miércoles, 9 de octubre de 2019
CAPITULO 102 (PRIMERA HISTORIA)
Por la noche, agotada y desfallecida, llegó a casa en taxi. Al bajar del coche, se topó con su novio. Estaba apoyado en el edificio, vestido igual que por la mañana, con los brazos cruzados, el pelo revuelto y el iPhone en la mano.
—Llevo toda la tarde sin saber de ti —dijo él, incorporándose—. No has contestado a mis mensajes y tampoco a mis llamadas. Y apareces así —la señaló con la mano libre—, vestida muy elegante. Sé que no has estado con mi madre y sus amigas. ¿De dónde vienes?
Pau estaba tan cansada, psicológicamente, que ni siquiera se sobresaltó.
—Lo siento —le dijo, sacando las llaves del bolso.
—¿Lo sientes y ya está? ¡Estaba preocupado, joder! —la agarró del brazo para obligarla a mirarlo—. ¿Qué demonios haces los lunes por la tarde? —la soltó—. Y ya de paso, dime, también, qué haces los martes y los miércoles por la tarde.
Ella enarcó las cejas.
—No pienso responder a tu interrogatorio —se giró y abrió la puerta—. Cuando te calmes, hablaremos, si quieres.
—¡Paula! —entró, furioso, y cerró tras de sí—. De aquí, no me muevo.
—Pues yo, sí —lo encaró—. Necesito un baño caliente y meterme en la cama. Adiós, Pedro —fue a subir las escaleras, pero Pedro se lo impidió, interponiéndose.
—Me estoy hartando de tanto secretismo —entornó los ojos—. ¿Sabes lo fácil que sería conseguir información sobre ti? Pero no lo hago porque prefiero que me lo cuentes tú. Y, encima, tengo que conformarme con que desaparezcas cuando te da la gana.
Paula apretó la mandíbula.
—Que yo sepa —lo apuntó con el dedo índice— no eres nadie para controlarme, nadie, Pedro. Mi vida es mía. Eso mismo me dijiste tú hace unas semanas.
—Soy tu novio, joder, ¿te parece poco? —rechinó los dientes.
—Pedro —le respondió ella con voz contenida—, he tenido un día muy largo y estoy cansada, no me apetece que me interrogues. Necesito darme una ducha y meterme en la cama, mañana hablamos.
—Solo dime de dónde vienes.
—No es asunto tuyo —se irguió.
—¡Claro que lo es, joder! —estalló Pedro. La sujetó por los hombros—. Tú eres asunto mío, Paula. Quiero saber qué haces todo el día durante todos los días. Estoy en mi derecho, somos novios, eso hacen las parejas, pedirse explicaciones y explicarse, y más después de lo que me dijiste en el callejón el sábado. Si te gusto tanto como dices, ¿por qué no confías en mí? ¿Qué escondes, Paula? —se alejó un par de pasos y se revolvió los cabellos,
caminando sin rumbo por el pequeño espacio—. No te imaginas la impotencia que siento cuando te escucho hablar de tu familia, de tu infancia, de tu vida... y tener que mantenerme callado porque, si no, sales huyendo. Siempre te asustas, siempre... —su mirada parpadeaba con demasiado brillo—. Y eso me duele, joder, me duele mucho... —se detuvo, suspirando derrotado.
Paula tragó repetidas veces con dificultad.
—No puedo... —pronunció ella en un hilo de voz, agachando la cabeza—. No puedo, Pedro, lo siento... No puedo...
Prefería que la odiara a que supiera la horrible realidad. Estaba atada al pasado y lo estaría de por vida. Si él se enterara de lo que había ocurrido, nada volvería a ser lo mismo. Y bastante se castigaba a sí misma, desde hacía ocho años, como para sufrir aún más.
Confiaba en Pedro, por supuesto, ¡le
entregaría su vida a ciegas! Pero, si le contaba lo que hacía durante las tardes de los lunes, los martes y los miércoles, tendría que explicarle muchas cosas, y no estaba preparada para ser juzgada por el perfecto y maravilloso doctor Alfonso.
—Tengo miedo —le confesó ella, recostándose en la pared—. Tengo miedo de... —ahogó un sollozo, cubriéndose la boca con los dedos temblorosos—. Tengo miedo de perderte, Pedro... Es mejor que te mantengas al margen.
—¿Por qué estás tan segura de que me perderás? —se acercó y la tomó de las manos—. Inténtalo. Nada me separará de ti, a no ser que tú me pidas que me marche de tu vida, Paula, nada más.
—Pedro... —le acarició el rostro—. Si... Si tú supieras... —las lágrimas se deslizaron por sus mejillas.
—¿De qué tienes miedo? —le limpió el rostro con infinita dulzura.
—De que me odies más de lo que me odio yo a mí misma... —se giró y se dirigió a la escalera.
—Mañana no puedo, pero me gustaría comer contigo el miércoles —le pidió, abriendo la puerta del portal.
—He quedado con Ernesto y sus socios.
Se observaron un tenso momento.
—Para él si tienes tiempo, ¿verdad? —inquirió Pedro, con la voz contenida y medio cuerpo en la calle—. Perfecto, Paula, queda con Ernesto.
—Me llamó esta mañana y...
—Y a mí ni siquiera me contestas un mensaje —escupió con desagrado, cortándola. Respiró hondo—. Supongo que ya nos veremos el jueves, y porque vienes al hospital, si no, estoy seguro de que también tendrías otro plan antes que yo —y se fue.
—¡Espera!
Pero ni él se detuvo ni ella se movió.
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