jadeó.


—Me gustan mucho, pero mucho... —se le alteró la respiración.


—¡Qué bien! —se bajó de un salto—. Venga, que todavía nos quedan las puertas y tu cuarto.


Pedro maldijo entre dientes, pero obedeció.


Pegaron una guirnalda pequeña y circular en las puertas de las tres habitaciones y en la de la nevera. La planta de Pascua ocupó el lado derecho de la mesa baja del salón, en el lado izquierdo había dos velas rojas. Y, para su dormitorio, él solo accedió a colocar una figura en forma de angelito en cada mesita de noche.


—Está bien —accedió Paula con un suspiro teatral, cruzada de brazos—. Eres un gruñón, doctor Alfonso.


—Pues el gruñón va a hacer la cena —se enfadó por el calificativo.


—Vale.


—¡Vale!


Ella bufó, indignada, y le rebatió:
—Te pregunté si querías adornar tu casa y me dijiste que sí —lo apuntó con un dedo—. Ahora no te quejes como un crío.


—Yo no me quejo —entornó la mirada— y tampoco soy un crío. ¡Soy un hombre, joder, y has metido renos en mi casa, y muchas cursiladas más!


—Sí te quejas como un crío. Has estado quejándote desde que trajeron el árbol —frunció el ceño—. Si no querías adornar tu casa, o no te gustaban mis ideas en la tienda, haberlo dicho —se enfureció, aunque no elevó el tono de voz—, en vez de haber comprado el árbol, los adornos, las velas, las guirnaldas y los renos... ¡crío! —lo insultó con burla.


—Pues, ¿sabes qué te digo? —le dijo Pedro—. Que tienes razón. Devolveré los renos.


—¡Perfecto! —dio una palmada en el aire—. ¡Devuélvelo todo! Eres un... —apretó los puños a los costados—. ¡Un tonto! —explotó, colérica—. ¡Eres un tonto, doctor Alfonso, un gruñón, un quejica y un crío, puñetas! —se metió en el baño de un portazo.


—¡Esa boca, joder! —le gritó desde el otro lado de la madera, sin hacer intento de entrar.


—¡Esa boca, doctor Alfonso!


—¡Joder!


—¡Puñetas!


Escuchó un portazo a los dos segundos, proveniente del dormitorio. Se le formó un nudo en la garganta.


Cuatro horas decorando su casa para esto... 


Pues si lo quiere devolver, lo va a desmontar solito.


Se quitó la ropa a manotazos y accionó la ducha. El enfado de Pau no se esfumó debajo del agua caliente, donde permaneció largo rato. 


Odiaba gritar, jamás lo hacía, salvo con el doctor Alfonso.


—Es un caprichoso —pronunció en voz alta, inmersa en sus pensamientos —. Nos tiramos un buen rato comprando los adornos y el árbol para que ahora diga que son cursiladas. Es un... un...


—Tonto —concluyó Pedro.


Ella dio un respingo. De repente, unos brazos la acorralaron. Un cuerpo desnudo se pegó a su espalda, inmovilizándola.


—Perdóname —le susurró él en el oído—. Soy un tonto, un quejica y un gruñón —le besó la sien.


El enojo se evaporó junto al vaho de la ducha.


—Y un crío... —suspiró Paula, trémula ya.


—Y un crío —repitió, antes de besarla detrás de la oreja—. ¿Me perdonas? —le rozó la mandíbula con la punta de la lengua.


Ella se estremeció, se le nubló la vista y su cabeza cayó hacia atrás. Su dominante doctor Alfonso le apresó los senos con las manos de manera pausada, pero decidida, y los balanceó despacio, experto y conocedor de las fieras sensaciones que le provocaba a Paula, de lo que la estimulaba, de lo que le hacía vibrar de placer...


Pedro... —gimió—. ¿Vas a... devolver... los renos?


—Los renos se quedan —le estrujó los pechos, los amasó, probó su peso —. Los adornos se quedan —descendió una mano a la cicatriz, que veneró con los dedos, su ritual—. El árbol se queda —resbaló los dedos por su vientre.


—Oh, Dios... —jadeó ella cuando esos dedos se internaron en su intimidad.


—Abre las piernas.


Y Paula abrió las piernas al instante. No se cansaba de sus mimos y le encantaba cómo la tentaba, cómo sus grandes manos recorrían cada centímetro de su piel, cómo sus dedos calcinaban su cuerpo, cómo controlaba la situación, cómo la quemaba con solo hablarle, cómo la excitaba cuando la mordía...


Y la mordió, en el cuello, como solo él sabía, enloqueciéndola, mientras acariciaba lentamente el vértice de sus muslos. Ella se retorció entre sus poderosos brazos.


—Estás tan caliente... —jadeó él—. Tiemblas... Tiemblas solo conmigo — le chupó la oreja.


—Solo... contigo...


—Eres increíble... —ahora, con las dos manos, le pellizcó los senos—. Tan fogosa... tan... mía... —emitió, tan turbado como la propia Paula.


Pedro... —se derritió por la agradable quemazón que sintió.


Se incendió a un nivel indefinible y comenzó a mecer su trasero contra él.


Pedro se defendió: le hundió los dientes en el hombro de forma voraz. Ella gritó, deshecha de placer...


—Me encanta cómo imploras mis caricias... —le lamió la clavícula—. ¿Te gusta que te toque? Dímelo... Yo me muero cuando te toco...


—Sí... me encanta... Pedro... —articuló, con un esfuerzo sobrehumano, arqueándose. Lo agarró por la nuca y giró la cabeza.


Se observaron, entre resoplidos y con los ojos entrecerrados por el deseo, por el agua que fluía sobre ellos, por el vapor erótico y sensual que los aislaba del mundo terrenal. Su tremendamente apasionado doctor Alfonso tenía
el pelo empapado y alborotado, estaba tan atractivo que Paula a punto estuvo de desmayarse.


—Te necesito...


Él gruñó y se apoderó de su boca con violencia, al mismo tiempo que le daba la vuelta. La levantó por el trasero y la penetró de una sola embestida, profunda y ruda. Ambos gritaron cuando aquello ocurrió, aunque ninguno se
paralizó, retuvieron el aliento, pero se movieron enseguida y a un ritmo... trepidante.


—Yo también... —le dijo Pedro— te... necesito... Me vuelves... loco... Eres... una bruja...


—Mi doctor Alfonso... —se sujetó a su nuca con fuerza, lo apretó con las piernas, le clavó los talones.


—Joder... sí... —la guio, sosteniéndole las caderas, conduciéndola al infierno—. Me encanta... estar... dentro de ti... Así... Así quiero... Así, Paula... Muévete... conmigo... Joder...


—Esa... boca... ¡Oh, Dios! ¡Pedro! —se curvó, anhelante, recibiéndolo con la misma intensidad y urgencia con la que la penetraba, de manera incansable.


Era demasiado... demasiado agudo... demasiado impetuoso... Ella no se reconocía, pero tampoco quería, jamás lo había deseado tanto.


Paula no pudo continuar hablando. Su respiración se había apagado. Su corazón se había parado. Acogía a su doctor Alfonso en lo más profundo de su ser, sin pudor y con angustia por consumirlo y por consumirse. Los movimientos eran salvajes, rápidos, frenéticos. La posesión fue en cuerpo y alma. De los dos.


—Paula... Joder... No puedo... más...


—Yo...


Y perecieron.


Se abrazaron con fuerza, jadeando, desbocados.


—No quiero que te vayas mañana... —le susurró él, sin separarse ni un milímetro.


Pau ahogó un sollozo, no solo por las palabras, sino por el tono quebrado que utilizó. Un rayo de esperanza la ilusionó. Lo apretó contra su cuerpo. Ella tampoco quería irse. Habían sido solo dos días, pero los mejores de su vida...


Lo amaba tanto que ya le dolía alejarse, pero aún quedaban unas horas.


Salieron de la ducha. Se secaron y se pusieron el pijama, en silencio.


Después, Pedro preparó la cena mientras Paula veía la televisión sentada en el sofá, aunque su mente divagaba sin prestar atención.


Ojalá esto signifique para ti una pequeña parte de lo que significa para mí... Solo con eso, me conformo.




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